José Ángel es uno de los tipos con mayor inteligencia práctica que conozco. Nunca lo ha detenido nada para conseguir sus metas cuando se trata de hacer arreglos. Lo mismo puede ensamblar computadoras por piezas, que arreglar la transmisión descompuesta de una camioneta automática, guiado por el manual de la fábrica. 

Sospecho que si le dieran el control de una avioneta en pleno vuelo, podría arreglárselas para dejarla estacionada en el hangar.

Pero así como tiene la gran habilidad para componer mecanismos que fallan, José Ángel es también un tipo muy desordenado. 

La inmediatez para buscar soluciones hace que se desentienda de lo demás. Abre una caja para sacar unas tijeras, pero olvida cerrarla. Vacía un cajón para encontrar la cinta métrica, pero ya no regresa, lo que sacó, al lugar donde estaba.

En un tiempo José Ángel era impresor de serigrafía. En alguna ocasión fui al taller y le di una playera amarilla para que en la espalda le pusiera el nombre de Tomás Boy, mi jugador favorito. Regresé al día siguiente y mi camisa ya había sido utilizada para limpiar un bote de pintura que se derramó en la mesa. Desconcertado, le pregunté a mi amigo que había pasado y me dijo, genuinamente apenado que, tras el accidente, vio la garra amarilla y pensó que era una jerga para el aseo.

Una vez, cuando trabajábamos juntos, para construir una pantalla de gasa para las impresiones, serruchó la mesa donde acostumbrábamos comer. Ya luego conseguiría otra.

Arturo

En un tiempo, José se asoció con Arturo, otro buen amigo, muy bien dotado para las artes gráficas, y formaron un taller de impresiones en el Centro de Guadalupe. Como es fan de los Beatles a Arturo le decimos Lennon. Es un exquisito dibujante y excelente diseñador, y junto con José hicieron una sinergia productiva. 

En esos días, yo ya trabajaba en otro lado, y el taller me quedaba camino a casa, así que pasaba por ahí a tomar un refresco, y disfrutar de la compañía de los dos que, aún ahora, siguen siendo grandes amigos míos.

Un día, Lennon llegó acompañado del Padre Emir Saracho, un hombre joven, güero y huesudo, con las mejillas hundidas y marcadas por el acné. 

El Padre Emir tenía unos lentes de miope con enmarcación de oro, lo que hacía suponer que era uno de esos tipos de alcurnia que se habían metido a la iglesia para darle prestigio a la familia. 

Por su atuendo parecía disfrazado de cura, con camisa blanca de alzacuello, un Cristo de oro ostentoso en el pecho, pantalón negro perfectamente planchado y los zapatos del mismo color, como recién sacados de la tienda.

Algún día, le preguntaré a Arturo Lennon cómo fue que conoció a ese sacerdote y como lo llevó al taller. El caso es que un día aparecieron juntos y el Padre se dedicó a ver todo con atención, mientras hacía preguntas de esto y de aquello. 

Casualmente, yo me encontraba por ahí y fui debidamente presentado, aunque recelé de su gesto de petulancia. Era altivo Emir, tal vez porque tenía nombre árabe, y por eso nos miraba condescendiente. 

Cuando se retiró con Arturo, José Ángel y yo venenosamente sugerimos que el sacerdote llevaba seguramente una doble vida, y que quizás estaba casado en secreto, aunque oficiaba misa con una personalidad de recato, que ocultaba la del libertino. Lo que queríamos era ridiculizarlo, porque nos había tratado con chocante deferencia.

Al día siguiente por la tarde, cuando llegué al taller ya se encontraba el Padre Emir con Arturo. José Ángel había salido a hacer entrega de pedidos, así que me quedé charlando con ellos. 

El visitante estaba ahí por razones importantes, que tenían que ver con un marco de madera, de unos 30 centímetros por lado, y que se veía con una cubierta muy extraña. Estaba pintado por una especie de laca o esmalte que, en determinado ángulo, parecía verde metálico, y en otro, con cierta luz que se colaba por la ventana, parecía dorado y plateado.

Su destino era enmarcar una preciosa replica de San Jorge y El Dragón que, dijo, un Obispo de la Iglesia de San Isaac, en San Petersburgo, Rusia, había traído a la Diócesis de Monterrey en la década de los 50 y que, en una de esas remodelaciones de la curia, hacía años, se afectó, pues el cuadro cayó al piso, y se dislocó en una esquina.

En la charla, me enteré que el daño estaba en una espiga desunida, que se ensamblaba con la respectiva mortaja, es decir, el hueco donde iba emballestada, según fue explicando el Padre, que se veía que sabía de carpintería avanzada porque, dijo, en su casa tenía una fresadora de mesa donde hacía sus diseños. 

