Me gusta leer la historia, en particular los relatos de las batallas épicas. Me conmovió el episodio de las Termopilas, la de los 300 espartanos contra miles de persas; en la Conquista de México, vibro al recordar al valeroso Cuaupopoca, al servicio de Moctezuma, que puso de rodillas al ejército español en el asalto al puesto de vigilancia de los invasores en la villa rica de la Vera Cruz; me fascina el ajedrez entre franceses y prusianos en la Batalla de Waterloo, que significó la mayor derrota de Napoleón Bonaparte.

Si yo fuera un estratega militar, o alguien importante, la historia también me recordaría por una gran batalla, no porque fuera la más importante de Monterrey, pero sí, seguramente, la más bizarra y extraña que se haya escenificado en estas tierras. Pudiera haber una placa con letras doradas que mencionara mi nombre, y una explicación con detalles de la epopeya grotesca que estelaricé.

Los libros de historia podrían mencionar, también, aquel desafío que pudo haber ocurrido, por trastornado, en alguna región venusina, pues, estoy seguro, en el almanaque universal de las confrontaciones bélicas, no tiene paralelo.

Reto a cualquier cronista de guerras y conflagraciones, a que hurgue en algún empolvado libro de los estantes de Asurbanipal, en los papiros que se guardan en la biblioteca de Alejandría, o en los Archivos de Pérgamo, para que verifique si existió una lucha como la que sostuve hace décadas, en mi dorada juventud, y que bien puede ser llamada la batalla infernal en el taller de costura.

El impresor y el costurero

El tiempo desdibuja las memorias, por lo que tengo que hacer un esfuerzo para evocar aquellos días que precedieron al choque de atlantes, esa legendaria riña que tuvo como teatro el taller del Profesor Meléndez, en la colonia Jardín Español, de Monterrey, y que llevó como personajes únicos a José el impresor, y a mí, amo y señor de la máquina industrial de costura.

Eran tiempos tumultuosos de mediados de los ochenta. Trabajábamos en ese taller, ubicado en la parte trasera de la casa del Profesor. El cuarto que alguna vez había sido una recámara, fue acondicionado como espacio de trabajo, y tenía en la parte trasera un baño. El sanitario, a su vez, se comunicaba con un traspatio techado que servía como bodega. A veces los fumadores se tomaban un descanso ahí mientras degustaban de algún tabaco.

Además de nosotros, había otros dos trabajadores, muchachos por igual, que hacían la chamba realmente llevadera, pues había un gran espíritu de colaboración y entendimiento. Ellos imprimían y yo me concentraba en hacer mis diseños en la enorme máquina alemana Brother, con motor poderoso de 90 vatios, en la que confeccionaba portafolios y maletines, que cosía con delicada precisión.

La camaradería nos permitía juguetear de manera permanente en horas hábiles. Pero la mayor diversión que teníamos era la de la hora de acudir al baño.

No sé quién empezó con la idea, pero de inmediato se instaló como una genialidad: aquel que decidía ocupar el excusado era sometido a un asedio que le impedía obrar con libertad. Era prácticamente imposible hacer del cuerpo ante la mirada de los compañeros que, de menos, nos asomábamos por la ventana para irrumpir en ese momento que debía ser de absoluta intimidad y de calma necesaria.

Cuando uno tomaba asiento, de inmediato era acosado por mirones que se asomaban por el respiradero, que estaba exactamente enfrente y arriba del inerme usuario. O, lo que era peor, con una ganzúa hecha con un clip, se podía violar el sencillo candado de la perilla e irrumpir en la estancia para llenar de burlas a quien se hallaba colocado en el solio de cerámica, esforzado en tan delicada empresa.

Lo mejor, para el que sentía ganas de hacer del dos, era escabullirse, sin ser detectado, para obrar mientras los demás estaban atareados. Al terminar sin interrupciones, el escurridizo emergía dando gritos de triunfo, pues había hecho la faena sin tropiezos, y los demás hacíamos gestos de fastidio, pues nos habíamos perdido una buena ocasión para incordiar al compañero.

Alguna vez alguien intentó tapar con periódico la ventana, pero fue inútil. A mitad del trámite corporal, la barrera fue rasgada y el que pretendía discreción fue igualmente expuesto. Una vez, un compañero hizo como que se escabullía sin ser detectado y cerró suavemente la puerta del privado. Los demás notamos la acción, pero fingimos indiferencia. Cuando se encerró, sigilosamente fuimos a la bodega, y de pronto y entre risas nos asomamos por la ventana. Los sorprendimos en el preciso momento en que efectuaba la labor de aseo posterior a la obra, con el papel usado en la mano. El pobre fue pillado cuando se encontraba en una posición de noventa grados y con la parte trasera de su anatomía expuesta hacia la ventana. Fue una de las mejores tardes.

