A lo largo de toda la vida solo he conocido a una persona que se llamara Gonzala. Le pregunté a mi amigo por qué su abuela tenía nombre tan raro y lo único que atinó a decirme es que venía de San Luis Potosí, de Rioverde, y allá no había mucha variedad en los bautizos. En el pueblo, todos se llamaban José, María, Javier, Susana, Gonzalo y Pedro. Al crío le asignaban el nombre seleccionado de la reducida baraja y si el género no correspondía, simplemente se lo ponían en sentido contrario.
Si hubiera sido varón, la abuela se habría llamado Gonzalo. Por eso había en su familia un tío que se llamaba Verónico y una prima Pedra. Mi amigo, en cambio, se llamaba Gerson, porque a su papá le gustaba el futbol y quería cortar la maldición que se imponía desde el Registro Civil.
Fueron muy extrañas las circunstancias que me llevaron a cruzar camino, una sola vez inolvidable, con la viejita potosina Gonzala. Como una historia de Dostoyevski, de esas que mezclan pobreza y asombro, el niño y la anciana convivimos para buscar la maravilla
La abuela Chalita, como le decían de cariño, me parecía una representación gráfica de la muerte, según los grabados de José Guadalupe Posada. También podría pasar como una de las indígenas que salían en las películas del Indio Fernández.
Andaba por la vida encorvada y envuelta en telas. Durante todo el día, con frío o calor, miércoles o domingo, la abuela vestía igual, con falda talar que le cubría abajo del tobillo, una blusa de manta con bordado, como si la hubieran traído del Istmo donde están las tehuanas, y un rebozo que le cubría la cabeza y le velaba las facciones. Los huaraches eran de suela vulcanizada.
Todas las mañanas, yo salía a la escuela faltando diez minutos para las ocho, y pasaba por enfrente de ella. Nunca saludaba, solo se ocupaba de echar agua en el terregal que había enfrente de la casa, para barrerlo, como si la tierra se fuera a terminar. También pasaba la escoba por la banqueta y levantaba las pequeñas anacuas que caían del árbol en la entrada de su casa. Pero por más que escrutaba su rostro, no le encontraba los ojos, pues parecía esconderlos bajo la cortina que le cubría la cabeza.
Experimentos con el juego de química Mi Alegría
Ese año se puso de moda el juego de química Mi Alegría. Mi hermano Alex y yo nos entusiasmamos, pues podíamos jugar a hacer emocionantes experimentos para entender cómo funcionan las reacciones de la materia estimulada con fuego, o con sus elementos entremezclados.
Esa navidad, papá -siempre entusiasta con los rollos progres de ciencia y cultura- nos trajo la caja mágica, que se veía más pequeña, por cierto, que la que anunciaban en la tele.
Ahora veo la presentación del equipo con una ilustración aspiracional: mostraba a un niño moreno, como un mexicano promedio, con cabello corto y bien arreglado, camisa blanca, límpida, y corbata negra. Se veía como el más aplicado del grupo. Con absoluta concentración, hacía un procedimiento de decantación. Los papás podían suponer que, a través del juego, sus hijos podrían convertirse en hombres de ciencia, doctos, exitosos.
De cualquier manera, encontré ahí tesoros impresionantes, como una seguidilla de tubos de ensayo con diferentes materiales que se llamaban reactivos. Había además pipetas, tapones de corcho, matraces Erlenmeyer y Schlenk, pinzas y un mechero que funcionaba con alcohol.
El instructivo era un cuadernillo que nos sugería reacciones, para entender la condensación del agua y las combustiones de diferentes tipos.

Llamados por la novedad, en alguna de esas tardes se reunieron los amigos del barrio en el porche de casa. Hicimos rueda en torno a uno de los matraces al que le echamos vinagre para calentarlo con el mechero…
La más sorprendente reacción que conseguimos fue un chisguete de líquido que emergió de manera natural por la ebullición. O sea, nada espectacular, pero la reacción nos asombró. Ya estaba pasando algo con el juego de Mi Alegría.