Pero como no era artesano, le confió el trabajo a Lennon, que lo convenció de que podía hacer la reparación con un pegamento especial que habían usado, días antes, para hacer unas estructuras que les pidieron como bastidor de unos pendones.

El encargo especial

Dos días después regresé al taller, solo para enterarme de que algo muy grave había ocurrido en mi ausencia. Fue Arturo, en presencia de José, quien me contó cómo fue el desenlace del breve encuentro que tuvieron con el Padre Emir. Me lo explicó con tanto colorido que aquí lo repetiré, según me lo dijo.

Al día siguiente de que acordaron hacer la reparación, Arturo regresó con el Padre al taller y ocurrió algo desconcertante. Apenas abrió la puerta y Emir se dirigió directo al patio y, por pura intuición, encaminó sus pasos exactamente al sitio donde Arturo había dejado el marco sobre una repisa. Tal vez el diablo le acicateó la intuición al Padre Emir, que se dio cuenta de que algo terrible ocurría. El radar interno de las fatalidades lo condujo a encontrar la verdad.

Los dos contemplaron una imagen fascinante y terrorífica, al mismo tiempo. El precioso marco elaborado con las manos de artesanos de San Petersburgo, y acabado con una técnica milenaria de barnizado, había sido brutalmente fragmentado. Los pedazos preciosos estaban divididos en astillas. 

Enloquecido, presa de una vehemencia que nunca le había visto, Emir se dirigió al interior del taller y otra vez, sin tener información previa, encontró al instante uno de los lados del marco, convertido en el mango de un rasero hecho por José. 

Ese instrumento, es usado por los serigrafistas para pasar la pintura sobre la pantalla de las impresiones.

El sacerdote tenía el rostro purpúreo, como un tomate. Arturo, había enmudecido, sin saber qué decir o qué hacer para disculparse por la imprudencia de su socio. 

Lentamente, levantó los ojos para encarar al Padre mortalmente afrentado. Esos animales no se daban cuenta de que el marco venía del otro lado del mundo, y que alguna vez adornó, como una aureola, una pintura de San Jorge y el Dragón, parecía mascullar en silencio. 

Lennon no sabía si maldecir a José, en ausencia, o disculparse con el cura. La duda lo hizo permanecer quieto durante un largo segundo, tiempo que aprovechó Emir para cruzarle el rostro de una bofetada.

  • ¡Imbécil! ¡Este marco es un tesoro! –dijo masticando las palabras con todo el desprecio que se le había acumulado desde que acudió por vez primera al taller, y entendió que esos muchachos solo podían traer calamidades.

Arturo parpadeó con la mejilla caliente, como si le hubieran acercado un tizón a la cara. Emir cogió vuelo y descargó el dorso, para completar el revés. Cuando iba a soltarle el tercer manotazo, Lennon ya estaba preparado. Una bofetada se la toleraba, pues bien valía para desquitarse el coraje justificado, por el atrevimiento del tonto José que, en sus prisas y su desconsideración, agarró lo primero que tuvo a la mano. Ese precioso ensamble de maderas finas y de acabados primorosos, fue lo que se le atravesó primero y fue lo que usó para salir del apuro, y cumplir con su tarea pendiente. La segunda lo tomó de sorpresa, pero una tercera, ya no.

Arturo sujetó con fuerza la muñeca de Emir y lo encaró encrespado.

Por lo general, mi amigo es un tipo de risas y de buen humor, pero enfadado es temible. Y esta vez el sacerdote se aprestaba a rebasar la línea. Así lo entendió, viendo el gesto amenazante de Arturo. Bajó la mano, aún echando fulgores por las pupilas. Arturo desclavó la madera del rasero y lo limpió con mi camisa amarilla, proyectada como homenaje a Tomás Boy.

Contagiado, de pronto, por el sentido práctico de José, Lennon cogió de una estantería una toalla seca y doblada, que usaba cuando se duchaba en la regadera del patio trasero, y se la dio al Padre quien envolvió ahí su delicado marco destruido, antes de retirarse. 

Desde la puerta lo miró con destellos mortales. Iba a decirle algo, pero guardó silencio. Sin palabras, les dijo tarados, a él y a José Ángel, aunque no estuviera presente.

Todo esto me lo contó Arturo, carcajeándose, aún dolido por la cachetada del Padre.

José también rió y mientras se secaba las lágrimas de la risa, se levantó, para alistarse a comer. Despreocupadamente, de la bolsa trasera del pantalón extrajo un envoltorio de plástico, en el que llevaba unos tacos. Le dije que a quién se le ocurría echarse en la bolsa el lonche, y me dijo que lo puso ahí porque no tenía donde guardarlo cuando salió de casa.

Algunas personas nunca cambiarán.