La Tortillería Martita estaba ubicada en una serie de casa antiguas e idénticas, por la Calle Hidalgo, a la vuelta de casa. A mediodía, fui enviado a comprar un kilo de tortillas recién hechecitas. Tenía entonces unos cinco años y esas travesías me parecían emocionantes. La calle estaba llena de bullicio, por el tránsito permanente de jóvenes peatones que acudían al Colegio Benito Juárez o que pasaban rumbo a la Preparatoria 8.
Crucé hacia la otra acera, con cuidado, y fui bordeando la cuadra de enfrente, hasta dar vuelta en la esquina. Unos pasos después, llegué a mi destino. Como era lo común al mediodía, encontré una fila como de cinco personas. Mientras esperaba turno, me abstraía fascinado con el funcionamiento de dos relucientes molinos, que trabajaban al mismo tiempo con una precisión hipnótica.
Un enorme recipiente recibía la masa en porciones del tamaño de una almohada, que echaba un muchacho en el triturador. Salían tiras de material comprimido, que eran cortadas en rodajas de circunferencia perfecta. La hilera de tortillas crudas, pasaban transportadas por una banda, echa de malla, que se introducía en un horno, que las fogueaba por arriba y abajo. De ahí salían las tortillas ya hechas, que caían por una resbaladilla hacia un recipiente, de donde la tomaba la chica para hacer los envoltorios.
Una figura se recortó a contraluz en la ancha puerta, que daba a la banqueta. Era Jonás, el vendedor de chicles.
Eit, eit…
Jonás era un muchacho moreno que padecía enanismo. Debía tener unos 18, 15, tal vez 13 años, nunca lo supe con precisión, pero era mayor que yo en edad, aunque estaba de mi tamaño. Como evidenciaba retraso mental deambulaba todo el día por el barrio, sin ocupación definida. Se había convertido en parte del paisaje, como una figura familiar, igual a Don Layo, el señor del carretón de frutas frescas, o el Mudo, que pasaba harapiento, cargando un costal donde, decían, metía a los niños que se portaban mal.
A veces, Jonás andaba por ahí con una cajita de Chiclets Adams o Canels, que vendía entre la gente que pasaba. Supongo ahora que en su familia lo hacían vendedor para darle una ocupación y que no anduviera sin quehacer.

Eit, eit… chicles, era como se promocionaba, cuando se hacía presente, buscando clientela. Su voz era suave, adormecedora, hasta inocente, podría decir. Nunca lo vi comunicarse con nadie, pero era seguro que conocía el idoma.
Siempre me provocaba inquietud la presencia de Jonás. No sentía temor, pues no interactuábamos, como no interactuaba con nadie, pero había algo en su mirada que parecía vacía y que me hacía sentir incómodo.
Cuando entró a la tortillería, estaba yo a punto de llegar al mostrador.
Eit, eit… chicles, dijo con su voz aterciopelada, extendiendo la caja para que algún cliente le hiciera el favor. Movió sus piernas cortas, deformadas en las rodillas, caminando con pasos de cascorbo. La boca, permanentemente entreabierta y húmeda, lo hacía ver abstraído.
Al llegar donde yo estaba, me aparté un poco. Jonás invadía mi espacio vital y como no esperaba consideraciones de su parte, tuve que moverme. Pero en vez de seguir hacia otro lado, se me aproximó un poco más y me dio una mordida en el bíceps.
¡Jonás! ¡Tonto! ¡Vete para tu casa!, le gritó una de las señoritas detrás del mostrador, agitando una mano, como quien espanta a un pájaro que ha ingresado a la cocina. La chica con pañoleta blanca en la cabeza me preguntó cómo me sentía, y le dije que bien. En realidad, la mordida fue menos fuerte que el susto que me metió. Ahora recuerdo que ninguna persona me había mordido, y sentirme atacado por un enano, era una experiencia insólita.
Regresé a mi casa, pensando que el año pasado, el perro Blaqui, en la vecindad de Don Panfilo, me había mordido en el muslo, de una manera similar, por inesperada.
La casa de la esquina
En los días siguientes anduve con precaución, para evitar al malvado Jonás. Extrañamente lo veía siempre de lejos, ya no cruzábamos caminos y, para mi fortuna, sentía que me evitaba. Tal vez algún sentido inconsciente de pena se encendiera en él cuando me veía. Para mí, mejor, porque todavía sentía a mi lado la agresión de Jonás, con su cabeza de pelos crespos, el cuello regordete y sudoroso, sus manos pequeñas de dedos chatos.
Podía ser que el enano se dio cuenta de que había obrado mal. No recordaba que hubiera lastimado a alguien, así que, pudo ser solo un impulso del momento, que me diera una dentellada en el brazo. De cualquier manera, estar lejos de él me daba alivio.
Un día dejé de ver a Jonás. Sin darme cuenta, habían pasado días sin su presencia inquietante en el barrio. Me había acostumbrado a vivir sin verlo. Ya no me ponía nervioso, suponer que me lo encontraría de nuevo.
Una tarde, fui enviado a la tienda de don Beto Elizondo, por una caja de incaibles. De ida, pasé por la casa de la esquina, donde vivía Jonás. Había un tumulto inusual en la entrada. El lugar estaba desbordado. De regreso no pude soportar la curiosidad y me aproximé. Entre por la puerta, ningún señor o señora de los presentes reparó en mí, nadie me dijo nada y, de pronto, me encontré en la sala de su casa. Había una gran caja de metal alargada, y dentro de ella yacía Jonás. Vestía un traje que me pareció absurdo, pues supongo que en ninguna ocasión había vestido de esa manera. Me resultaba imposible verlo en una ceremonia como una boda, o en su primera comunión, vestido con formalidad.
Dormía para siempre, el enano, que ya no me pareció tan malvado. Una parte de su cara se veía colorada, iluminada por focos de remate rojo que habían colocado en pedestales, en las esquinas del féretro, como imitación de veladoras. Ahora recuerdo que era el primer muerto que veía en mi vida. El sitio estaba caliente, y en silencio. Si acaso, se escuchaban algunos rumores y cuchicheos. En lo alto giraba a media velocidad el abanico de techo, que proporcionaba algo de frescura. No había llanto, ni atención hacia la caja, como si no hubiera un muerto que velaban.

Las señoras, vestidas de negro, con velos oscuros cubriéndoles la cabeza, estaban sentadas en sillones alrededor de Jonás, pero no parecía que estuvieran pendientes de quién estaba adentro. Creo que su gente estaba resignada, porque no sentí un ambiente de dolor.
Ese día, por conversaciones de adultos, en la puerta de mi casa, me enteré que Jonás había muerto luego de una larga enfermedad relacionada con la diabetes, que lo tuvo postrado semanas. Tenía azúcar, dijeron las señoras.
Ahora pienso que ver su cadáver me serenó. El extraño Jonás no volvería a hacerme daño.
Desde entonces y hasta el día de hoy, casi medio siglo después, nadie ha vuelto a morderme el antebrazo.
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