Hubo un tiempo en que mi madre tenía una lavadora que exprimía con rodillos. Las secadoras eran un dispositivo suntuoso al que no podía acceder.
Recuerdo que, de niño, me tiraba sobre la ropa sucia, a un lado del enorme armatoste, y la veía cómo pacientemente echaba la ropa en la tina, y me arrollaba con el ronroneo del motor que accionaba las aspas.
Luego de la enjuagada, pasaba cada una de las prendas por los rodillos, y se las colocaba en el hombro, para proceder a tenderlas.
Y así era cuatro días a la semana. Y cuando llovía, de cualquier manera, hacía la lavada e improvisaba tendederos en la sala, en la cocina y los cuartos. La friega de las tareas domésticas era bastante dura.
En una de esas mañanas, luego de dejar a mis infantas a la escuela, desayunaba con Yeni y le mencionaba, en tono de queja, que lo que hacemos ahora es, con sus variantes, lo que hacía mi mamá cuando yo era peque.
Ejecutando eso que llamamos quehacer, se nos van minutos y horas preciosas del día, esmerándonos en impedir que nuestro habitáculo se salga de control. Y es lo que ocurre en las casas de todos, en todo el país y en todo el mundo.
¿De esto se trata la vida, de emplear el tiempo en el trabajo doméstico, para mantener el hogar en orden y salir a pasear, si se puede, sábado y domingo? Yeni, que sabe de Sociología, me miró con paciencia y hasta me hizo sentir incómodo. Lo que hacemos a diario en casa, levantar papelitos del suelo, freír huevos y acomodar los libros en los estantes, se llama reproducción social doméstica y sin ella la vida sería un caos, me iluminó.

Mamá hacía todo
Todos esos trabajitos que parecen insignificantes y que son francamente engorrosos, tienen una función fundamental dentro de la sociedad. Por eso es tan relevante darles a las tareas domésticas el reconocimiento que merecen y que los hombres también hagamos lo que nos corresponde en la familia.
No nos damos cuenta, pero la reproducción social doméstica ocurría en la casa donde crecimos. Desde niños, viendo a mamá ayudarnos para salir a la escuela, o cuando estaba al pendiente del arroz en la estufa o tendía la ropa, atestiguábamos un fenómeno que nos ha servido para crecer. Primero se cumple con esas obligaciones, como un cimiento cotidiano, para luego hacer otras actividades recreativas, lúdicas, de descanso.
A todos nos pasó. A diario, mi mamá cumplía con rituales necesarios para que la casa se mantuviera en funcionamiento: barría, trapeaba, lavaba platos, tendía las camas.
En mi caso, ahora que tengo mi familia, la rutina se repite una y otra y otra vez, en un ciclo de tareas domésticas sin fin. Algunas veces, cuando veo mis calcetines tirados en la sala, me desespero, pues siento que pierdo valiosa energía recomponiendo mi desorden.
Esas rutinas fastidiosas forman parte de un conjunto de procesos que, de manera imperceptible, contribuyen a mantener equilibrada la economía, la cultura y hasta la demografía. Con esas pequeñas acciones, muchas de ellas imperceptibles y nada espectaculares, se hace sociedad.
En mi caso, crecí como un inútil. Mi santa madre -que siempre fue paciente y hacendosa- toleraba que mis hermanos y yo dejáramos el plato en la mesa y jamás, en mi etapa de niño o adolescente, llevé una cucharita al fregadero y mucho menos la lavé.
Ella se encargaba de recoger el tiradero que dejábamos en la recámara. Teníamos un muladar en el cuarto y así se quedaba cuando nos íbamos a la escuela, pero, al regresar, la casa estaba mágicamente limpia y alzada.
Mamá no lo sospechaba, pero con ese sentido del orden contribuyó a que nosotros tuviéramos tiempo para jugar y un espacio agradable para hacer nuestras tareas. Haciendo el trabajo rudo, nos proporcionaba tranquilidad para estar en casa a gusto.
Y ese hecho, ir a la escuela, también ha servido para el mismo propósito, pues en las aulas hay reproducción social fuera de casa, para que la sociedad se perpetúe a sí misma, con sus procesos formadores; para que los chicos, de adultos, hagan lo mismo que los padres, en cuanto van a un trabajo y se convierten en ciudadanos productivos, independientemente de su ocupación y de la calidad de la educación que reciben.
Las tareas domésticas se deben compartir
Pienso en las mujeres a las que se les ha etiquetado como amas de casa, que hacen desayuno, comida y cena, día, tarde y noche, los siete días de la semana, todos los días del año. Y mientras tienen las cacerolas en la lumbre, muchas de ellas están cumpliendo con su chamba de home office.
O en las que trabajan fuera de su casa, solamente para llegar por la noche a realizar estas mismas tareas domésticas en menos horas.
Pero lo que hacen esas faenas que fastidian y quitan tiempo, sirve para que las familias tengan dónde hacer su tarea, ver la tele, jugar, divertirse y estén durante el día con ese reposo que provoca la contemplación de un entorno cuidado. Son estas tareas domésticas, como dice el economista Ladislaw Dowbor, servicios sociales que se juntan con la gestión de desarrollo y la seguridad en la comunidad, que funciona armónica cuando en los núcleos familiares se cumplen con estas funciones repetitivas.
Al final, me doy cuenta de que echar la bolsa de basura en el tambo, cocinar, lavar y limpiar, por más irritante que sea, son responsabilidades que tenemos que compartir hombres y mujeres en casa porque, si no, todo se puede salir de control.
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