Hace algunos años me invitaron a un taller de cuento, en Monterrey. Vivía fuera de la ciudad, por lo que la ocasión me permitió reencontrarme con algunos camaradas de las letras. Fueron un par de días intensos de ejercicios de escritura y lecturas, con un intermedio por los bares de la ciudad, que se prolongó hasta la madrugada.

En el segundo y último día del taller, leímos algunos textos. Como yo tenía algo de obra publicada, me hicieron el favor de leer mi trayectoria en el periodismo y las letras, antes de pasar a la presentación de un cuento corto que forjé en horas previas.

Las lecturas se sucedían animadas. Cuando terminó un compañero, entre el público que ocupaba algunas de las sillas del lugar, medio lleno, una persona levantó la mano. Se preparaba la presentación de otro de los plumíferos convocados, pero el moderador no tuvo inconveniente en cederle la palabra al hombre que la pedía.

Se puso de pie entonces un tipo moreno y calvo, que dijo que traía unos haikus, que quería leer. Explicó que en esta ciudad no había ventanas por donde autores como él, de esa expresión tan particular de las letras, pudiera presentar su obra. 

Aunque el taller era dedicado al género de cuento, el escritor que seguía, generosamente le cedió el turno, y entonces el autor, visiblemente emocionado, pasó al frente y leyó sus poemas en el micrófono. Dada la brevedad del formato del haiku, en tres minutos presentó seis poemas, misma cantidad de veces que le aplaudimos.

Dedicó sus poemas a una gota de lluvia, un río en la tarde, un árbol abandonado, y a referencias de peces y bosques. La lectura fue rápida, pero al vate le sirvió como desahogo, y lo entendí, pues el que escribe quiere que alguien lo lea.

Se le premió con un aplauso final, y siguió la lectura de los talleristas.

La Lógica

Al cierre del taller, hubo un convivio de café, refrescos y galletas. Por ahí me estaba sirviendo un cafecito en un vaso de unicel, cuando sentí que me tocaban el hombro. Me di la vuelta y era el tipo de los haikus. Hasta que lo vi de cerca lo reconocí: era mi maestro de Lógica, del primer semestre de la Preparatoria 8. El Profe Humberto. Más de treinta años después me lo venía a encontrar, inesperadamente, en ese encuentro de literatura.

Me felicitó, al mencionarme los trabajos que leyeron cuando me presentaron. Me dijo que le gustaba que autores jóvenes se expresaran en diversos ámbitos, como novela, cuento y ensayo. Era evidente que no me reconocía como su alumno. Pero yo sí lo ubiqué perfectamente como mi profesor. 

Estaba igual que hace años: de piel morena, color tamarindo, como un hindú, tenía los ojos blancos, que hacían juego con una dentadura blanca y perfecta, que sospechaba, era postiza. Le brillaba sudorosa la calva, de escasas hebras descuidadas en la coronilla y en la nuca. 

La camisa caqui se le desfajaba por la panza de tomador, que no podía contener el cinturón que le rodeaba la pelvis, bajo la que se adivinaban unas piernas flacas, que remataba con unos botines negros, de charol. Mientras tomábamos café me di cuenta que no había cambiado nada, por lo menos en lo físico. En lo personal si noté una transformación.

Percibí a un tipo apocado y afable, muy diferente a como era en la época de la Prepa. En aquellos días, Humberto era un profesor nefasto. Un asco como mentor. En clase, cuando lo visualizaba con un demonio que buscaba dónde provocar desperfectos entre los estudiantes, suponía que había tomado la clase de Lógica porque no había otra para obtener un empleo de mentor universitario por horas.

Su entrada al salón nos provocaba una tensión muy desagradable. Sin preparar la clase, nos hacía que recitáramos el libro y, eventualmente, nos pedía que escribiéramos silogismos aristotélicos, y expresaba algunas reflexiones después de leer a Heráclito y Parménides.

Lo malo es que era irascible y estallaba por motivos absurdos. Mientras él hablaba, un compañero se agachó para sacar una libreta y lo acusó de estar desatento, por lo que lo echó del aula, echando humo por las orejas. Nosotros intercambiábamos miradas, horrorizados, pues no había motivos para tal exaltación.

En algún examen acusó de copiona a una compañera que era aplicada y que llevaba una vida de virtudes, por lo que su acusación era evidentemente falsa. No tengo esas costumbres de copiar, le dijo la chica, entregándole el examen con un gesto de enfado orgulloso. Humberto se comportaba como si buscara sabotearnos. A un compañero que fue al bote de basura a sacarle punta a un lápiz lo acusó de irrespetuoso, porque no le pidió permiso, y lo sacó del salón.

Las clases con él eran una tortura sin recompensas.

Era diferente a otros profesores, como la tícher del Taller de Lecturas Literarias, que nos hacía sentir la grata experiencia de la literatura, invitándonos a soñar con las letras, o de la maestra de Etimologías Latinas, que se esmeraba con entusiasmo por meternos en la cabeza prefijos y sufijos, así como otros terminajos que me ayudaron en el futuro. 

Hasta el profe de Mate, que tenía facha de albañil y escribía garabatos sin orden en el pizarrón, nos ponía ejemplos prácticos, como los precios del kilo de papa en el súper, o la cantidad de costales de frijol que caben en un camión, para hacernos llevadera la clase.