La publicidad de la TV decía que, mezclando los reactivos adecuados, podías simular un volcán en casa con una explosión de azufre, pero ese modelo era el de caja grande y nosotros teníamos el juego austero.
Pero no nos desanimamos y buscamos hacer el experimento mayor que indicaba el cuadernillo: un complejo pastel que se mostraba con todo y betún, y al que hasta le podías poner velas. La ilustración era de una enorme torta de pisos, que engullían con refresco sus orgullosos creadores, niños pecosos y sonrosados, con perfecto traje de pantalón corto, como si fueran alemanes. Así podíamos vernos si triunfaba nuestra creación de pastelería.

Durante una tarde estudiamos la fórmula, que implicaba harina, huevo, sal, leche, y levadura que venía incluida. Encontramos entre las sustancias que incluía el set un sobrecito de saborizante de limón, verde, indispensable para la receta.
Teníamos todos los ingredientes a la mano. Pero necesitábamos un horno, y el de la estufa de la casa no funcionaba. Mamá no pudo hacer tamales esa navidad, porque falló la esprea grande que pone la temperatura a 400 grados.
Mientras estábamos pensando cómo resolver nuestro problema de calor, sentados en la banqueta, se nos aproximó Gerson, que se enteró pronto del contratiempo y nos propuso una idea salvadora.
Su casa estaba a dos de la mía, por la misma acera. Su familia venía del rancho sanluisino y en el patio tenían gallinas. No estaban en jaulas, así que cuando íbamos a jugar al trompo y a las canicas, teníamos que espantar a los pajarracos molestos que dejaban regueros de plumas. Hasta el fondo del patio había un cuarto que carecía de iluminación. Era la habitación de la abuela Gonzala, que llevaba prácticamente una vida independiente.
Mi amigo nos explicó que, como ella preparaba sus propios alimentos, tenía una hornilla que funcionaba con leña. Ahí podíamos cocinar el proyecto. Sin decir más, se levantó y se metió a su casa por el pasillo lateral. A los cinco minutos regresó y desde allá nos llamó. Rápidamente cargamos con los ingredientes en bolsitas y nos trasladamos a la habitación de la abuela, que esperaba en la puerta, al fondo del patio.
Como en un mal sueño, al pasar a su lado, finalmente pude verle los ojos. Parecían hechos de luz, iluminados tal vez por curiosidad. Era morena, de piel tostada por soles de siglos, y le noté arrugas profundas en las mejillas. Aunque era de mi estatura, no pude verle el rostro completo.
El cuarto era sobrecogedor y sofocante. El piso de tierra húmeda estaba chipotudo. En un rincón había una cama cubierta con una colcha de lana. Un hueco, donde debía ir una ventana, estaba cerrado con una puerta hecha de tablones. Hasta el fondo estaba la estufa de hierro. A su lado, un árbol grueso emergía del piso, adentro de la pequeña habitación, y salía por una esquina del techo de lámina tan bajo que podía alcanzar con los dedos. La casa, con todo y ese enorme tronco, era una maravilla de ingeniería y arquitectura. Esperaba que no se le metiera el agua en días de lluvia y que las hormigas no hicieran camino por su corteza, porque podrían brincar a la cama.
El pastel de las maravillas
La abuela encendió una lámpara de petróleo, que colgó de una viga que sostenía las láminas. Ya tenía la estufa encendida. Removió un leño, introducido por un lado. Supusimos que era su señal para decirnos que el mechero estaba dispuesto.
Gerson hizo la pregunta crucial. ¿Y el molde? Los pasteles requieren un recipiente que les da la forma cilíndrica tradicional. Y si se quiere hacer de pisos, se requieren varios, de diferentes tamaños.
Alex, que nunca se dejó derrotar por las carencias, propuso hacer el pastel de un solo piso. Lo importante era que el pan se cociera, que tuviera sabor y que demostráramos que la ciencia podría triunfar ante cualquier contratiempo. Hasta ese momento sorteábamos con buenas argucias las zancadillas que nos había intentado poner el día y nada nos detendría para alcanzar el objetivo.
