Los momentos más entrañables en concierto los he vivido con Joan Manuel Serrat, especialmente con los discos de Miguel Hernández.
Todos recordamos un gran concierto. No es necesario ser un melómano para recordar ese toquín que se nos quedó para siempre, porque anhelábamos ver a ese cantante o agrupación, o simplemente porque la velada fue espectacular, rica en música y en anécdotas.
He acudido a decenas de shows y puedo identificar cuáles son simplemente buenos y cuáles, sobresalientes. Puedo afirmar que nunca he ido a uno que sea decididamente malo.
Y tengo bien encapsulados en mi memoria los momentos decisivos que se me quedaron para siempre, en algún concierto extraordinario.
Soy fan de Joan Manuel Serrat desde la niñez y me casé para siempre con sus canciones. He desechado modas y cantantes, que han pasado deslumbrándome en alguna temporada, pero al catalán lo llevo como un dije relicario de esos que se cuelgan a la altura del pecho.
En cada una de sus ocho presentaciones a las que he asistido, mi corazón se inunda de dicha.
Conozco ya el repertorio de Joan Manuel. Más o menos repite las mismas canciones, y ya hasta anticipo sus bromas en escena.
De cualquier manera, encuentro siempre frescura y ensoñación en su voz temblorosa. Tengo muy claro cuál de sus presentaciones más he disfrutado. Ocurrió el 11 de febrero del 2011 en el Auditorio Banamex, de Monterrey.
Joan Manuel Serrat canta a Miguel Hernández
El español presentaba el disco Hijo de la Luz y de la Sombra, con poemas de Miguel Hernández. Era como una segunda parte del primer LP titulado precisamente Miguel Hernández, con poemas del escritor alicantino, que lanzó en 1972.
Para mi gran sorpresa, Serrat dedicó la mayor parte del espectáculo a interpretar las melodías de los dos discos. No podía creerlo. Si acaso, del primero, le había escuchado en conciertos previos Para la Libertad, que es optimista y rítmica, con arreglos de rock. Está en sus antologías. Pero las demás no son tan conocidas, ni celebradas, porque el discurso de Hernández es francamente de desdicha. El vate es virtuoso con las rimas. pero su tono invita a la depresión.

Que esa noche entonara las 23 composiciones de los dos discos, parecía una locura divina. Sentía que Serrat estaba cantando para mí, en un concierto íntimo dentro del auditorio vacío, en el que era yo el único espectador.
Elegía es una canción entrañable de Serrat
Aquella noche del 2011 en Monterrey, el momento inolvidable llegó cuando pronunció las palabras dolientes del tema Elegía:
“En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé, a quien tanto quería…”
Elegía, Hernández-Serrat
Hace muchos años, en mis tiempos de la preparatoria, cuando compré el disco, esa melodía me atropelló. Me pasó con esta canción, lo mismo que a todos en algún momento de nuestras vidas. Nuestra canción favorita es tan, pero tan grata, que se nos mete hasta los leucocitos de la sangre y ya no se va. Y cada vez que la escuchamos, se activa una memoria genética que, al escucharla, nos hace vivir, una y otra vez, ese placer dérmico, táctil, sensorial.
En Elegía, Hernández, interpretado por Serrat, le canta a un amigo que ha fallecido, pero lo dice de una forma tan poética que parece que la desgracia lo ha llevado a un punto en el que se refocila por ese dolor insoportable:
“…Quiero escarbar la tierra con los dientes, quiero apartar la tierra parte a parte, a dentelladas secas y calientes, quiero minar la tierra hasta encontrarte y besarte la noble calavera y desamordazarte y regresarte”.
La canción dura unos seis minutos. Ese lapso brevísimo del concierto me hizo experimentar una dicha cósmica. Me sentí favorecido por dioses planetarios, que me permitieron levitar durante los acordes del piano fúnebre y los violines trágicos, que remiten a la desgracia más profunda.

Morricone, Yes y otros grandes conciertos
No olvido jamás esa pequeña fracción de existencia en la que me fue permitido un goce musical irrepetible, porque, en voz de Serrat, comprobé la unión magnética que durante décadas he mantenido con esa joya.
Por supuesto que he tenido otros momentos sublimes en conciertos. Evoco aquella vez, en 1995, cuando vi en el Sea World, de San Antonio, al grupo Yes cantando la de Roundabout. Magia total, cuando Jon Anderson y el grupo hacen los coros en el desenlace de la rola. O cuando se me hizo ver, en el 2008, al maestro Ennio Morricone en la Arena Monterrey, en el momento mismo que interpretó los misteriosos acordes del tema El Clan Siciliano, con cellos y un pesado bajo, acompañado de la Orquesta Roma Sinfonietta.
Pero ningún espectáculo ha tenido contraste con aquel recorrido nocturno que hice con Joan Manuel, en el que experimenté, cabalmente, la dulce vorágine emocional que ocurre con la simbiosis total entre la canción y el escucha. Viví la sensibilidad del autor, sintonizada con los órganos extrasensoriales de quienes pueden captar sus intenciones.
Tuve la ilusión de que, durante seis minutos, me hermané con Serrat.
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