Tendría yo unos 10 años la noche en que me agredió de un golpe, abajo del ring, el luchador El Solitario, un gigante de 1.80 que lucía una impresionante máscara dorada de lentejuela.

La función de lucha libre era videograbada los miércoles y transmitida los viernes para todo Monterrey desde la Arena La Villa, en el Centro de Guadalupe. Había tres cámaras estratégicamente dispuestas en el coso de la calle Guadalupe, frente a la plaza principal.

Aquella velada la multitud rugía de emoción, pero nadie se daba cuenta de mi agonía, por el ataque del gladiador que tenía una capucha inspirada en El Llanero Solitario y que en esa la lucha estelar, se debatía a muerte contra René Guajardo, El Copetes, uno de los villanos preferidos de la fanaticada.

En aquella ocasión, había conseguido colarme a ring side, la sección más codiciada de todas, exactamente debajo de las cuerdas donde se partían el alma esos colosos que veía únicamente en TV y revistas.

¿Pero cómo demonios ocurrió que El Solitario, ese campeón mundial de peso medio, que había desenmascarado al temible Águila Tapatía y hacía pareja con el Dr. Wagner, lastimara a un chamaco que había acudido a vitorearlo?

Todo inició con una seguidilla de picardías infantiles, a fines de la década de los 70. La familia de mis amigos, los gemelos Óscar y Arturo, habían adquirido casa en la calle Barbadillo, y colindaba en la parte trasera precisamente con la Arena La Villa. Allá al fondo, en un costado del largo patio, había una pared muy alta sobre la cual se veían los asientos superiores del graderío, que invadía algo así como un metro el espacio donde habitaban mis amigos.

Grandes ídolos de la lucha libre

Por aquel tiempo la lucha libre era un espectáculo que arrasaba. Era un ritual de muchas familias ver las transmisiones de fin de semana por Canal 12. Eran reyertas de dos a tres caídas sin límite de tiempo, en solitario, por parejas o en relevos australianos.

Recuerdo muy bien que gozábamos viendo en acción a Sunny War Cloud, Canek, Black Man, Perro Aguayo, Ringo Mendoza, Humberto Garza.

Una vez mi amigo Miguel sorprendió a la vuelta de la Arena a un joven transeúnte que sacó de su maletín deportivo una máscara y se la puso. ¡Era Pantera Azul!

Cómo nos hacían reír los exóticos Bello Greco y Sergio el Hermoso, que se deleitaban provocando a la multitud, que los motejaba enardecidamente por afeminados. Había algo de humor cruel en la presentación de los enanos Gran Nicolai y Fili Estrella que, pese a todo, hacían bien su trabajo y mezclaban lucha con comedia. Nos asombraban las piruetas de la dupla Mario Segura y Pequeño Diamante. Akihiro Hamada, El Gran Hamada, como se le conocía, luchaba en calzones y sin calzado, y era el único de todo el universo que soportaba, sin desmayarse, los irresistibles reveses de El Copetes.

Una vez mi amigo Miguel sorprendió a la vuelta de la Arena a un joven transeúnte que sacó de su maletín deportivo una máscara y se la puso. ¡Era Pantera Azul! Así, ya de incógnito, el embozado pasó entre la multitud que le palmeaba la espalda con admiración, a la entrada de La Villa.

Alguna vez vimos ahí a El Santo, Blue Demon, Tinieblas, y Mil Máscaras, con el insuficiente graderío desbordado. Era un privilegio de pocos admirar en vivo a esos campeones que únicamente veíamos en la pantalla. De alguna forma mágica, conocerlos en persona nos hacía sentir que nos metíamos a la tele.

El Solitario y El Santo. Foto: Cortesía Flikr.

Señor Tormenta

Los gemelos nos invitaban a toda la palomilla. Éramos como diez, que ingresábamos de contrabando. En la pared del patio, habían colocado unas tablas sobre las que nos apoyábamos, auxiliándonos con banquitos de manos y hombros. Nos colocábamos sobre la barda y, por entre los asientos, esperábamos el momento preciso para pasar. Y así ingresábamos, uno por uno, colándonos en medio de los tablones, y ocupando la localidad en los lugares más alejados del ensogado, fuera del alcance de los vigilantes. Pero nuestra invasión no terminaba ahí. Abajo, al nivel del cuadrilátero, había unas diez hileras de sillas de primera fila, que costaban un dineral. La sección VIP estaba delimitada por un enrejado de tablas y barrotes mal colocados. La protección era muy vulnerable para los vivales.

Las veladas eran como galas, y la ocasión demandaba que los asistentes estuvieran presentables.

En aquella época, ir a la lucha libre era ocasión para socializar. Las veladas eran como galas, y la ocasión demandaba que los asistentes estuvieran presentables. Saludábamos entre la gente a amigos y familiares que teníamos mucho tiempo sin ver. En las transmisiones de Canal 12 escuchaba de fondo una corneta que le mentaba la madre a los rudos. Descubrí asombrado, durante una función, que quien la tocaba era mi primo Juan, hijo tía Jesusa. Una vez el Señor Tormenta bajó del ring enfadado y fue hasta donde estaba. Le arrebató el acero y se lo dobló con la pura fuerza de sus canillas.

