Crónica de una serenata del Día de las Madres
Éramos como unos diez muchachos, desarrapados y entusiastas.
Románticos y con el corazón en la mano, nos reunimos cerca de la medianoche, para llevar en los primeros minutos del 10 de mayo serenatas a nuestras mamases.
Óscar era el trovador del grupo, el único que sabía tocar guitarra. Por lo menos conocía los círculos de Sol y de Do, que le daban para enderezar cualquier rola propuesta.
Además, tenía un montón de cancioneros de Guitarra Fácil con pisadas sencillas, con las que podía interpretar cualquier melodía para la ocasión. Fumaba en ese tiempo, por lo que -antes de tocar- encajaba el cigarro entre las cuerdas tensas de la parte alta de la guitarra, entre las clavijas. O se lo colocaba en el meñique y el anular, en la misma mano con la que rasgaba las cuerdas. O sea que también le echaba estilacho.
Así que entre Óscar y su hermano gemelo Arturo, líderes de la palomilla, organizaban el repertorio y el recorrido para nuestra serenata del Día d las Madres.
El resultado fue de una solemne cita de amor maternal, para expresar cariño puro y cursilento, durante una madrugada antológica de la que aún hoy nos carcajeamos al evocarla.
Madrecita del alma
Era la época de la preparatoria. No sé a quién se le ocurrió la puntada de llevar serenatas a las madres. Sospecho que fue por imitación, porque había amigos de otros barrios que se reunían para el mismo propósito. Con la diferencia de que, entre ellos, había por lo menos dos que sí le movían a la lira, porque estaban en estudiantinas. Ya los habíamos visto tocar en fiestas, o asambleas de la secundaria y sí le sabían, a diferencia de la mayoría de nosotros que no éramos, siquiera, aficionados.
Había, además, otra serie de factores que animaban a la racilla a salir a cantar.
Por ese tiempo, sin redes ni celulares, se habían puesto de moda los cancioneros y los métodos para tocar guitarra que se vendían en cualquier revistería.
Los cuadernillos, de los que Oscar tenía un montón, traían las rolas, las pisadas respectivas y los momentos precisos en que la tonada cambiaba con la sílaba correspondiente.
Además, las loas a las madres nos llegaban con insistencia a través de la Rondalla de Saltillo, que sonaba fuerte en la radio, en los programas de boleros. Comprabas el cassette de los coahuilenses y les escurría melcocha, miel y sacarina.
Los escuchabas y te daba un coma diabético. Pero no dejaban de estar sabrosas las melodías que elevaban a poesía de barrio el amor, el desamor, la distancia, el tiempo y, por supuesto, la progenitora, tan mentada entre nosotros.
Llevamos serenata un solo año, un solo Día de las Madres, ocasión que nos sirvió para darnos cuenta de que nuestro destino no estaba en alguna rondalla.
El repertorio
De cualquier manera, conspiramos para sorprenderlas con una serenata linda. Nos reunimos, como siempre, en un salón del Colegio Benito Juárez, el Benito, para ensayar unas cuántas melodías: Despierta, que se mezclaba a la mitad, ingeniosamente –según nosotros- con Las Mañanitas, Eres tú, Madrecita, y Cómo es grande mi amor por ti.
En ese tiempo, la de Madrecita del alma querida, interpretada por José José, era el himno para las jefitas.
Luego tomó el trono Denise de Kalafe y revolucionó irreversiblemente el repertorio. Qué bueno que no nos tocó Señora, señora, porque quién sabe cómo nos hubiera salido. Ya la había compuesto para entonces la brasileña, pero la popularizaría algunos añitos después, así que nos evitamos una pena mayor.
En el Benito ensayamos un par de veces, pero había algunos tropiezos porque, reitero, estábamos negados para la música.
Por ejemplo, cuando cantábamos la parte de Las Mañanitas, alguien se equivocaba en las estrofas innecesariamente largas. Así que cuando al momento en que teníamos que decir Volaron, cuatro palomas, por toditas las ciudades… Alguien nos mostraba a todos cuatro dedos, para que no nos equivocáramos y le atináramos a la rima de los pajarracos.
La que batallamos más en memorizar fue la de Madrecita. Luego de dos ensayos, seguíamos equivocándonos, porque no todos la sabían de memoria. Arturo, desesperado, cogió un papel blanco y la transcribió para que la leyéramos y le diéramos la pronunciación correcta. Escribía con mayúsculas y siempre tuvo buena caligrafía, aseada y clara, así que no habría problema.
Así que, a eso de la 1 de la mañana, partimos a estrenar la alabanza colectiva a nuestras adoradas madrecitas. Como íbamos varios grupos de hermanos, el recorrido se reducía a unas cinco casas, más o menos.
Mientras andábamos por las calles del Centro de Guadalupe, nos cruzábamos con otros amigos que, con guitarra al hombro, también iban a presentar sus ofrendas musicales. Nos saludábamos, quitándonos imaginariamente el sombrero, porque los veíamos con respeto.
Ellos nos regresaban el saludo con entendimiento. Hey, ya estábamos creciditos. Teníamos, finalmente, conciencia de lo que nuestras mamás habían hecho por nosotros. Siempre necios e impertinentes, como éramos, nos aguantaron todo. Así que acudíamos a darles las gracias, con el sentimiento de nuestra voz. Como adultos en formación, pasajes como el de esa noche, nos dieron formación sentimental.
El romántico del grupo
La primera casa fue la de los cuates Oscar y Arturo para llevarle serenata a doña Elba.
Antes de que inicie la tocada, tengo que aclarar lo siguiente: el único genuinamente romántico del barrio siempre fue Oscar. Le gustaban las canciones de Roberto Carlos y tenía también proclividad por las arrebatadas letras revolucionarias de Carlos Mejía Godoy.