La abuela ya empuñaba un sartén de mediano tamaño, de peltre, que parecía ideal para el propósito. Se había integrado a la aventura y servía como buena ayudante de los jóvenes científicos. Sigilosa y eficiente, hacía buen trabajo asistencial en esos momentos críticos. Tal vez, en su juventud, en el rancho, había sido alquimista y huyó de la Santa Inquisición, refugiándose en Monterrey.
Gerson sostuvo el recipiente, mientras yo leía las instrucciones a la luz de la lámpara y mi hermano vaciaba el contenido preciso, con porciones de agua, leche, harina, azúcar, sal y lo demás. Con una cucharita que nos facilitó nuestra ayudante, revolvimos la mezcla y la dejamos asentarse cinco minutos, tiempo en el que revisamos el procedimiento de cocción.

Cumplido el plazo, colocamos el molde en el fuego y comenzó la acción. La instrucción precisaba sobre la temperatura de la flama que, por razones comprensibles, no pudimos controlar. La pasta comenzó a cambiar de color y se puso entre cremita y cafesoso. El experimento lucía cada vez más interesante. A los dos minutos, mientras se formaban burbujitas en la superficie del batido, espolvoreamos el saborizante verde, que le daría dulzura y color al pastel.
Hubo una reacción inesperada con el polvito. La mezcla se contrajo, al principio lentamente, pero después se despegó con velocidad de los bordes del peltre, y se compactó en el centro de la sartén.
Gerson estaba con gesto de asombro, boquiabierto, como si no consiguiera entender lo que pasaba…
Alex parecía preocupado, quizás enfadado, porque el experimento estaba en riesgo…
Yo no sé cómo me he de haber visto, pero desvié la mirada hacia la abuela, que mostraba una expresión de sorpresa…
En las cuencas, la abuela Chalita tenía un par de zafiros, que echaban chispas de emoción. Supuse que en sus días no pasaban muchas novedades, así que este exabrupto, que llegaran chicos a hacer experimentos en su cocina con un sofisticado equipo de química, la estaba poniendo de buenas. Eso creí, por lo menos.
Hubo un olor a quemado, lo que indicó a Alex que era momento de retirar de la llama el pastel, y salimos todos al patio a ver el resultado.
La abuela, siempre seria, largó un extraño gemido, como un alarido agónico, o un maullido de gato lastimado. Se le recorrió un poco el reboso y por vez primera pude ver las facciones que estaban contraídas, en un rictus que batallé en descifrar. Entendí que se estaba riendo, lo que hacía que se le pronunciaran más los pliegues de su cara apergaminada.
El pastel había quedado reducido a una pequeña plasta de un material que alguna vez fue blanco, y lechoso, y que ya era como una charamusca quemada, con un copetillo verde por el saborizante. Estábamos en presencia de un adefesio culinario.
El experimento había resultado una desgracia: lo sabíamos todos. Pero no podíamos dejar de carcajearnos viendo en lo que había quedado la torta ensoñada.
Debíamos estar tristes, era una obligación mostrarnos afligidos por la falla monumental, pero no podíamos dejar de reír.
Medio ahogado por la hilaridad, Gerson abrió el instructivo, mostrándonos la imagen de los niños que se comían el pastelito ideal, para echarnos en cara lo que habíamos imaginado.
Doña Chalita, divertida, fue la que se atrevió a probar nuestra creación. De un pellizco cogió una porción que se echó a la boca desdentada. La escupió con gesto de desagrado. Igual probamos el manjar y nos dimos cuenta de que sabía a rayos.
Con la cuchara despegamos nuestro pastel y lo tiramos al paso de las gallinas, que ni siquiera quisieron darle un picotazo de lástima.
Fue el experimento de química más atrevido que ensayamos en la niñez.
Lo mejor que quedó de la experiencia fue que desde entonces la abuela me saludó a diario, cuando pasaba a la escuela o cuando iba a la casa de mi amigo a jugar. Y regresamos al trompo y a las canicas, y nunca más a intentar repostería con recursos de ciencia recreativa.
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