Jacobo era obeso y taciturno. Reía poco y parecía estar, permanentemente, al servicio de Tenoch, flaco, güero y ojoverde, que le daba órdenes como si fuera su patrón.

Los dos eran el terror de cuarto grado y nos tenían permanentemente sometidos a los alumnos de tercero. No eran violentos, aunque sí molestos. Nos daban zapes cuando se les antojaba. Pasábamos y nos metían zancadillas, y reían, si azotábamos. A veces estaban sentados en un corredor y nos impedían el paso cuando íbamos a toda carrera, jugando al torito en el descanso. Acorralados, nos atrapaban y teníamos que hacer berrinche en silencio.

Extrañamente, a ellos nadie los asediaba. Había otros muchachos mayores de quinto y sexto, pero ninguno tenía vocación de acosador. Los compañeros del salón rogábamos al cielo que pagaran por sus fechorías, pues vivían impunes. Hasta que les llegó su momento.

Bien lo dicen los españoles: a cada cerdo le llega su San Martín.

Insospechadamente, saldaron su larga lista de daños cuando se confrontaron entre ellos.

El humor que compartían se había salido de control. Una vez vimos que jugaron a pegarse en el estómago, para ver quién aguantaba más. Jacobo ganó porque tenía más grasa en la panza y soportaba mejor los puñetazos. Y era más fuerte que Tenoch, al que vi doblarse al segundo golpe. Al tercero, tuvo arcadas de vómito y estuvo punto de desmayarse, aunque se sentó a tiempo para recuperar el aliento.

En una ocasión, Jacobo no fue a la escuela y Tenoch se quedó castigado en el salón, sin salir al recreo. Al día siguiente, llegó el gordo rengueando, con pantalón corto y un parche en la pierna. Su hermana Ruth, de sexto, nos explicó que le habían regalado una carabina de postas. Tenoch fue a visitarlo para jugar y cuando le mostró el arma, el muy imbécil la cargó y le disparó en una pantorrilla. Quería ver si traspasaba la mezclilla del pantalón y sí. Por eso lo habían castigado y su amigo fue llevado a la Cruz a que le extrajeran la posta y le aplicaran una dolorosa inyección de tétanos.

Sentí pena por el gordo, porque estuvo triste ese día. Me di cuenta que a veces nos atormentaba porque Tenoch, que era el cerebro del dueto, así se lo ordenaba, solo por deporte. Nos molestaban como quien pasa frente al perro encerrado detrás de una reja y lo cuchilea con un palo, solo para verlo reaccionar.

El gordo anda suelto

La mañana en la escuela era soleada y calurosa. Durante las primeras dos horas de clase, Jacobo pasó a la carrera, hacia el baño, en un par de ocasiones. Nuestro salón era contiguo a los excusados y el de los bullies era el aula siguiente, así que podíamos ver a través de los grandes ventanales quiénes iban a hacer sus necesidades.

Al salir al descanso, estábamos inusualmente sentados, sin jugar a perseguimos. Como el Sol calaba fuerte preferimos estar a la sombra, a un lado de los bebederos. Era día de uniforme, camisa beige y pantalón café. Todo el patio se veía como un enorme telar vivo.

La colectividad estudiantil en orden hacía ver la escuela como un santuario del saber, en el que los niños tomábamos un descanso después de afanarnos arduamente, entre libros y cuadernos, durante las dos primeras horas de la mañana, listos para regresar a las lides del conocimiento.

Pero esa apariencia estaba solo en la superficie, porque en las cañerías de ese paraíso de la educación, ahí donde habitaban Jacobo y Tenoch, se ocultaban entre las sombras sus inquinas y travesuras. Y esa mañana algo siniestro se gestaba.

Jacobo cruzó el patio apresurado hacia el baño, seguido por Tenoch, que se carcajeaba de él. El güero malvado se detuvo en la puerta de los sanitarios y sorpresivamente se enfiló hacia nosotros. La tensión nos recorrió como si uno hubiera metido los dedos en la corriente eléctrica y todos nos hubiéramos agarrado de las manos. Pero no había peligro. Tenoch nos dijo entre carcajadas que su amigo amaneció con diarrea. El jugo de naranja que le preparó su mamá le había caído mal. Nos habló como si fuéramos sus cuates.

Obviamente no se daba cuenta que durante todo el año lo habíamos evitado, porque nos maltrataba. Lo que quería era verbalizar las penalidades de su compinche, lo que le caía muy en gracia. Necesitaba escuchas. Entendí que no tenía amigos, que no hacía ronda con sus compañeros de aula y que por eso se dirigía a nosotros, quitado de la pena, para hablarnos de lo que le parecía divertido.

Cuando Jacobo salió, Tenoch fue a su encuentro, sin despedirse. Se burló con risotadas de su padecimiento estomacal, saltando a su lado, según vimos a lo lejos. Nosotros nos quedamos desconcertados, por el repentino acercamiento.

