Nunca supe que le decían «La hormiga» ni tampoco supe que se llamaba Juan Carlos. Sólo sé que comenzó a saludarme cuando me veía pasear a Twitter. Primero cruzamos miradas por encima del cubrebocas, después, levantó las cejas y correspondí. A mí me histerizaba que se pusiera ‘el cubre’ de papel en la barbilla mientras yo utilizaba un KN95 aunque no nos acercáramos; a pesar de eso, comenzamos a sonreírnos a la distancia. Después levantábamos la mano. Un día rompió el silencio a gritos: ¿Cómo se llama el perrito? Es perrita, se llama Twitter. ¿Tuirer como el Tuirer? Sí, Twitter como el Twitter. Adiós, Tuirer. Hasta ahí la gritorsación.
El tiempo de shorts y Crocs se fue envuelto en nubes de melancolía y comenzaron las lluvias.Twitter, de impecable rompevientos, salía a su paseo, a mí medio me cubría un paraguas mínimo. Él saludaba, y detrás del barandal se daba permiso de tener confianza mientras tiraba la colilla de otro cigarro más: ¡Loca, está lloviendo! ¿Qué quieres que haga? ¡Es la patrona! ¡La patrona, ja ja ja ja! Me gustó conocer su risa y escuchar el eco de la misma en el pasillo de su casa.
Otra noche, mientras Twitter y yo íbamos por las bodegas, un coche nos pitó. Rectifiqué los pasos, pensando que íbamos por la calle y no por la banqueta y busqué la mirada del conductor para disculparme: era él, sonriente y quejica: «Muy anchas, ‘tan muy anchas ustedes».
Las tragedias unen y el día de la balacera platicamos sobre el suceso. ¿Pos ‘onde mero vives? Ahí, enfrentito de donde mataron al chamaco. Esa fue nuestra conversación más larga, con los pormenores y chismes del acontecimiento. Esa noche puse atención a su rostro, el cabello cano, las arrugas y lo ajado de sus manos.
Twitter murió y cesaron las caminatas. Una noche que volvía de clases él estaba lavando su coche y detuve el mío. Me sentí en la necesidad de comunicárselo. ¡Ah, qué caray, por eso ya no te había visto! Del coche sacó una bolsa de malvaviscos a la que le quedaban unos cuantos que compartió conmigo. Aunque no me gustan, fui incapaz de rechazarlo. Entendí que fue un detalle de su parte.
El miércoles de la semana pasada me lo encontré en el Super 7. Nos cruzamos en la puerta. Sonreímos sin cubrebocas. Creo -o me quiero inventar- que hasta chocamos los puños.
Ayer hacía fila en Soriana y alguien tocó mi hombro. «Oiga, lo siento mucho, supe que se murió Juan Carlos, «La hormiga». Levanté las cejas, desconcertada, el hombre siguió su discurso «Sí, su amigo, el de la esquina azul, el del carro viejo, el que platicaba con usted».
No hay alguien en su casa. No supe dónde lo velaron. Me hubiera gustado ir a despedirme de él. Decirle Juan Carlos, decirle “Hormiga”, bajito.
Creo que esta vez necesito una bolsa de malvaviscos.
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