Fue Oscar quien se compró una guitarra de triplay y se dedicó a aprender. Hasta se compró un silbato de esos que sirven para afinar las cuerdas. Estuvo un tiempo de mojado en Houston y cuenta la leyenda urbana que en algún momento tocó en un bar. Eso dicen. O sea que sí tenía algo de nivel para capitanearnos en la aventura.
Los demás no. Había en el barrio futbolistas, voleibolistas, beisbolistas. A veces jugábamos tochito callejero. Pero ningún otro tenía tendencias hacia la melomanía.
Por aquél tiempo nos gustaban la música disco y la chicana, algo de balada en español y Heavy Metal, pero para esto traíamos una grabadora tocacintas. Así que tener un cuate como Oscar era un lujo. Ahora sospecho que no aprovechamos a un nivel óptimo sus talentos.
Aclarado lo anterior, sigo con el arranque de la serenata: desconocedores por completo de las formalidades y los protocolos mínimos que debe haber en una interpretación ante un público, jamás contemplamos el factor de la risa, que resultó muy importante.
La primera serenata
Cuando empezamos con las primeras estrofas, viéndonos a la cara, nos dieron ganas de reír. Nos aguantamos las carcajadas que nos traicionaban, porque creo que nos veíamos ridículos, berreando al aire libre.
Al cierre de Las Mañanitas, cuando Arturo solemnemente nos indicó los cuatro dedos de las palomas, estuvimos a unos segundos de descomponer todo, porque nos ganó la risa. Con mucho esfuerzo, dejamos de vernos a la cara, que era lo que nos alteraba, y superamos el primer episodio, con nota apenas aprobatoria.
Resoplábamos, mirando al piso, buscando concentración. Nos costaba entender que no estábamos reunidos para rebanarla, sino para homenajear a quien llevó en su vientre dolor y cansancio. Es linda mi amiga, gaviota.
Luego cantamos Eres tú. Y se encendió la luz de la sala. La festejada ya nos daba la bienvenida. Tratamos de evitar otra vez las miradas porque nos ganaba la risa. No es sencillo alcanzar la tonada de Mocedades, pero nos esforzamos.
Hubo un momento en que la barca amenazaba otra vez con volcarse. Ocurrió cuando, en la parte donde cantábamos Algo así eres tú, Miguel improvisó un solfeo como el de Amaya: Uhuuu-uu-uu-uuuu. (Videoclip abajo. Minuto 3:02) Le salió del alma, aunque creo que necesitaba un poco más de clases de vocalización. Tuvimos otra vez que forzarnos para acallar las carcajadas.
Para entonces, éramos como los primitos acostados en la habitación, al que el adulto les ordena callarse para que puedan dormirse. Y no falta el que no pueda reprimir la risilla que se multiplica. Así estábamos, tratando de hacer esfuerzos por hacer que se mantuviera vivo, dentro de la formalidad, el espíritu de la velada.
Cómo es grande mi amor por ti, de Roberto Carlos, salió impecable, con un buen ritmo de Oscar, que se aventó un arpegio impecable en el puente de la melodía.
Risas ahogadas
Lo peor vino en el cierre de la función. Interpretábamos al último la de Madrecita, pero como no la sabíamos, seguimos el guion escrito por Arturo.
Al iniciar la melodía, arremolinados en torno a una hoja de papel, en la segunda línea leímos: En mi pecho llo llevo una flor. Nos detuvimos un microsegundo, como si nos hubiera estallado una bomba fétida bajo la nariz.
Se entiende que puedas tener mala ortografía, que se te pase poner un acento al corazón o que puedas escribir incorrectamente hacer. Pero hay palabras que son de redacción infalible. No te puedes equivocar cuando escribes papá o mamá. Sabes que llevan acento y puedes no ponérselo por arrastrado o valemadrista. Pero nadie, en la historia de las serenatas pasadas y futuras, habrá confundido la palabra Yo.
Las risillas ahogadas nos traicionaban. La melodía es larga porque repite estrofas y es pausada, y como Oscar con su cadencia precisa, concentrado en el rasgueo, no se percataba de nada, se hizo infinita.
Ya queríamos que terminara porque no podíamos olvidar la palabreja de Arturo y, más que antes, la risa nos brotaba como un animalito zumbón, que se revolvía entre las tripas.
Doña Elba salió para escuchar la parte final de nuestra presentación. Solo hasta que la vimos, recuperamos la prudencia, para que la señora no pensara que nos la estábamos cotorreando en el tributo a su investidura maternal. Terminamos bien, nos dio las gracias, y nos retiramos. En el paso a la siguiente casa, ya pudimos carcajearnos a gusto.
¿Comedia de madrugada?
El estreno fue de resultados variados, aunque el saldo fue satisfactorio, porque la madre de los cuates quedó contenta, según vimos.
El resto de la noche, nos la pasamos más o menos igual. Aunque seguimos riéndonos en la parte de las palomas, el solfeo de Miguel y el llo, de Arturo, como que entendimos que debíamos ser un poco más serios para que nos creyeran que genuinamente íbamos a honrar a las señoras.
En algunas casas nos esperaban con lonches y cocas, que la mamás ya tenían preparados. O sea que no éramos tan buenos conspiradores, porque se dieron color de nuestra supuesta sorpresa.
De cualquier manera, la experiencia nos sirvió para pisar esa base en nuestra biografía. Por lo menos una vez en la vida llevamos serenata a las mamás. Me gusta pensar que ellas guardaron un recuerdo lindo de la ocasión, muy diferente a la comedia que, pienso, escenificamos esa madrugada.
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