Con frecuencia acudía a la vecindad donde vivía don Pánfilo, el señor que arreglaba los aparatos electrodomésticos en el barrio. Estaba como a una cuadra de mi casa, y mamá me enviaba con regularidad, a que sacara cita para que reparara la lavadora descompuesta o la licuadora, a veces la plancha.

Tendría unos cinco años y cuando me enviaban a los mandados, me gustaba ir saltando para arrancar las anacuas que pendían de las ramas de los numerosos árboles que había en la cuadra.

En una de esas que fui, las hijas del técnico y otras niñas se entretenían en el portón de lámina de la vecindad que da a la banqueta y que se abría a la mitad. 

Estaban en torno a algo que, al acercarme, noté que era un perrito recién nacido, completamente negro. Sacaba la lengua, juguetón, y movía las patitas, como si buscara cariño. Me dijeron que se llamaría Blaqui. 

Parecía que aún estaba cubierto de cebo, como si hubiera nacido hora antes. Me desentendí del chucho y cumplí con la encomienda, que era preguntar al técnico si arreglaba televisores.

Varias semanas después le llevé a don Pánfilo una licuadora que se había descompuesto.

Me recibió el Blaqui, dando saltitos, jadeando. Le acaricié la cabeza y me metí hasta el fondo de la vecindad, caminando por un amplio corredor de terracería. 

Encontré al técnico sentado en un banquito, con las manos engrasadas, esmerándose en reparar un sistema de engranajes. Al verme, se limpió las manos, analizó el aparato y me dijo que cuando quedara listo el trabajo, se encargaría personalmente de regresar el aparato para cobrar sus honorarios.

Un perrito transformado

Pasó algo así como medio año. A un lado de la vecindad estaba la frutería de doña Mague, a donde me mandaron una mañana. 

Compré cilantro y cebolla y al salir me di cuenta que el portón estaba cerrado. Se abrió y mi amigo Rafa, vecino de don Pánfilo, hacía maniobras para abrir el pasador, disponiéndose a salir. ¡Blaqui, estate quieto!, le decía al perro, mientras lo retiraba pataleando. Me dijo, de pasada, que la mascota últimamente estaba muy gruñona, y se fue.

Curioso, me asomé por entre las dos hojas del portón. El perro estaba alejado unos metros. Me sorprendí al verlo tan grande. Detectó mi presencia y saltó sobre mi cara, estrellándose contra la abertura, ladrando con ferocidad. Retrocedí asustado. Vaya que había crecido aquél tierno animalito y se había convertido en un chucho malhumorado.

Por las mañanas cuando iba al estanquillo, a veces tenía que pasar frente al portón. El Blaqui ya nunca volvió a ser la criaturita tierna que conocí. Lo dejaban salir y le ladraba a los coches y a los señores que pasaban a su lado. Cuando lo veía inquieto, mejor cambiaba de acera, no fuera la de malas y me atacara.

En una ocasión, cuando jugábamos en la calle pasó un camión de la brigada antirrábica que andaba vacunando mascotas. Me sentí triste e impresionado al ver que don Pánfilo sacaba al Blaqui amarrado del pescuezo con una cadena. El perro se había convertido en una fiera, tal vez porque no lo sacaban a pasear. Tuvo que ser sometido con un dogal que permitió al veterinario hincarle la aguja en la pierna. 

Desde entonces, pasaba por ahí con temor. Era extraño que al cruzar frente al portón no se escucharan los ladridos desesperados del perro negro que quería salir a la calle. Para entonces ya lo habían confinado al interior de la vecindad, porque afuera era intratable.

Portón abierto

En una ocasión, se juntaron algunas casualidades desafortunadas. Fui a la vecindad a buscar a Rafa para salir a jugar. Era vago con el trompo y me gustaba retarlo a los cancos, en cualquier espacio de terreno plano y firme. 

Cuando iba por mi amigo, con anterioridad, tenía que gritarle desde la calle, esperando, como siempre ocurría, que me saltara encima el perro feroz, que se topaba con el portón. Pero esa vez, cuando llegué el portón estaba entreabierto. Pasando un goterón de saliva, me di cuenta que pegado a la pared y tomando la sombra, estaba el Blaqui reposando.

