El barrio era apacible y de escasas luces de la calle. La casa estaba más oscura aún y se encontraba hasta al fondo, como a unos veinte metros de la banqueta.
La yarda de enfrente, con un césped bien cortado fue el sitio donde nos sentamos para degustar cerveza el sábado por la noche, en un suburbio de San Antonio, a donde había llegado ese día, luego de una larga jornada de trabajo, lijando y pintando vagones de ferrocarril.
Un camarada del taller nos había invitado a ese lugar, para pasar un rato de charla. El anfitrión se llamaba Modesto y le decían Moe, un tipo de unos 50 años, chaparrón y robusto, de cabello ensortijado y sin arreglo. Era de ascendencia mexicana, de Nayarit y, me di cuenta, de inmediato, era reverenciado por los otros cuatro invitados, que ya lo conocían. Pronto supe la razón.
Moe era veterano de guerra de Vietnam. Estuvo meses en servicio y entró en combate varias veces, por lo que tenía numerosas historias para contar.
Apenas nos presentamos, tomó control de la conversación o, mejor dicho, le dimos gustosos la palabra. No hizo nada para acaparar nuestra atención. Simplemente era un tipo interesante, y su vida y relatos eran mucho más interesantes que cualquier anécdota ordinaria que pudiéramos aportar como simples obreros del railroad.
Moe era monotemático. Todo en su vida giraba en torno al Infierno, como llamaba al país a donde fue a combatir. Alguna vez se casó, cuando regresó a Estados Unidos con baja honorable y con la medalla del valor. Su esposa no lo soportó, nos dijo, porque llegó con un estrés post traumático que lo volvió un tipo violento y pendenciero.
Además, como no sabía nada más que coger un fusil, desempeñó un trabajo ingrato, emocionante e ilegal, con el que ella nunca hubiera estado de acuerdo.
Hablarlo y vivirlo
Avanzada la noche, sentí necesidad de usar el sanitario. Moe me dijo que estaba adentro de la casa, pasando la sala, al fondo.
El interior estaba tenuemente iluminado por unas lámparas encendidas. Pasé por el recibidor y al entrar en la sala me vio obligado a detenerme. Mi sorpresa fue mayúscula al ver que todo el espacio estaba tapizado con motivos de Vietnam. Los muebles eran antiguos, de una moda muy pasada. En la mesa y los sillones había objetos dejados sin cuidado. Pero alrededor todo era asombroso. En medio de la pared había un poster, de un dibujo hecho a mano, donde dos soldados sostenían a otro, en medio, arrastrando los pies, visiblemente herido. Decía una leyenda en inglés: no es lo mismo decirlo que vivirlo. Había fotografías de Moe en diferentes situaciones, todas relacionadas con su servicio: empuñando una escopeta y con el rostro pintado con camuflaje, sin camisa con amigos, en un helicóptero, en entrenamiento, disparando. Había una foto oficial en la que posaba, en uniforme junto a la bandera. Otra foto lo colocaba a un lado de un ataúd donde yacía alguien con traje militar.

En estantes estaban varios cascos verdes, cajas de metal, tiras de balas, cuernos de venado como trofeos, cuadros con galardones de tela, medallas, trofeos de deportes, lámparas, cinturones. Toda la estancia provocaba vértigo, por la sobrecarga de objetos de naturaleza bélica. Moe era un genuino guerrero. La luz se encendió. Era el anfitrión que, amistoso, me invitaba a que viera con más claridad toda su memorabilia. Estaba complacido de la sorpresa que provocaban sus tesoros.
De un estante tomó un cuchillo que sacó de la funda. Era de ese tipo de armas pavorosas, que por un lado tiene filo y, por el otro, aristas como de sierra. Me explicó que se llamaba cuchillo Fairbairn, que en México conocían como Sacatripas.
En un rincón había un tocadiscos polvoroso. Puso un disco de Agustín Lara y el sitio se llenó con viejas melodías de piano.
Regresé a la tertulia, mientras el ex soldado iba al baño. Uno de sus amigos me dijo, con admiración, que Moe había olido la pólvora en el otro lado del mundo, y que ya se había tranquilizado, pues al principio, cuando estuvo de vuelta, se había vuelto insoportable.
-Íbamos al club pero sólo para que él buscara pleito. Necesitaba tirar golpes. Era un tipo muy peligroso, como un pitbull. A veces pensaba que tendrían que matarlo, para que dejara de pelear. Muchos nos alejamos de él un tiempo, hasta que se calmó –me explicó.
El enemigo
Para entonces ya estaba convencido que Moe era un tipo único, de esos calificados para escribir libro de memorias. Mientras nos contaba cómo era bajar en helicóptero en medio del combate, y nos explicaba cómo picaba el napalm en la nariz y los ojos, trataba de pillarlo en la mentira. Nos explicó su entrada a los túneles subterráneos en la región del Mekong, en una misión que parecía suicida, y eliminó como a diez charlies, que se encontró entre los pasillos oscuros. Observaba con atención sus gestos, el tono de la voz, activando ese radar de embustes que todos tenemos, pero lo veía elocuente y honesto. Sus correrías eran de verdad, a menos que fuera un timador maestro, lo cuál me parecía improbable, dada la cantidad de afiches que tenía en la casa y su temperamento taciturno y contenido.
Modesto también fue, fue durante semanas, un prisionero de guerra en Vietnam.
