Comparto con la maestra Tere un secreto conservado a lo largo de más de cuatro décadas.

No sería secreto si los compañeros con los que estuvimos en ese inolvidable año de sexto de primaria, y a los que ahora vemos con frecuencia, recordaran esa pregunta que le formulé entonces y que, ahora que nos reunimos, se esfuerzan por tratar inútilmente de evocar.

Pero la maestra y yo sí lo recordamos, y nos reímos de mi curiosidad desbordada de aquellos años, que me llevó a lanzar el cuestionamiento que pareció impropio, en su momento, y que la maestra no supo responderme con atingencia. 

No supo qué decir porque tal vez se sintió incómoda, aunque mis palabras fueron cándidas y pronunciadas con propiedad.

Desde entonces ella me reprendía, a veces desesperada, por preguntón. ¡Todo quieres saber!, me regañaba cuando quería que me detallara todo.

Ahora vuelve a reír, porque sabe que mi curiosidad se transformó en una forma de vida y que ahora hago las preguntas de manera profesional.

Lo dice el psicoanalista Santiago Ramírez: infancia es destino.

Los terribles de sexto

Fue 1981, el año en el que egresamos de la Escuela Ford 40. Fue un buen cierre de etapa escolar primaria. 

Nos graduamos sin contratiempos y nos quedó un buen sabor de aquella aventura académica que compartimos con la maestra Teresa de Jesús Ramos Granados. 

Hubo tan buena comunión entre alumnos y maestra que, desde hace unos quince años hacemos periódicas tertulias de exalumnos, que nos reunimos en casa de la profesora, al sur de Monterrey, para evocar aquellos días que marcaron nuestra niñez.

Luego de años de estar distanciados, las redes sociales benditas hicieron el milagro de concitar esas reuniones en las que reciclamos anécdotas y en las que, eventualmente, emergen evocaciones y detalles nuevos de aquellos días. 

En realidad, hacemos la cita por el simple gusto de estar en el mismo sitio, otra vez, como cuando, en uniforme y bajo la guía de la maestra, éramos un rimero de niños en formación, sin mayores preocupaciones.

Nos curamos la nostalgia de la infancia reunidos en torno a la maestra Tere, que fue nuestra gran figura de autoridad de la época.

Con el paso de los años, la maestra nos ha dicho que tenernos como alumnos de sexto, fue un ascenso traumático en su carrera de docente. 

En sus años previos, la maestra Tere había llevado grupos de primero, segundo, tercer grado, acaso. Trataba con pequeños que la desesperaban, pero a quienes podía controlar con voz enérgica, o pidiéndoles que hiciera planas de letras o dibujos de casas o animales.

Cuando se preparaba el inicio de aquel ciclo, la directora Hortensia le asignó el grupo de Sexto B y ella se sentía inquieta, porque tenía que lidiar con una bola de preadolescentes bulliciosos e hiperactivos que sentían que la escuela les quedaba chica, y ya querían dar el salto hacia el siguiente piso, el de la secundaria. 

Así es como nos veía, aunque yo nos recuerdo bastante apaciguados, si acaso soñadores, pero definitivamente estudiosos y colaboradores.

Interior de la Escuela Ford 50, en Guadalupe, Nuevo León.

El de la Rosita de Olivo

Cómo no íbamos a ser participativos si en aquellos años, en ocasiones, cuando faltaba media hora para la salida, la maestra nos animaba a perder la timidez y el miedo a expresarnos en público. Por eso nos invitaba a que pasáramos a cantar al frente del salón, en espera del timbre.

Humberto era de los más altos de la clase, pero también de los introvertidos. Participaba poco y nunca levantaba la mano. Pero en una de esas sesiones, para asombro general, expresó que quería cantar. Pidió el turno y con voz bien atiplada interpretó Rosita de Olivo, en la versión de Los Humildes

Con las manos en los bolsillos, pero con mucho aplomo entonó: 

“Rosita de olivo, blanca flor de azar, me das un besito, cuando haya lugar…” 

Fue toda una revelación, que nos dio a entender que todos tenemos necesidad y ganas de expresarnos. Pobre Humberto: después de la presentación, el resto del año fue “el Rosita de Olivo”.

En alguna ocasión, nos juntaron con los de Sexto A, de la maestra Rosa Elvia, que por alguna razón se había ausentado. 

Igual, la maestra Tere nos habló de los retos que enfrentaríamos al crecer, y la obligación que tendríamos de expresarnos con claridad, ante jefes y subordinados. 

Por eso, perder el miedo a la audiencia era una excelente terapia para aproximarse al liderazgo pues, con gran optimismo, señalaba que muchos de ahí estaríamos de adultos en puestos de mando.

Con los dos grupos apretujándonos en el salón, hizo el concurso y el que pasó fue Juan, el más alto de clase, moreno y grande, bonachón, como un oso de peluche gigante. También era retraído, pero en esa ocasión nos dio un show de antología. Cantó El Tahúr, pero con mímica.

“Martín Estrada Contreras, un tahúr profesional”. 

