Hubo un tiempo a principio de los 90, cuando circulaba una ruta de ferrocarril con pasajeros entre Reynosa y Monterrey. Aún veinteañero, fui de los últimos pasajeros en tomar esa travesía romántica y apacible, antes de que desapareciera. Como siempre se ha dicho, la vocación del tren es la carga, así que el turismo y el trayecto recreativo fueron desechados, entre estos dos puntos que unían Nuevo León y Tamaulipas.

Aquella última vez que abordé el ferrocarril, para llegar a la frontera, iba acompañado de mi amigo Marte, que tenía como misión entregar hasta a aquella ciudad a su sobrino Guille, hijo de su hermana. Habían pasado unas vacaciones con parientes en tierras regias. Yo me escapé el fin de semana a Guadalupe, para estar en casa, así que el domingo los tres nos embarcamos por la tarde, con el plan de llegar por la noche a la estación reynosense.

Fuimos colocados en el penúltimo vagón, junto a otros pasajeros, que se adormecían por el calor veraniego. A unos pasos de nuestro asiento se encontraba una barra de la que de inmediato nos apropiamos. A Guille le pedimos que permaneciera quieto, en su asiento. Traía un juego de mano de Matell, que hacía un ruido electrónico molesto, pese a que le pedíamos que lo bajara al máximo. Afortunadamente, los ruidos naturales del vehículo acallaron su aparato, y nos dispusimos a hacer un trayecto viendo paisajes desiertos y refrescándonos con cerveza.

Mucho cuidado

Sonó con estruendo el silbato de partida. Apenas empezamos a movernos pasó uno de los revisores de boletos que llamó la atención de todos los que ocupábamos el carro:

-Necesito que en este momento tomen todos sus respectivos asientos. Es solo por precaución.

Caramba, sonaba serio el señor trajeado y con sobrero de visera y de tope aplanado. Dejamos la bebida a medias y tomamos asiento en los sillones encontrados. Marte empujó a Guille hacia la ventana, para protegerlo de lo que fuera que estaba por ocurrir.

Se abrió la puerta del vagón y apareció un trabajador en overol que arrastraba un carrito en el que había una jaula como de un medio metro cuadrado. Abrió la puerta del último vagón y se introdujo.

-Es mi obligación advertirles que tengan mucho cuidado. Lo que llevan en la jaula en una mangosta que será llevada al zoológico de Brownsville. El animal es salvaje y agresivo. Hay historias de que en la selva, su hábitat natural, alguien perdió un dedo, una mano, en las fauces de la fiera. Por ningún motivo abran esa puerta, ni se le aproximen.

La puerta del fondo fue azotada con fuerza. Pasó de regreso el trabajador y se perdió en el pasillo, hacia los carros de enfrente. Nosotros tomamos asiento de vuelta en la barra para seguir libando.

-Conozco esos animales – el cantinero llamó nuestra atención, en voz baja-. Ya habíamos llevado uno, hace meses, quién sabe si sea el mismo. Un perro bien bravo, que venía de Veracruz, había matado gallinas y conejos en el camino. La mangosta se subió en Mante y los encerraron juntos, ahí mismo. Por la mañana vimos que le sacó el ojo al perro, que estaba mansito en un rincón. Sepan ustedes las mangostas son inmunes al veneno de cobra, por eso no le tienen miedo a nada.

Interesante. El cantinero se ocupó en otros asuntos, y nosotros también porque no nos interesaba hablar de ese animalejo, con fama de matón. Nos pusimos a charlar de futbol, las próximas elecciones, películas. Media hora después, con el bamboleo de los asientos, nos sentimos arrullados. Pedimos vasos y nos acomodamos en los sillones, junto al niño, que seguía concentrado en su aparato.

No supe cuánto tiempo me quedé dormido, pero me desperté. Marte roncaba, pero el niño no estaba. Alarmado me levanté, para descubrir que el muy canijo se asomaba por la ventanilla donde habían encerrado a la bestia. Lo sorprendí en el preciso momento en que corría la aldaba, abría la puerta y metía la cabeza. Rápidamente le pedí que retrocediera. Me obedeció pero, por curiosidad me asomé y pude contemplar al animal. Nunca había visto una mangosta y esta lucía simpática, como un gato grande, con pelaje color miel y rayas oscuras transversales en el lomo.

-Con su permiso, caballeros.