Combate en el infierno

Un sábado que fuimos a trabajar únicamente José y yo, se desató el infierno. El Profesor Meléndez y su familia habían salido, así que estábamos solos. Los demonios que resguarda Cancerbero en la puerta del averno, no pudieron haber imaginado una lucha más cruenta que la que ahí se escenificó. Esa tarde, el baño del taller se convirtió en la caldera donde Satanás se daba sus abluciones de azufre, mientras disponía caprichosamente de los tormentos de la humanidad.

A media mañana a José le dieron ganas de ir al retrete. Sabiendo el asedio que le esperaba, se encerró con su cajetilla de Marlboro rojos, pero dispuso primero una pesada tabla que encajó en el marco de la ventana. Cuando comenzó su tarea corporal, y con los primeros suspiros de esfuerzo, intenté hostilizarlo de la manera habitual, pero fue imposible el ataque por ese flanco, que tenía una barricada. Se carcajeó, de mi impotencia. Escuché cómo encendía un cigarro y comenzaba a fumar apaciblemente, mientras hacía una placentera descarga, que no me podía permitir perderme.

Luego intenté abrir la puerta con la ganzúa, pero, precavido que era, José le había puesto plastilina a la cerradura, por lo que el esfuerzo resultó inicialmente infructuoso. Se rebelaba como un genio en el campo de batalla. Pero no sabía que yo jamás me doy por vencido. Con un palillo de dientes, retiré la sustancia que había retacado en la rendija, y entonces sí, procedí a maniobrar con un clip en la puerta y, voilá, la abrí.

Entre risas de triunfo ingresé al baño, pero solo para encontrar una sorpresa mayúscula, que me dejó congelado. José tenía preparada una férrea estrategia de defensa, pues no permitiría que lo atacara sin oposición. Se dispuso a ofertar cara su honra con una decidida contraofensiva.

Yo estaba a un metro de distancia, más o menos, y él se hallaba sentado en el servicio, con los pantalones en los tobillos. Pero lejos de mostrar vulnerabilidad, sacó fiereza. Colocó un cerillo en la caja, con el fósforo sobre la cinta áspera y, de un garnuchazo, me lo disparó en la cara. Sorprendido retrocedí y trastabillé, tiempo que mi compañero tuvo para coger otro fósforo, colocarlo en posición y disparármelo. Maldito. Me dio en un brazo.

Sobreponiéndome al estupor, vi que cogía otro cerillo, pero no lo dejé cargar su arma. Con decisión y arrojo, me abalancé sobre él y lo sujeté de los brazos, para impedir que continuara haciendo estragos en mi ataque. Él, sin poder levantarse, mascullaba maldiciones revolviéndose con fiereza. Se liberó, tirándome manotazos. El sitio era estrecho, pero yo le coloqué un par de golpes en los hombros. Como tenía la parte trasera de su anatomía bien fija, succionado en el óvalo donde se sentó, estaba realmente firme en su posición, anclado e irreductible. Era necesario que lo desestabilizara.

Retrocedí un poco y cargué con fuerza, pero siguió sentado. Los pantalones en los tobillos hacían que sus tenis se afianzaran con vigor en los mosaicos. No pude moverlo. Estaba seguro que había un óbolo que había emergido del esfínter, y que se encontraba suspendido a medio camino, sin haberse desprendido de su origen, antes de caer en su sereno destino en el fondo de la taza.

La atmósfera se había envenenado con efluvios ponzoñosos, que emergían directamente del paquete intestinal de mi rival, que había desayunado tacos de frijoles con chorizo, mezclados con café y varios cigarros que se había echado en la mañana. El coctel era explosivo.

Las contracciones ventrales, provocadas por el esfuerzo de la atroz contienda, hacían que la barriga de José tronara ocasionalmente, lanzando nubes de metano con una pestilencia que haría carcajearse de júbilo al mismo Belcebú. Pero mi coraje se impuso a la náusea. Encerrados en esa pelea a muerte, hubiera a travesado cualquier estanque lleno de detritus para obtener la victoria.

La fuerza que José empleaba para presionar los intestinos, hacía que sus brazos redoblaran la firmeza. Ocurría en él un efecto metafísico, como si las excrecencias que emergían de su cuerpo se anclaran, bajo él, en las paredes de la taza, en el hueco del resumidero, y hacían que se afianzara, en su sedestación, con una energía sobrenatural, cósmica, imbatible.

De pronto nos vimos sujetándonos mutuamente el cuello, él sentado, yo de pie, buscando desesperadamente someternos, hasta que nos cansamos al mismo tiempo. Sin ponernos de acuerdo nos soltamos, y me retiré para dejar a José terminar su necesaria encomienda fisiológica.

Emergió del baño exhausto, igual que yo, que me encontraba sentado en un banco, recuperando el aliento.

Esa noche fuimos al bar COD, que está a un costado de la Plaza de Guadalupe. Toda la velada nos la pasamos carcajeándonos por la pelea espontánea, y concluimos en que nuestro combate no tenía contraste en los registros de las grandes guerras de la humanidad.

Reto a cualquier historiador a que demuestra lo contrario.