Las camionetas se fueron acomodando como iban llegando, bajo el cobertizo que estaba a un lado de la palapa. El sol estaba arrebatado y las aguas transparentes de la alberca hacían soñar en un paraíso para mitigar el calor, que caía por un solazo arrebatado, que se dejó sentir ese sábado desde temprano.
Eran apenas las dos de la tarde y Ricardo, el anfitrión, ya tenía todo listo. La hielera de concreto estaba retacada de cerveza y por entre los hielos se adivinaban algunas botellas de tequila. Sobre las mesadas que había en el largo asador estaban acomodadas algunas ollas con carne marinada y lista para echarse a la parrilla.
A un lado, sobre los adoquines del piso, estaban las bolsas de carbón. Todo preparado para una tardeada apacible, entre la camaradería de parejas jóvenes, como la que formaban mi amigo Ever y su prometida Diana. Yo estaba de vacaciones en su casa y me invitó a que los acompañara a esa tardeada. Como yo conocía a todos los caballeros convocados, por invitaciones anteriores, fui bien recibido como el único soltero del grupo. Me distinguía, además, porque era el único que no estaba metido en el mundillo empresarial. Si bien ninguno era un potentado, todos eran tipos con mucho dinero que llevaban rutinas desahogadas, con casas en sectores residenciales, coches último modelo, hijos en colegios caros, y vacaciones al extranjero en destinos exóticos.
Los últimos en llegar fueron Pepín y Jovita, los más veteranos del grupo. Rondaban los 70 años y tenían trato de negocios con dos de los invitados. Ya los había visto en anteriores reuniones. Eran personas muy agradables, él dicharachero y mal hablado, muy generoso y servicial. Ella modosa y gentil, retraída y de permanente sonrisa.
Eran buenas personas. Tan solo por eso, no entiendo cómo fue que a Raúl, uno de sus socios, se le ocurrió hacerle esa jugarreta, que aún hoy recordamos todos.
Yo, como invitado, únicamente observé lo que ocurrió, con curiosidad de espectador privilegiado. Es necesario remarcar que todos, incluso las parejas de los caballeros, estuvieron de acuerdo en la chapuza, aunque luego externaran lo contrario.
Enciendan el carbón
Con las primeras cervezas nos pusimos al día sobre nuestras actividades. Las conversaciones versaban sobre inversiones, carreras de caballos, playas, coches modificados, temas de gente acaudalada.
A veces me preguntaban de periodismo, cine y literatura y yo daba respuestas cortas. En realidad solo escuchaba y me entretenían sus intercambios. Ocurrieron, simultáneamente dos incidentes simultáneos que detonaron la acción que dio rumbo a la reunión: en el mismo momento en que Pepín y Jovita dijeron que pasarían a los vestidores, para ponerse ropa más cómoda, Raúl se animó a encender el brasero.

Mientras los veteranos se acicalaban en los privados, Raúl me pidió que le echara una mano. Le pasé unas cinco bolsas de carbón, que procedió a abrir para vaciarlas bajo la parrilla. De pronto se detuvo a observar con interés el empaque de una. Nos comunicó que el carbón tenía una promoción: en el interior de alguna de las miles de bolsas que circulaban en el mercado estaba oculta la llave de una camioneta Land Rover, que sería del afortunado que la encontrara. Vi la imagen que mostraba un vehículo magnífico, con cromado verde militar, techo y polveras color beige, y parrillas plateadas. Una chulada de camioneta.
Raúl tuvo una ocurrencia diabólica: sacó de su pantalón una de las llaves de su propio coche y las introdujo en una de las bolsas de carbón, a la que le hizo una ranura por un costado. Como si hiciera una travesura, nos pidió complicidad, y todos estuvieron de acuerdo, porque nadie se mostró renuente.
Las mujeres intercambiaron miradas de expectación, con una sonrisa no muy convencida. Ricardo, el anfitrión, también se sumó al timo, anticipadamente divertido. Pepín era cuate cercano de todos ellos, así que no habría problema por la broma.
Ahora veo que el juego fue cruel, porque después de que la llave fue colocada en su lugar, se generó una tensión muy evidente en el grupo, en espera del resultado de la jugarreta, de la que eran ajenos únicamente los contertulios más veteranos, ajenos a la conspiración.
La pareja regresó y comenzó el teatro.
Raúl, casualmente, le pidió a Pepín que le pasara bolsas de carbón, y le advirtió de la promoción de la camioneta. Le dijo a Pepín que si se sacaba el premio lo repartirían entre los dos, a lo que el aludido, escéptico y en tono de broma, le aseguró que se lo quedaría, porque era del que encontraba la llave, no del que había comprado la bolsa.
Claro que Pepín hablaba desde la imposibilidad de ser el agraciado, pues nadie nunca gana un premio de ese tamaño, y mucho menos mediante una vulgar bolsa de carbón.
El viejo abrió la bolsa, hurgó entre los carbones y, repentinamente apareció una llave plateada. ¡No mames!, gritó. ¡Me lo saqué!
Ahora siento que todos, en ese mismo instante debimos haber detenido la broma. Percibí que las mujeres intercambiaban miradas de preocupación y mucha incomodidad. los hombres no sabían qué hacer. Raúl sabía que era el momento oportuno para hacer las aclaraciones, pero sospecho que no supo cómo detener el juego que había iniciado.