Juan repartía cartas en el aire. 

“Lo respetaba la gente porque jugaba legal”. 

Juan meneaba la cabeza con aprobación, porque todos respetaban a Martín. En el desenlace del drama campirano, el histrionismo se intensificó. 

“Se oyeron dos fogonazos de dos balas expansivas”. 

Juan accionó con coraje la pistola. 

“Primero mató a su amada, después se quitó la vida”. 

Juan dirigió la pistola a su sien y se derrumbó en el escenario, delante de todos, que le aplaudimos.

La pregunta

Nos reunimos tres o cuatro veces por año en casa de la maestra Tere. La mayoría estamos casados y con familia, aunque hay por ahí algunos pocos solteros y solteras. Ya todos agarramos rumbo definitivo en la vida.

Antes de la pandemia, entregamos a la profesora una placa de reconocimiento, con el nombre de unos 20 compañeros que estuvimos con ella en ese año de sexto. 

Le expresamos que sus clases hicieron la diferencia y que las lecciones que nos impartió nos ayudaron a elegir caminos. 

Ella se mostró conmovida por el gesto, pero más porque le expresamos lo que es muy cierto: que fue la maestra que más enseñanza nos dejó.

Claro que recuerdo con cariño a los otros profesores de la Ford. Los tengo presentes a todos por sus nombres: Primero, Mario Ruiz González. Segundo, Rosa Elena Delgado Mar. Tercero, Laura Helena Acuña Hernández. Cuarto, Ruth Nohemí Fernández. Quinto, Blanca Elizondo.

Pero con Teresa de Jesús Ramos Granados tuvimos una proximidad mayor, tal vez porque estábamos abandonando la niñez y entrábamos en el pánico de la siguiente etapa y ella, desde sus grandes lentes, nos animaba. 

Son tiempos de transformación y nos demanda que hagamos bien los deberes, que no seamos chambones. Nos dice la postura para leer correctamente, exige aseo en las tareas, para que seamos ordenados y pulcros.

La modernidad llega al aula. La Secretaría de Educación Pública de México impone las clases de sexualidad para los alumnos de sexto. Los embarazos adolescentes son alarmantes, y su causa principal es la ignorancia. Niños y niñas desconocen los anticonceptivos, las medidas de prevención, el funcionamiento de los órganos genitales, el misterio de la reproducción, la higiene íntima.

La maestra confesará después que se siente aterrada por estas clases necesarias, pero las arrostra con entereza, al saber que la única forma de que los niños se extravíen y caigan en la tragedia del embarazo prematuro, es mediante la información.

Se organiza una clase especial en la que se presentará la proyección de una película en formato de 8 milímetros. 

El proyector y la película que aporta el Gobierno Estatal son itinerantes. En el turno de la Ford primero se organiza una función especial para los padres. No deben alarmarse, les dice la maestra y pasa la proyección, de la que todos los señores y señoras salen conformes.

Luego nos la proyectan a nosotros, pero eso sí, con las ventanas tapiadas con cartulinas para generar oscuridad de cine y para que los chiquillos de grados menores no vieran el contenido que aún les era vedado.

En realidad, no había grandes revelaciones. Se explicaba, con animaciones de guiñol y algunas ilustraciones, la producción de los gametos, el ciclo de la menstruación, los cambios anímicos provocados por las hormonas, y el funcionamiento de los órganos sexuales.

Terminó la proyección y nos regresamos a nuestro salón. El grupo estaba callado y la maestra Tere se esforzaba por hacer que normalizáramos el abordaje de esos temas, aunque sabía que a todos nos había provocado algo de vergüenza pecaminosa, el estar acompañados viendo esas imágenes.

Pregunten, anden, digan lo que quieran. Qué quieren saber, nos animó la maestra Tere. Nadie se atrevía a ser el primero, hasta que me dijo a mí, para abrir la discusión, que hiciera una pregunta, la que fuera.

Y fue entonces cuando liberé la interrogante que me inquietaba: ¿Cuánto tiempo tienen qué estar juntos el papá y la mamá para que se produzca el embarazo? Recuerdo, como si hubiera ocurrido hace quince minutos, el gesto de desconcierto de la maestra, que no supo qué responderme de inmediato. Se reacomodó en su silla y puso en su cara una sonrisa muy extraña, de esas que no le había visto. Creo que se reía para ella. “Pues una sola vez”, fue su contestación titubeante. No era suficiente lo que me dijo para saciar mi curiosidad. Pero cuánto tiempo, porfié. Ella miró al techo y al pizarrón, como buscando una respuesta, y luego me encaró. Juro que la mandíbula le temblaba. “Pues una sola vez. No es cuestión de tiempo. Una sola vez, y ya”. Ahí terminó mi participación.

Creo que lo que pasó en ese instante es que la maestra estaba impreparada para ese tipo de cuestionamientos. Espero que con el paso de los años haya ofrecido mejores argumentos para sus explicaciones. Le he recordado el episodio y reímos.

Ahora que soy papá, tocar esos temas, cuatro décadas después, sigue siendo difícil.