Minutos después sentí ganas de ir al baño. Al llegar a la puerta me detuve, porque Jacobo, otra vez, entraba a toda prisa. Llevaba una urgencia mortal de sentarse en la taza. Entré detrás de él, en el momento en que él se encerró en uno de los excusados. Había seis privados, hechos de lámina, distribuidos de tres, en cada lado del baño. En la pileta de la pared me dispuse a hacer del uno.

Tenoch irrumpió, ruidoso y feliz por la desdicha de su amigo. ¡Dónde estás, gordo asqueroso!, le gritó, mientras se asomaba por debajo. Al ubicar a su amigo enfermo, se asomó recargando el mentón por encima de la puerta. Aulló, burlón. Se deleitaba al atropellar el derecho de intimidad que demandaba Jacobo, que se la estaba pasando muy mal.

Aún recuerdo el momento, en cámara lenta, como si fuera una de esas escenas de violencia poética de Sam Peckinpah: sorpresivamente, el güero malvado echó la cabeza hacia atrás, dando un latigazo, y saltó de espaldas. Golpeó con la nuca en la puerta del excusado de enfrente. Estuvo a punto de caer, pero se recompuso. Cruzó mirada conmigo en un milisegundo. El horror. El ojo izquierdo, como un parche, estaba cubierto por una viscosa plasta café, con algunos grumos, como granos de elote, que le escurrían en la mejilla. Tenía la nariz y los labios salpicados.

Con un rictus de asco, Tenoch agachó la cabeza buscando respuestas en los mosaicos del piso. La camisa se le manchaba. Presuroso, se lanzó al bebedero del baño, detrás de la pared. Escuché el chorro abierto por completo, y las abluciones que efectuaba para asearse, mientras jadeaba audiblemente, lanzando quejas guturales de asco.

Hice mi labor, desconcertado, mientras en el excusado retumbaban estruendos desagradables del cuerpo fofo de Jacobo, que se deshacía de las molestias que le pesaban en las tripas. Terminamos al mismo tiempo. Mientras me fajaba, él abrió la puerta limpiándose un líquido viscoso de la mano con un papel sanitario, que tiró en el excusado. Apartaba de sí mismo los dedos, con gesto de gravedad. Apestaba a mil diablos. Pasó a mi lado sin verme.

Tenoch ya se había retirado. Jacobo se lavó la mano con agua y salió. Estuve unos segundos en la puerta del baño, mientras veía el patio, lleno de niños indiferentes al drama extremo que acababa de presenciar. Trataba de entender lo que había ocurrido.

Me uní al corro de compañeros que no se percataron de nada. Poco antes de que terminara el descanso, Ruth vino a mi encuentro y me apartó con actitud de conspiradora. Era una chica mayor, formal y aplicada, me imponía. Como yo era el único testigo de lo que había pasado, me pidió una descripción. O sea que ya se conocía el incidente. Rápido voló el chisme.

Le expliqué lo que había visto. No pude dar detalles, pues no sabía cómo había ocurrido el procedimiento mecánico, aunque tenía mis sospechas. Inexplicablemente me sentía culpable de lo que había pasado. Supuse que estaba enojada, pero largó una risotada, que me transmitió alivio.

Me reveló el detalle clave del hecho y me pidió que guardara el secreto. Por 45 años fui una tumba, así que no me sentiré culpable por esta infidencia, que revelo más de cuatro décadas después. Basado en el relato del protagonista de la escena, que me retransmitió su hermana, el affaire del gordo debió ser más o menos así:

Cuando Tenoch se asomó por encima de la puerta para burlarse, Jacobo se sintió confundido y enfadado, además de impotente. Tenoch era sádico para hacer mofa ajena, y él se estaba muy vulnerable, pues el estómago ingobernable tiraba líquidos y lo ataba al inodoro. De haber podido le daría un moquete a su amigo, pero, desafortunadamente, estaba fuera de su alcance.

La posición en la taza era incómoda, pero no lo había paralizado.

Sin pensarlo, se levantó algunos centímetros y con la mano como recipiente entre las piernas, colectó un poco de la materia que le fluía de los intestinos. En un rápido movimiento la arrojó al gandalla, directo al rostro que se recortaba por encima de él. Hubo diana. El contrataque desde abajo funcionó, pues el enemigo fue fulminado de un solo movimiento.

Al día siguiente, el acoso escolar del par hacia nosotros continuó, normalizado, y ellos siguieron su amistad como si nada hubiera pasado.

A Tenoch le perdí la huella. Encontré a Jacobo, hace poco, en una fiesta infantil a la que fue con su familia. Me dio gusto saludarlo. Por ahí andaba con su prole y también Ruth, a la que le di un abrazo.

Le pregunté al gordo si había sido el incidente como lo contó su hermana. Le hice una breve reseña de aquella crónica que conocí. Rio y dijo que sí. Le pedí permiso para hacer pública la historia y aceptó, pero con la condición de que cambiara los nombres de los involucrados. Estuve de acuerdo. De cualquier manera, quién va a creer que ese tipo honorable alguna vez utilizó, como arma de defensa, un proyectil de desechos corporales.