-Nos emboscaron en la selva y tuvimos que correr. Sentía cómo silbaban las balas, rezando que no me dieran en la espalda. Muchos amigos ahí se quedaron. Tenía que brincar cuerpos. De pronto sentí que se hundía el piso y caí en una trampa. Los mismos palos que cubrían el pozo me ayudaron a salir, pero ya afuera me esperaba un cabrón, apuntándome. Tenía los ojos rasgados, pelo como el Pájaro Loco, con un copetillo, y de piel como café y roja. Reía, el perro, cuando me sacó a gritos, dándome culatazos en los riñones. Yo levanté las manos y me dejé llevar donde había otros compañeros. A mí me llevaron a una celda individual donde solo podía estar de pie. El cabrón Pájaro Loco metía una vara y me daba golpes en los brazos y en las piernas. Yo lloraba de coraje, y él seguía riéndose, mientras me decía palabras que no entendía y me pegaba, para que no me durmiera.
Los reunidos estábamos en silencio. No todos los días escuchas el relato de alguien que vivió uno de los episodios más discutidos en la historia de la humanidad.
-Luego me pasaron a otra celda, que era como una cueva cubierta con alambre de púas, donde estábamos varios camaradas. Nos daban agua y comida y se olvidaron de nosotros por varios días. Nos la pasábamos acostados. A veces pelábamos a golpes entre nosotros, porque nos enojábamos, pero nos servía para sacar la tensión. Un día se escuchó un gran alboroto y luego una balacera intensa, de fuego nutrido. Estaba seguro que venían a rescatarnos. No estaba equivocado. Cuando acabó el tiroteo se asomó un compañero, que abrió la alambrada de la cueva. Volví a nacer. Lo primero que hice fue agarrar un arma, de un Charlie que estaba tirado con la cabeza abierta. Habíamos tomado el campamento, así que ahí estuvimos todo el día en espera de órdenes. Me ofrecí de voluntario, esa tarde, para una patrulla de reconocimiento y a un lado del camino vi tirado bocarriba el Pájaro Loco. La muerte lo sorprendió con un gesto de ansiedad muy desagradable. No sé por qué, pero me hinqué a un lado y con las manos empecé a hacer un agujero. Los compañeros me dijeron que estaba estúpido, pero yo les dije que él me había torturado, pero era un combatiente como yo. Yo lloraba, porque me dio tristeza ese muchacho, que era de mi edad. Merecía un sepulcro. Al final del día me ayudaron con palas y lo enterramos al cabrón.
Nuevo comienzo
Estaba hipnotizado con los relatos de este tipo, que parecía un surtidor de cuentos de la guerra que me parecían fantásticos, aunque me esforzaba por convencerme de que eran ciertos. Si no, podría volverse un fabulador brillante. A diferencia de nosotros, que libamos sin descanso, luego de un par de horas él apenas había tocado la que abrió, así que estaba seguro que no se había puesto borracho
Pensé largamente plantear mi pregunta, pues desde el principio me consumía la curiosidad, así que le recordé que, de inicio, había dicho que de regreso, para tener un nuevo comienzo, había tomado un trabajo ilegal.
-No me gusta mucho hablar de eso, pero qué diablos, estamos entre amigos.
Había caído dos veces en la cárcel por peleas de cantina y el sheriff, que tenía un tío combatiendo, me perdonaba, hasta que me dijo que a la próxima me presentaría cargos. Sin quehacer, con la pensión que me daban, ahí me la pasaba. Un día me contactó un amigo, que me citó en un bar. Me presentó a un tipo que contrataba veteranos para hacer trabajos sucios. Después de estar en combate le pierdes el miedo a todo, así que me alquilé como hit man. Mi primer trabajo fue matar a una señora. Lo merecía. Había seducido muchos señores de dinero y los dejaba en la ruina. El que me contrató me dijo que a él le quitó la mitad de su fortuna. Fui y el trabajo se cumplió.
A este punto sentí el impulso de preguntarle cómo la había matado, pero me ganó la prudencia. Si no quería revelarlo, era por algo. Siguió:
-Al día siguiente me encontré con el marido en un estacionamiento abandonado. Era media noche. Me dio asco el tipo, porque me mandó matar a una señora. Ya le había pagado una parte a mi empleador, ahora me iba a pagar a mí. Me dio un fajo de dólares. Me advirtió que, si hablaba con alguien sobre esto, contrataría a alguien para matarme. A mí no me amenaza nadie, así que saqué un Fairbairn, chiquito. No se asustó. Con mucha seguridad me dijo que no podía matarlo, porque él me había contratado. Le aclaré que me había pagado por eliminar a la señora, pero no por no matarlo a él. Un tajo en la garganta y ahí quedó. Ni salió en los periódicos, quién sabe si investigaron. A basura como esa se le entierra sin preguntar. Fue el último trabajo que hice. No me gustó.
Terminada la exposición de su paso por el sicariato, fue al baño. Los amigos siguieron hablando de él, de su valor, su coraje, su desesperación. Aún sin que estuviera presente dominaba la velada.
Las horas siguientes transcurrieron entre más historias y preguntas de sus amigos. Eventualmente yo pedía que me ampliara información de alguna anécdota, principalmente de emboscadas. Al despedirnos, pensé que había pasado despierto por un sueño junto a un personaje que me había hechizado. Moe no hacía más que hablar de sus vivencias. Supuse que todo ya se lo había contado a los presentes, pero cada vez que expresaba sus recuerdos, se le salía el corazón por la boca y en los ojos. Regresaba otra vez al teatro de sus pesadillas.
Había sufrido mucho, en Vietnam, pero estaba seguro de que ese viaje fue lo mejor que le había pasado en la vida.
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