Mientras decidía si avanzaba hasta el fondo de la vecindad o le gritaba a mi rival del trompo, pasó por ahí un carretón de tierra para las macetas, custodiado por unos cuatro perros. Cuando me di cuenta, el Blaqui ya había pasado el portón, rozándome las piernas, para lanzarse a la calle. Se enredó en un combate a dentelladas con uno de los perros, mientras el señor de la tierra les daba trallazos para separarlos. Los canes no hacían caso y se revolcaban, enseñándose las dentaduras, buscándose los ojos con las patas. 

Los observaba con fascinación y terror, pegado a la pared. Cuando se separaron, el Blaqui hizo como que se metía a la vecindad, pero en un giro rápido volteó hacia mí y me dio una dentellada en el muslo. Aún conservo, en la parte interna de la pierna, arriba de la rodilla, la herida que me hizo.

La mordida fue extraña. Yo llevaba los pantalones del uniforme del kínder y la tela no se rompió. Doña Mague salió de la frutería y le gritó al perro. Lo mismo hizo su hijo Tino, un muchacho grandulón que estaba en la Preparatoria. 

Dando zapatazos alejó al Blaqui, que se metió gruñendo a la vecindad. Tino me cargó como si fuera un muñeco de peluche. A paso veloz, y en menos de 30 segundos, me llevó a casa y tocó la puerta. Le explicó a mamá que me había mordido el Blaqui. Mamá me quitó el pantalón y me vio la herida. Me prendió feo el chucho del infierno. Un pedacito de carne, como ese picadillo que venden en el súper, se salía por la hendidura. Mamá me lavó con jabón y me improvisó un vendaje.

Mientras me curaba, don Pánfilo tocó la puerta. Como vio a mamá enojada, se disculpó, porque la puerta estaba entreabierta, terrible descuido, y mostró el papel que certificaba que al Blaqui lo habían vacunado recientemente contra la rabia, así que no había problema de infección.

Al día siguiente, fui y vine al kínder rengueando. Al tercer día ya me había recuperado físicamente. De la lesión pronto me quedó una costra. Pero se me quedó un pavor hacia los perros que tardé años en superar.

Después del incidente, al pobre Blaqui lo dejaron amarrado al fondo de la vecindad, a un lado de la puerta donde estaban sus dueños y su compañía de todo el día eran fierros oxidados que servían como refacción.

Pasó algo así como un año. El Blaqui ya no se apareció en la calle, aunque desde la banqueta se escuchaban los ladridos lejanos. Los escuchaba porque a diario pasaba por ahí para ir a la escuela donde ya había entrado.

Mi encuentro con el Blaqui tuvo un final freudiano. Cuando regresaba de clases, un mediodía cualquiera, vi que los vecinos habían sacado a la calle sus botes, baños y bolsas de basura, porque el camión recolector estaba por pasar. Era lo mismo, dos veces por semana. Como de costumbre, iba por la banqueta sorteando los bultos que me obstaculizaban el libre tránsito. Cuando pasé por la vecindad me congelé.

Encima de bolsas y un gran apiñamiento de desperdicios, estaba el Blaqui rígido, exánime, muerto. Experimenté una especie de horror combinado con alivio. El can tenía las extremidades rígidas, literalmente había estirado la pata. Y le vi, hasta el último momento, un gesto de fiereza, pues de su hocico salía un colmillo. El mal había desaparecido, se había extinguido. Mi mayor tormento de esa etapa había terminado. Me sentí jubiloso, por la muerte del perro. Cuando pasé por ahí más tarde, ya había pasado el camión de la basura y el perro no estaba.

Con el paso del tiempo, pensé que Blaqui no tuvo una existencia feliz. Seguramente el encierro lo llevó al comportamiento agresivo y al ataque infausto, que lo condenó al yugo. De cualquier manera, el perro malvado me dejó una cicatriz que aún veo con escalofríos, pues me hace recordar el momento en que se abalanzó sobre mí, con su colmillos afilados.