El Mundial de México 86 me provocó una fiebre con delirios tremendos que aún recuerdo como un plácido sueño.

Cursaba el último semestre de la Preparatoria 8 y mientras me esmeraba en no quedarme retrasado con las materias de Física y Matemática, que me provocaban mareos y desvelos, trabajaba en el taller de impresión y costura del Profesor Meléndez.

Fue por oficios míos que entró a trabajar ahí Sergio, un compañero de la Prepa que compartía mi gusto insano por el futbol.

La fiebre del Mundial México 86

En el colmo de nuestra afición viciosa, le pedíamos al patrón que nos facilitara una televisión para trabajar mientras veíamos los partidos que esperábamos con ansiedad. Y ahí estábamos, imprimiendo y cosiendo los pedidos gordos de portafolios que teníamos que entregar los fines de semana, mientras degustábamos las mieles de esos juegos celestiales.

Fue una copa con 24 selecciones, integradas, cada una, por 24 jugadores. En total fueron inscritos 576 futbolistas. Pero, ya iniciado el torneo, nos registramos dos más, Checo y yo que, de última hora, nos colamos inesperadamente a la fiesta.

Tendría yo unos 17 y ya desde entonces el balón ocupaba una parte muy importante de mi vida. Durante los meses de mayo y junio ese glorioso 1986 me la pasé levitando entre placeres de futbol.

Diego Armando Maradona junto a Michel Platini, uno de los mejores mediocampistas europeos de todos los tiempos. Foto cortesía de El Gráfico.

Parecía increíble que en mi país estuvieran jugando en un mismo torneo mis figuras más idolatradas. ¡El Emperador Platini! ¡El Príncipe Francescoli! ¡El Butire Butragueño! ¡Maradona! ¡Elkjaer! ¡Laurdup! ¡Scifo! ¡Rummenigge! ¡El Doctor Sócrates!

A Monterrey se le asignaron los equipos del Grupo D: Inglaterra, Polonia, Portugal y Marruecos.

Veo aquellos días y siento que mi personal emoción estaba por encima de la expectación que había en la ciudad. Con decepción veía en noticieros que algunos juegos en el Estadio Universitario estaban con las butacas medio llenas.

Ah, conciudadanos insensibles, no saben de los manjares que se pierden al ignorar el banquete futbolero que el destino nos ha servido, pensaba. De cualquier manera, yo gozaba mi propio Mundial México 86.

Una sorpresa

Un sábado al mediodía, al salir del taller, fui con Sergio a Galerías Monterrey. Con la raya de la semana me compraría unos tenis Pony blancos con rayas azules, que estaban de moda.

Los Reebok que calzaba ya habían aguantado muchos veranos, así que ameritaba jubilarlos. Era la onda traer shorts de tenista. Mi outfit se completaba con una playera Adidas, Ocean Pacific, Chemise, o de esas, tipo polo que traían como marca en el pecho un ridículo pingüino, pero que estaban chic.

Como mi camarada compartía los mismos gustos, que eran los de toda la chaviza en esos años, también andaba con cortos y playera. Salimos emocionados y juveniles a buscar mis tenis, hablando, por supuesto de futbol y de la sorpresa que estaba dando un inglés goleador, que apenas descubríamos, y que se llamaba Lineker.

Ya en el centro comercial fuimos a Liverpool, donde compré mis limpios Pony, blancos como mis inocentes ensoñaciones futboleras, y con unas cintas igual, límpidas que, sabía, estarían nejas en el transcurso de un par de días, porque siempre he sido descuidado en mi aliño. Salí de ahí con el flamante calzado nuevo puesto, y eché a la basura mis viejos choclos, diciéndole adiós con algo de nostalgia.

Salimos de Liverpool por la puerta que da al estacionamiento de Gonzalitos. Pero nos detuvimos de inmediato, deslumbrados. Exactamente enfrente de nosotros se encontraba el autobús que transportaba a la Selección de Marruecos. Tenía pintado en el costado el emblema de fondo rojo, con la estrella verde pentagonal representativa del Islam.

Los jugadores estaban en la banqueta repartiendo autógrafos. Ahí estaba frente a nosotros, el súper arquero Zaki Badou, un gigante flaco, reverenciado en África y Europa por su capacidad sobrenatural para contener metralla. No por nada el Mallorca de España lo fichó al terminar la justa en tierras aztecas.

Reaccionamos rápido. Fuimos a una caja de la tienda a pedir hojas de máquina y bolígrafos, que conseguimos de inmediato. Comenzamos a cazar autógrafos. La gente, curiosa, se arremolinaba en torno a los jugadores. Sabía que muchos iban a pedirles la firma porque parecían futbolistas famosos, pero yo sabía exactamente quiénes eran. Me sorprendió su escritura, pues lo que me ponían eran solo líneas onduladas, escritas de derecha a izquierda en idioma árabe marroquí, en forma de jeroglíficos incomprensibles. Afortunadamente, los llamados Leones del Atlas, amables y, percibí, halagados, tenían el buen gusto de poner, debajo de su nombre, el número que portaban en la camiseta.

Jugador del Mundial por un día

Después de capturar las firmas de todos, me reuní con Sergio a un lado del camión. Mi corazón de fan futbolero brincaba jubiloso en un trampolín. Inesperadamente un niño, tendría unos doce años, güerito, de ojos claros, se nos aproximó con una libreta escolar, extendiéndome el bolígrafo.

No sé por qué lo hice, pero le sonreí como internacional del balompié, condescendiente y mundialista. En aquel tiempo estaba flaco y tenía postura atlética, porque era entusiasta jugador amateur. Siempre fui muy regular, pero me gustaba participar. Soy narizón y el cabello lacio me cae en la frente, por lo que podría pasar como goleador italiano. Pero me sorprendió que al chico le pareciera un mediocampista del FAR Rabat. Para él, bien podía llamarme Mohammed.

Cogí la libreta mientras me pregunta cuál era mi número de camiseta: “Decesete”, le dije, con un acento que yo quería que sonara extranjero, lejano, árabe.

 Al mismo tiempo inscribí unos garabatos junto a los otros, los de los ilustres africanos, y lo hice, igual, de derecha a izquierda, sin olvidar el número que, creo, no estaba aún anotado. Mi concentración era total, como si escribiera versos del Corán, y con caligrafía firme, como si fuera descendiente de fenicios. Luego le preguntó lo mismo a Sergio. “Decenove”, dijo mi amigo, imitando mi acento y pronunciación deficientes. Él ni le despistó, hizo unos garabatos que sí parecían eso, garabatos, no un autógrafo, y sin ponerle el guarismo correspondiente de su casaca. Pero al niño pareció no importarle nada de eso, y solo nos agradeció sonriente, para seguir con la colecta.

Conservo aún la hoja con las firmas de los marroquíes, entre mis papeles que atesoro de aquellos días inolvidables del Mundial México 86. Por ahí deben andar, también, nuestras firmas en la libreta de ese niño, que se ilusionó con nuestro fraude espontáneo e inocente.

El 17 de junio de 1986, en juego de octavos de final, Marruecos fue eliminado 1-0 por Alemania, en partido celebrado en el Estadio Universitario. Badou fue nombrado tercer mejor arquero del Mundial.