No era extraño ver señores de traje y corbatón, y señoras encopetadas echándole palabrotas a los luchadores sucios.

Ring Side

En un rincón del ring side, estaba una hielera que escondía un pequeño hueco entre las tablas, suficiente para que cupiera un niño flaco y chaparro como yo.

A veces, sin avisarle a mis hermanos que me acompañaban, me escabullía por ahí. Cada vez que me infiltraba, el señor de las cervezas me veía indiferente y nunca me delató. Ahora pienso que suponía que era el hijo de alguno de los asistentes, y que andaba merodeando por ahí, desentendido del show. Si eso creía, estaba muy equivocado. Admiraba con fascinación a los luchadores, sus acrobacias, el colorido de sus atuendos, su arrojo para enfrentar rivales que los superaban en talla. Me reía en silencio de algunos que se exhibían semidesnudos, con apenas una trusa que los cubría como taparrabos.

Cuando los carteles afuera de la Arena anunciaron a El Solitario los amigos nos emocionamos y estuvimos puntuales ese miércoles en el patio, para ingresar con sigilo.

En una de esas que me colé hasta abajo del ring, llevé una libreta para pedir autógrafos. Antes de una de las luchas semiestelares, un luchador japonés llamado Shibata se aprestaba a saltar a escena y hacía flexiones en su esquina. Me atreví a pedirle la firma y él de buena gana aceptó, y me dejó unos garabatos escritos en su idioma que me impresionaron.

Cuando los carteles afuera de la Arena anunciaron a El Solitario los amigos nos emocionamos y estuvimos puntuales ese miércoles en el patio, para ingresar con sigilo. Esa vez todos decidimos colarnos por el hueco de la hielera. y nos colocamos abajo del ring. Nadie nos reprendía, ni nos llamaba al orden. Así que andábamos correteando descontrolados por el pasillo que está abajo del cuadrilátero. Cuando apareció nuestro prócer, aplaudimos a rabiar.

La filomena de El Solitario

Ya en el combate, se escuchaban muy nítidos los costalazos y los golpes que se daba con René Guajardo. En el momento culminante del tercer round, de un golpe, el técnico arrojó fuera del ring al rudo. El Solitario había aplicado su patada estelar, la filomena, que conectaba dando un giro completo de espaldas.

El Solitario había aplicado su patada estelar: la filomena.

Guajardo cayó a mi lado y pude ver que de la frente le escurría un tinte rojo que no se parecía mucho a la sangre. Cuando volteamos hacia el ring vimos, al mismo tiempo, que se nos venía encima un bólido enorme, como un misil de ojiva dorada. El Solitario se lanzó sobre él con un espectacular tope suicida.

Apenas tuve tiempo de hacerme a un lado. Cayeron entre el sillerío y quedaron inertes un momento. Arriba, sobre la lona, el refri El Tejano comenzó a contar los 20 segundos de protección. Hasta entonces los dos reaccionaron lentamente, como si emergieran de la inconsciencia por el golpe que se dieron en el lance.

Fue El Solitario el primero que se levantó. La multitud gritó emocionada. ¡El bueno se imponía! ¡El malvado era derrotado! ¡Dios estaba del lado de quienes batallaban para triunfar en buena lid! Yo estaba hechizado viendo al muchacho, con su carátula de oro, el calzón del mismo color, las mallas negras con rodilleras y botas que combinaban con la máscara.

Para ganar el combate, El Solitario solo tenía que subir al ring y así lo hizo. Cuando adelantó la pierna para iniciar el rápido ascenso al tinglado, su rodilla me dio directamente en un costado. Me sacó el aire. El gigante rodó sobre el tapiz y se arrodilló, sin darse cuenta de lo que me había hecho. Quise respirar y no podía. Me estaba ahogando y nadie se enteraba. La gente bramaba encendida y yo estaba a punto de perder el conocimiento. Quería jalar oxígeno, pero mis pulmones entumecidos no respondían. En lugar de estar alertas a lo que nos pasaba en ese territorio hostil, por camaradería elemental, mis amigos babeaban encantados con la resurrección de El Solitario, sin reparar en mi agonía. Hasta que El Tejano le levantó la mano al ganador, unos 20 segundos después, que me parecieron 30 minutos, mi tórax se descomprimió y pude aspirar, aliviado.

Fue un susto irrepetible el que pasé esa noche de lucha libre. A veces, cuando me reúno para echar tragos con los compas con los que fui a aquella función, viejos ya todos, les recuerdo el incidente pero, para mi desesperación, más de cuatro décadas después siguen sin hacerme caso. Parece que me ven como si estuviera inventando la anécdota o como si no fuera importante. Y al ignorarme, vuelvo a regresar a aquella noche angustiosa, abajo del ring, en la que El Solitario me dio un rodillazo en el costado.