De las cien mil palabras que tiene el español hay una que no utilizo jamás. La repudio tanto, que ni siquiera puedo mencionarla aquí.
Cos*s, ce o ese a ese.
La garganta se me cierra, escaldada, tan solo de pensar en las letras juntas formando la palabreja, convertida en una prótesis conceptual que hace que cojee cualquier diálogo, una oración, un texto.
A lo largo de los años he escrito más de una decena de libros, miles de notas informativas, e incontables textos en redes sociales, y jamás la he utilizado. Por ahí están los testimonios gráficos que no me desmienten. Si acaso, la suscribo como una cita textual, para apegarme a los dichos de algún entrevistado, aunque al hacerlo siento algunas arcadas de vómito mental.
Desde hace muchos años, erradiqué ese conjunto de símbolos que me parece una maldición del lenguaje, pues, como palabra, ha sido maltratada de maneras inimaginables, rebajada a un uso generalizado de indefinición inaceptable.
El que no quiere pensar en un concepto preciso, recurre a ella, mangoneándola como un comodín de la lengua que puede significar lo que sea.
Podría reconocer que sirve como sinónimo de objeto. Puede alguien decir: Traje mis cos*s, para no dejarlas en casa. O también puede explicar: La bodega está llena de co*as, que no sé dónde ponerlas. Pasa la palabreja como un sustituto para denominar cuerpos materiales de naturaleza diversa.
Sin embargo, es también, por usos (deplorables) y (malas) costumbres, repositorio de todo lo que no se quiere denominar con propiedad.
Siento que me sale humo por las orejas cuando, en los dramas que vemos en TV y cine, él dice, con acento compungido:
Es que hay tantas c*sas que quisiera decirte, y no puedo.
O, cuando la pareja ha tronado, y viene la separación inminente, ella, llorando explica:
Fueron muchas cos*s las que me mueven a odiarte.
Pienso en los guionistas, si no pudieron encontrar otra palabra para definir los sentimientos de sus afligidos protagonistas.
En inglés también lo dicen. Aunque lo entiendo, no suena tan brutal que la muchacha bonita exprese:
There are so many things I’´d like to tell you, but I can’´t. Sorry (Hay tantas cos*s que quisiera decirte, pero no puedo. Lo siento). Things, para mí, en el idioma de Shakespeare, está generalmente mal empleada como palabra, pero no me resulta tan repulsiva.
En cambio, en español me remite a una grosera cacofonía, porque mueve a la pereza intelectual, a la dejadez de la lengua.
Viendo las telenovelas, pregunto por qué el tipo, en plan romántico, no dice mejor:
Entre tú y yo hay tantos sentimientos comunes, que hacen que sienta amor por ti. O que ella diga: Te he visto realizar tantas acciones bondadosas que me hacen sentir simpatía por ti.
¿Qué tan difícil es, entonces, eludir la aborrecible palabra?
Pereza de lenguaje
Hace décadas, cuando era reportero de espectáculos, en una ocasión mi compañero y jefe Marcos, experto en el tema, entrevistó a Facundo Cabral, que se presentó en Monterrey. Él era el editor e hizo su nota y la esquemó. La cabeceó con una cita textual: Lo mío es otra c*sa: Facundo Cabral.
Antes de que pasara la nota a los capturadores, y que el esquema se fuera a formación, lo reñí, extralimitándome. Le expliqué sobre la indefinición del concepto. En mi argumentación, le dije que Cabral, tan ducho en el manejo del discurso, la semántica y las eufonías, no podía rebajarse a utilizar ese término tan abaratado para describir su música, el arte que llevaba por los escenarios.
Él como editor no debía arrastrar el lenguaje, como la mayoría, incluido el trovador argentino, que había utilizado sobadísima palabra.
Por supuesto que me mandó a freír espárragos (su expresión favorita de rechazo), y al día siguiente vi la nota con una cabeceada horrible.
Su desdén no redujo mi lucha contra esa cuchufleta convertida en concepto.
