Atravesé el Mundial de futbol México 86 como una de las experiencias más emocionantes de mi vida. Ese maravilloso mes en el que mi país fue el anfitrión de todas las naciones, fue una época intensa, que marcó mi adolescencia.
Para la afición mexicana el clímax fue el partido que jugó el equipo tricolor contra la poderosa selección de Alemania, la calurosa tarde de sábado del 21 de junio de 1986, en el Estadio Universitario, de San Nicolás. Ahí estuve, como testigo mimado de la historia, hinchando desde la grada para los de casa.
El partido, como ya lo sabemos, terminó en una amargosa derrota en penales para México. La congoja me movió a hacer una urgente transferencia de emociones.
Decidí, para mi adolorido corazón de fanático, que el punto más emocionante de todo el certamen no había sido ese cotejo, que me rompió el corazón. Como saldo en la memoria, pienso ahora que lo mejor de esa aventura fue la increíble jugarreta del destino que me ayudó a conseguir los ansiados boletos para ver ese partido que era, entonces, el duelo más importante de la historia de nuestro seleccionado.
Quinto partido
Fue el Mundial del gol de la mano de Dios y del barrilete cósmico de Maradona, ante los ingleses. También fue el de la tijera de Manuel Negrete, ante Bulgaria, en el Estadio Azteca, uno de los tantos más bellos en la historia de la justa internacional.
Cursaba el cuarto y último semestre de la Preparatoria 8. Seguí con ansiedad y entusiasmo desbordado todos los partidos que pasaban en TV. De hecho, hubo un partido de fase de grupos, España contra Argelia, jugado en el desaparecido Estadio Tecnológico, de Monterrey, que vi desde afuera, trepado en un árbol que estaba detrás de las gradas. No tenía dinero para comprar la entrada, así que me las arreglé para encaramarme en las ramas. Faltando 15 minutos las puertas se abrieron y pude colarme a las gradas y ver un ratito, en persona, a Emilio Butragueño, la máxima figura de los ibéricos.
México avanzó a octavos de final y venció a Bulgaria. Dos días después, Alemania echó a Marruecos. Los ganadores se enfrentarían en el Estadio Universitario. Era la locura: mi equipo contra el de mis ídolos de niño… No me podía perder ese juego. Los dioses habían preparado un festín celestial y sabía que esa mesa tenía un asiento para mí.
Consulté mis escasos ahorros y me di cuenta que, si quería asistir, me alcanzaba para el boleto más barato, el del anillo superior en Zona General. Acudí a mi cómplice Sergio, con quien me acompañé en toda esa aventura mundialista, y me confirmó que estaba igual, corto de varo y que sus recursos daban únicamente para el acceso menos costoso.
Los dos cursábamos el cuarto semestre en la Prepa, aunque en diferentes grupos. Pero como trabajábamos en el mismo taller de impresión y costura, vivimos juntos toda la fiesta futbolera. De hecho, al patrón, el Profesor Meléndez, le pedimos que nos pusiera en nuestra área de trabajo una tele para ver los juegos, entre semana.
Nos sorprendió, como ayuda inesperada, un anuncio providencial. Se acercaba el fin de cursos y desde la Dirección de la Prepa nos dijeron que el martes acudiríamos al campus central de la Universidad Autónoma de Nuevo León, para que viéramos sus instalaciones. En la clase de Orientación Vocacional querían que husmeáramos entre las facultades para ver cuál carrera elegiríamos.
Fue la excusa perfecta, pues ese día se abrían las taquillas en el Estadio, para la venta masiva de boletos. Como no había sistemas electrónicos, era necesario que el interesado acudiera en persona. Y eso hicimos. De la Prepa, en Guadalupe, salieron seis camiones repletos de estudiantes hacia la UANL. Nos dijo la Dirección que únicamente nos llevarían y que, al desbalagarnos, cada quien regresaría a casa por sus medios.
Al borde de la tragedia
Cuando los camiones llegaron a la Uni, a eso de las 9:00 horas, Sergio y yo nos fuimos directamente a las taquillas del Estadio, que está enfrente de los edificios que albergan a las Facultades. Ya había una fila considerable de aficionados que esperaban que iniciara la venta. Algunos hasta habían dormido ahí para alcanzar buen sitio.