Recuerdo que, al finalizar el semestre, luego del examen final, Humberto nos dijo que nos aprobaría a todos. Con inusual humildad comentó que en ocasiones carecía de sabiduría para contener sus arranques de ira, pero que nos llamaba la atención por nuestro bien, para que fuéramos estudiantes honestos en los siguientes años y, mejor, ciudadanos de provecho ajenos a las trampas. Nos alivió saber que no habría reprobados, pero, de cualquier manera, por su conducta impresentable, lo pusimos, para siempre, en la nómina de los profes nefastos.

Al finalizar el semestre no volvía a saber de él, ni lo volví a ver en la preparatoria, por lo que supuse que lo habían transferido o que, de plano, había dejado la enseñanza.

Qué emocionante debe ser el trabajo de periodista, me dijo, mientras le miraba directo a sus ojos encendidos. A su boca le faltaban algunos dientes, lo que reforzó mis antiguas sospechas de la prótesis dental. Me hubiera gustado ser reportero, trabajo muy peligroso, por cierto, ¿eh? Pero yo no pude seguir mi vocación. Pienso que soy periodista frustrado. Aquí con mucha confianza le digo que cuando estaba más joven, me embaracé con mi novia, y nos tuvimos que casar y lo que pude conseguir de trabajo fue clases en preparatoria. Las disfruté mucho, ¿sabe? Es muy enriquecedor el contacto con los alumnos. Tuve siempre grupos muy dinámicos.

Yo lo miraba con curiosidad y mucho de escepticismo. Optaba por no creer las proezas que relataba al frente del aula. Daba Lógica y a veces algo de Filosofía, sabe usted. En la universidad di Psicología. En mis grupos se hacían debates muy enriquecedores, sabe, de griegos y romanos. Yo los conducía. Dividía en los extremos del salón a los alumnos entre aristotélicos y socráticos y los ponía a argumentar. Fueron años muy bellos.

Sonreía a sus patrañas. Sabía que el Profe Humberto era incapaz de animar nada, a menos de que se hubiera transformado en otro. En mi experiencia, solo nos ponía a leer textos y alguna vez, cuando entramos a lógica filosófica, nos presentó algunos problemas razonados que nos leyó de un libro. No lo veía en esa fotografía idílica que me describía, con grupos de alumnos entusiastas, que se increpaban en lides del raciocino, debatiendo con altura temáticas sobre el ser, el hacer, la ética, la moral, la vida y la muerte. Y el profe Humberto en medio, conduciendo esas sesiones que debían ser inolvidables.

Me imaginaba un salón de Oxford, en el que él conducía con sagacidad la esgrima verbal de los pupilos que algún día serían legisladores o libres pensadores. Se escuchaba falso, pero lo hacía feliz creer que le creía. Cabeceaba afirmativamente, con admiración, a sus memorias. 

Ajuste de cuentas

¿Qué le parecieron mis haikus?, me preguntó. Estaba pensando en presentarme como uno de sus alumnos, para expresarle que lo odié. Era el momento preciso para comunicarle mi resentimiento. 

Mientras le sonreía, quería decirle que había sido un cerdo como mentor, y que todos los compañeros lo recordamos con repudio. 

Le respondí que sus poemas estaban redondos y compactos, que me conmovieron, sobre todo el del árbol sin vida. Era mentira, porque no me provocaron nada esos puñados de palabras que él seguramente escribió con sentimiento. Sin darme cuenta ya pensaba sobre él con descrédito. Lo veía como un pobre diablo que necesitaba inventarse incidentes con protagonismo que lo exaltara.

Usted me dio la clase de Lógica en la Preparatoria 8, me sorprendí en la revelación. Oh, lo desbalanceé, usted es otro muchacho que eché a perder, bromeó. Cuénteme, ¿qué tal la clase?

Era el momento de degollarlo. Tenía la oportunidad de cobrar viejos agravios. A veces la vida le entrega a uno el boleto premiado para castigar a quien alguna vez lo mereció. No debía salir impune el Profe Humberto. Debía pagar por las horas amargas que nos entregó.

Su clase fue muy buena, le dije. Fuimos de esos grupos en los que confrontó la lógica de China con la de la India. Cuénteme, cuénteme, apenas recuerdo, me animó. Pues nos hacía que habláramos de álgebra y la geometría, del pensamiento occidental contra el oriental. Nos hablaba de Russel, Bloom, Descartes. Se hacían clases encendidas, le dije.

Como esa, le comenté una pila de mentiras, enalteciéndolo como prócer del aula, titán de la enseñanza. Nunca tuve un profesor tan agudo y que nos estimulara el verdadero entendimiento de la existencia, como usted. Creo que al final de nuestra charla levitaba, el buen hombre.

Se despidió efusivamente. Me dijo que le había dado un masajito a su vanidad, con ese recordatorio de sus tiempos de la preparatoria. Nos dimos un abrazo y sentí que, engañándolo vilmente, haciéndolo sentir bien con mis embustes, saldé cuentas con ese mal profesor. En mi interior lo timé, pero, al mismo tiempo le di la oportunidad de que fincara en sus memorias la imagen que tal vez nunca tuvo de él mismo, como un gran guía que iluminó el camino de jóvenes estudiantes en formación.