La voz del señor de overol nos sobresaltó. Llevaba una tapa de huevos y para nuestra sorpresa, no nos pidió que nos retiráramos. Abrió con descuido la caja de madera con barrotes e introdujo la comida. Hubo tiempo suficiente para que el animalejo saltara y se le prendiera del rostro, haciéndolo pedazos, o que brincara y se abalanzara sobre mi yugular. En lugar de eso, se comportó con una mascota tierna.

El señor del overol cerró la jaula y la aseguró con un simple pasador, sin candado. Pudimos ver que, sentado, cogió un huevo, se lo colocó entre las patas de abajo, lo abrió con golpecitos de garras en el extremo superior y se lo empinó, como si degustara de un refresco. Y así siguió con otro.

-¡Repámpanos! ¿Qué está pasando aquí?

El revisor nos miraba con severidad. Nos llamó la atención, recordándonos las precauciones que debíamos tener ante el mamífero, y el peligro que representaba, para todos, su cercanía. Me miró con reproche, para decirme que la mangosta era un animal traicionero. Se dijo, como si hablara consigo mismo, que la puerta debía llevar candado, y se retiró. Regresamos al asiento y Marte nos regañó, a mí por ser un adulto descuidado, y a su sobrino por curioso. Le contó al niño lo que el cantinero le había dicho y, para ponerle gravedad al asunto, nos dijo que lo mismo podía pasarnos a nosotros.

Ronda la tragedia

Desperezados, regresamos a la barra. Las cervezas estaban deliciosas y el trayecto era de una plácida aventura por la región árida que se extiende sigilosa entre las dos ciudades. Un goce extra, que obtuve para disfrutar el viaje a plenitud, fue que Marte me dijo que él pagaría la cuenta del bar, pues su hermana le había dado presupuesto para llevar al Guille a Monterrey. Pronto nos surtimos de whiskeys y tequilas.

Las bebidas nos entonaron en un ambiente de fiesta. El barman nos complacía con CDs de melodías de balada en español. El aire acondicionado nos aislaba del calor y del solazo de la tarde, que cubría con fuego todo el paisaje.

A la mitad de una risotada Marte se levantó del asiento y dejó la cerveza bailando en giros sobre la barra, a punto de tirarse. Me repuse de inmediato, sabiendo que lo único grave que podía ocurrir lo habíamos dejado en el asiento, jugando con su maquinita Matell ruidosa. Y no estaba. Santo cielo.

Marte buscó a Guille entre los sillones, y se me fue la sangre a los talones cuando vi la puerta del fondo abierta. Mi amigo se dio cuenta de lo mismo simultáneamente. Nos precipitamos hacia allá. Recuerdo que en el trayecto de dos segundos tuve visiones horroríficas de una masacre. Salpicones de sangre adornaban ya las paredes y los equipajes que estaban a un lado de la jaula. El niño agonizante, levantaba la mano, anhelante, con ojos de súplica para pedir una solución que ya no alcanzaría. La bestia, chillando como con risotadas diabólicas, se habría escurrido entre los bultos. Tendríamos que confrontala armados con machetes.

Al entrar vimos, en un perfecto contraluz, a Guille y la mangosta. El bicho rondaba su cabeza y su cuello, provocándole cosquillas. El niño lo cogía con las dos manos y con los pulgares le rascaba la barriguita, se tocaban las narices, y gozaban frotándose las mejillas. Se la estaban pasando en grande.

Nos aproximamos lentamente, para no alterar ese equilibrio de convivencia, que supuse precario. Quién sabe, el animal podía transformarse en una fiera asesina si nos consideraba peligrosos. Marte le ordenó a Guille, casi en un susurro, que colocara la bestia en la jaula. El niño, entre risas y de mala gana, cargó a su nuevo amigo, que le trepó por el brazo y se acomodó en su cabeza como un tocado de armiño. Lentamente se lo retiró del cabello y lo puso en su jaula. Hasta que le puso el pasador respiramos aliviados.

Ni siquiera le llamamos la atención al niño, que regresó a su aparato. Los culpables del incidente éramos nosotros, por ser adultos irresponsables y beodos. Afortunadamente no hubo consecuencias.

Al entrar a la ciudad, con las primeras sombras de la noche, Marte saldó la cuenta abultada del bar, con los residuos del presupuesto que agotó. Al bajar saludamos a su hermana y al cuñado, a quienes hicimos cumplida entrega del chaval, y yo me dirigí a mi casa, pensando que no todos los seres extraños son monstruos.

El tren siguió su ruta a Matamoros, para entregar a la bestia enjaulada que encontraría su destino en Brownsville.