Desde muy chaval, cuando empezaba a interesarme en la lectura supe que el lenguaje español, tan rico en expresiones y lleno de sinónimos, metáforas, figuras retóricas, al alcance de cualquier boca, lápiz o teclado, tenía una palabra que podía emponzoñar todo.
Supe desde niño que tenía que apartarme de esa unidad del lenguaje que se usaba para señalar aquello a lo que no se conoce, que no se quiere decir o que, por simple haraganería mental, no es precisado con la respectiva palabra que lo represente en el léxico.
Estaba de moda la canción que dice: c*sas por las que uno llora, c*sas, esas que uno añora, todas las cos*s que hablan de amor.
De niño me exasperaba. Creo que inconscientemente, cuando comía papilla, escuchaba la voz gangosa de Oscar Madrigal como un ripio insoportable, porque repetía una y otra vez la palabra que ya odiaba.
Una vez tuve una amarga discusión callejera por el término ese. Resulta que acomodé mi coche antes que otro tipo en el estacionamiento público. Airado se me aproximó y me dijo: Está bien, llegaste primero, pero así no son las co*as.
Aunque apreté los dientes, creo que me reí, porque pensé que el afrentado ni siquiera podía reclamarme con propiedad. Me preguntó, engallado, de qué me reía. Me pude haber referido al rechazo a la palabra que había usado en su disgusto, pero seguramente no me entendería, así que le dije que me reía porque no valía la pena tanto laberinto, habiendo otros lugares disponibles, como ocurría en ese momento.
Él entendió y se fue repitiéndome: Estas c*sas no se manejan así.

Mis héroes y sus c*sas
Enfrento un problema mayor porque todos mis héroes que han utilizado el español con maestría -los que me enseñaron a leer y escribir- son insensibles a mis reclamos y utilizan ese conjunto de letras enchiqueradas.
Mi disco favorito es Mediterráneo, de Serrat y una de sus canciones sublimes es Aquellas pequeñas co*as.
Nadie lo sabe pero cuando la canto, finjo que me da tos, al llegar a la palabreja y disimuladamente, la evito.
En su poema Las C*sas, Jorge Luis Borges la utiliza más o menos con precisión, porque enumera objetos.
Pero en Funes, el memorioso, uno de sus cuentos más bellos, dice, sin rubores: Prefiero resumir con veracidad las muchas cos*s que me dijo Ireneo.
Mario Vargas Llosa, mi guía, también se resbala. En La Ciudad y los perros, Alberto El Poeta se dirige a su madre: Él juró que la quería sobre todas las *osas y ella lo llamó cínico. Julio Cortázar, en Rayuela, me da una patada en la entrepierna: Yo aprovechaba para pensar en $%#”/& inútiles.
En la Posición Existencial, de Yo estoy Bien-Tú Estás Bien, que propone Franklin Ernst, si me coloco en el punto de Yo estoy mal – Tú estás mal, nada vale la pena, me enfilo a la locura, porque ni el mundo ni yo nos ponemos de acuerdo.
Entonces, que declare mi yihad contra la palabreja es un despropósito porque, con mucha pena, he confiado mi postura a conocidos que me reprochan, pues creen que mi inconformidad es purismo en el lenguaje cuando, en realidad, simplemente me refiero a una designación correcta de los términos, para que podamos referirnos con precisión sobre lo que queremos.
Pero creo que mi cruzada es inútil. Me toparé en hueso cada vez que exprese la rabia que me provoca que la gente ande por ahí diciendo tan campante *osas, c*osas, co*as, cos*s, cos*, sin saber que se condenan a pestes bubónicas de la oratoria, a plagas egipcias de la verborrea. Desconocen que profieren palabras de pestilencia discursiva, como si estuvieran enfermos de los sustantivos que les salen del esófago acompañados de un mal aliento.
Allá ellos, allá ustedes.
Ya me enfadé.
Mejor me voy, porque todavía tengo que escribir otras cosas.
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