Resignados a la espera, fuimos a dar hasta lo mero último. Conforme pasaron las horas nos felicitamos por haber llegado temprano, pues la hilera le daba la vuelta al estadio y nosotros estábamos en un sitio relativamente cercano al objetivo. A las 10:00 horas se abrió la ventanilla y comenzó a fluir lentamente la borregada anhelante de futbol internacional.
Antes del mediodía se apareció Roberto Hernández Jr. entonces gurú del futbol en Monterrey. Hizo algunas entrevistas para su programa. Se movió entre las filas para dialogar con los adictos al juego, que andábamos buscando un boleto. En una de esas entrevistó a un tipo que estaba a mi lado y yo me asomé por encima de ellos, como curioso entrometido.
Cerca de las 13:00 horas, bajo el solazo, sentimos que estábamos llegando al final del extenuante maratón. Nos acercábamos a la ventanilla, la cintilla estaba a la vista. Cuando faltaban cuatro lugares, un empleado salió para avisar a gritos que los boletos de General se habían agotado. ¡Noooooo!
Los más baratos, que seguían disponibles, eran los de Zona de Gol, detrás de las porterías. Pero su precio era considerablemente más elevado y excedía, por mucho, nuestro indigente presupuesto.
Maldita sea. Teníamos el sueño al alcance de la mano y se nos escapó. Acariciamos el picaporte del paraíso, pero la puerta no abrió. Era increíble cómo, faltando apenas tres lugares, nos decían que ya no había espacio para un par de pobres aficionados. Creo que lanzamos maldiciones tan audibles que varios, alrededor, nos echaron miradas de solidaridad, conmiserados por nuestra tragedia.
Solo uno, que no sonreía, se nos acercó con una propuesta increíble, interesante y salvadora. Era un hombre joven, pensé que podía ser ejecutivo de un banco, vestido con pantalón de terlenka, mocasines boleados y camisa bien planchada. Tendría unos 30 años y nos habló con un susurro:
-Cómprenme dos tickets para Zona de Gol, y les completo lo que les falta para los suyos, de esa misma Zona.
Obviamente el tipo había llegado tarde y no quería hacer fila. Se veía que tenía asuntos más importantes, que estar en la resolana esperando adquirir un par de entradas. Vio su oportunidad en nosotros, dos pordioseros del balón, que hubiéramos asaltado un banco, si nos lo hubieran pedido para estar en el juego del sábado.
Nos pasó el monto de sus dos boletos y la cantidad extra para comprar los nuestros. El negocio resultó perfecto. Quince minutos después, él tenía sus entradas, a cambio de arrojarnos unos pesos para completar las nuestras. Quién sabe que sería luego de ese buen samaritano, a quien le construí un nicho en mi panteón futbolero.
Salimos de ahí con nuestros preciados boletos mágicos, que no hubiera cambiado ni por un Mazapán Azteca o una onza de oro. Nada valía más en el mundo que nuestros preciados billetes de la Copa.

Los días luminosos del Mundial terminaron abruptamente, con una tremenda decepción. El Tri cayó en penales ante la Mannschaft. Desde mi butaca en Zona de Gol Sur, bajo el marcador electrónico del Uni, agonicé, como si cayera en un foso de pirañas, al ver fallar en la definición de los once pasos a Quirarte y Servín, que entregaron el balón como caja de bombones al arquero Shcumacher.
De cualquier manera, el saldo de la experiencia fue superavitario: vi, en vivo, el partido más trascendente en la historia de las Copas del Mundo para México.
Pero también pude captar con estas pupilas, que los gusanos han de devorar, a mis próceres procedentes de las provincias del río Rin, en las Germanias: Karl Heinz Rummenigge, Pierre Michel Littbasky, Lothar Matthäus, Hans Peter Briegel, Rudy Vöeller, Felix Magath, Andreas Breheme, y demás pléyade que únicamente había visto a través de la fría pantalla de la TV.
Conservo, como preciada reliquia, el ticket apergaminado del XIII Campeonato Mundial de Futbol México 86.
Y tuve mis 15 minutos de fama. Al día siguiente de que compré los boletos, parecía que toda la Prepa me había visto en la tele asomando las narices en la entrevista en las taquillas que Hernández Junior pasó en su show Futbol al Día. Me felicitaron mis compañeros y me dijeron El Famosillo, durante esa semana.
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