Por eso se aproximó fingiendo curiosidad y escepticismo. Le pidió a Pepín que le mostrara la llave. Le insinuó que si se la había sacado tendría que compartirle el premio. ¡No!, Pepín rechazó con energía. Yo la encontré, yo la reclamo… ¡Mira viejita! Jovita no se retiraba las manos que cubrían su boca con incredulidad. Lentamente se aproximó, y su marido la abrazó amoroso, arrullándola con ensoñaciones de afortunado.
Ricardo, a la vista de todos, pelaba los ojos, para pedir a Raúl que cortara el engaño, pero este solo respondía con guiños y gestos despreocupados. Riñó a Pepín, para disputarle el premio, a lo que viejo se negó. Luego, con fingida exigencia, le pidió que vendiera la Land Rover y que hicieran reparto en efectivo, incluyéndome a mí, como invitado. Yo solo sonreía, renuente a ser parte de esa trama que se estaba volviendo un episodio dramático, porque Pepín comenzó a hacer planes.
Dijo que su empresa andaba mal, que necesitaba, precisamente, una inyección de capital cercana al millón de pesos, que era lo que costaría la camioneta, si la vendía. O podía costearle la estancia, a dos de sus nietos, en Dublín en el verano, para el intercambio académico que habían programado. O podía quedársela, para hacer el viaje a Mazatlán que habían postergado.
La pareja pasó a sentarse. Abrazados, se remecían suavemente en sus sillas, disfrutando el momento de gloria.
¿Quién les dice?
La reunión se había suspendido. Todos seguíamos ahí, por supuesto, pero ya no era posible avanzar. Se pudo haber generado una posibilidad de progresión en la tardeada, si el evento fuera cierto. Podría haber más felicitaciones, y preguntas, para pensar en los planes para el premio. Pero como todo era una mentira, el aire estaba ocupado por preocupación. Cómo le haría Raúl para reparar el daño que se avecinaba. Porque seguramente la decepción sería grande.
Ya habían pasado unos diez minutos. Pepín y Jovita habían asimilado a plenitud la idea de una camioneta flamante y nadie había sacado tema para una charla renovada.
Fue una broma, Pepín. Ya, Raúl, dile la verdad. Ricardo fue el que habló, para sorpresa de todos. Te vacilamos, hermano. Raúl metió una llave por el lado de la bolsa, para jugarte una broma y todos estuvimos de acuerdo. Discúlpanos. Creo que esto ya fue demasiado lejos. Tengo que decírtelo para que no se salga de control.
El silencio que siguió fue crispado. Durante unos segundos no hubo palabras.
Pepín tenía cara de circunstancias. Trataba, ahora, de entender el desencanto. Jovita parpadeaba, con la cara derretida, como cirio que se consume.
El peso de la culpa le cayó a Raúl, que, levantando, la cerveza se disculpó: Un chascarrillo estudiantil, viejo, no pasa nada. Todos lo observamos con reproche. La situación se había salido desbocado, pero también había una culpa general, porque nadie se atrevió a hacer aclaraciones a tiempo.
Pepín miró la llave en su mano unos instantes. Su seriedad era completa. Con suavidad se la arrojó por encima del brazo a Raúl, quien intentó cogerla al vuelo. La llave le pegó en el pecho y cayó. La levantó lentamente y se la guardó en el bolsillo. Había pesadumbre en el aire.
Con gesto grave él se levantó de la mano de su señora. En silencio recogieron sus pertenencias, una mochila de back pack él y ella un bolso de playa, y así como estaban vestidos para tomar el sol caminaron hacia su coche y se retiraron. Ella nos dio una última mirada y todos nos percatamos de que estaba al borde de las lágrimas. Su contrariedad era provocada por la humillación.
La cagué, dijo suavemente Raúl mientras veía alejarse el coche hacia la salida del rancho. Los señores le reclamaron que no terminara con oportunidad su chiste. Hasta su esposa le echó en cara el embuste desalmado. En su defensa, alegaba que se llevaba pesado con el viejo, y que ya se le pasaría, porque tenían que verse el lunes para cerrar algunos tratos de proveeduría que tenían pendientes.
La tarde se echó a perder. Entre reclamos y la aceptación de la culpa, el carbón fue encendido. Se echaron los trozos de carne para que se asaran y, al punto, todos nos servimos el banquete, que resultó delicioso. Pero no hubo disfrute. La tristeza de Pepín y Jovita nos había amargado la jornada. Una hora después todos decidimos retirarnos. Nadie se arrojó a la alberca y la celebración que estaba programada para prolongarse hasta la noche terminó abruptamente.
Regresé con mis amigos, tratando de entender lo que había pasado. la conclusión fue que Raúl fue irresponsable y que todos fuimos culpables por omisión.
Semanas después, terminadas las vacaciones, desde mi casa vi en Facebook fotografías de otra reunión en el mismo rancho de Ricardo. Para mi alivio departían Raúl y Pepín. Creo que se contentaron, porque en una foto salían abrazados. Jovita también aparecía en fotos, charlando sonriente con señoras.
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