En una época de marcada homofobia, era difícil que un muchacho confesara abiertamente su gusto por una boy band como Menudo.
Por Luciano Campos Garza
Beto, le decíamos a mi amigo. Era de mi edad y estábamos abandonando la niñez, para entrar en la adolescencia. Era flaco y, como yo, tenía el cabello lacio, que le caía en la frente. Lo que más me llamaba la atención de él era que hablaba con absoluta tranquilidad, como si gozara de una perfecta paz interior. Su gesto estaba desprovisto de segundas intenciones, como si fuera un ángel.
Por aquellos años, de principios de la ridícula década de los 80, fue el chico más transparente que conocí. Vivía cerca de mi casa y no era de mi barrio, pero siempre le dábamos la bienvenida cuando se aproximaba a la esquina de Hidalgo y Rayón, en el Centro de Guadalupe, donde está el Colegio Benito Juárez.
En ese punto nos reuníamos, como gatos ociosos, los chavales de la cuadra. Betillo a veces iba por sus hermanas, quienes estudiaban en el turno de la noche, y se quedaba charlando con nosotros mientras esperaba que sonara la campana.
En una de esas tardes, me sorprendió con una revelación espontánea: “Me gusta Menudo. Neta. Me gustan sus canciones y cómo bailan los chavos. ¿Qué tiene?” Algunos de los amigos reunidos soltaron risas cortas, como si hubieran escuchado una ocurrencia. El grupo de jóvenes puertorriqueños apenas les gustaba a las niñas. La charla entre los amigos siguió, hablando de los temas comunes: futbol, lucha libre, chicas. Pero yo me le acerqué a Beto para abundar sobre el tema que había tocado, hacía apenas un minuto. Realmente me interesaba muchísimo, y me esforcé porque no se me notara.
Para no llamar la atención, le pedí con voz baja que abundara sobre sus gustos musicales, en particular sobre la banda que enloquecía a toda América Latina. Con su candidez habitual, me dijo: “Me gusta Menudo, no le veo nada de malo. Cuando salen sus canciones, me pongo de buen humor. A veces pongo el casete que hay en la casa, creo que lo compró una de mis hermanas”. Yo estaba perplejo por la revelación.
No era normal que un muchacho confesara su gusto por Menudo. De hecho, no conocía a nadie de nuestra edad que anduviera por esos rumbos de la música, durante aquellos años en que la chaviza era conquistada por géneros machines, como el Heavy Metal, la música chicana y los corridos.
Menudo: un fenómeno sociocultural
En ese tiempo, el grupo Menudo había arrasado en popularidad en México. Recientemente, había desbordado el Estadio Universitario, en San Nicolás. No se hablaba de otro asunto en Monterrey más que de aquel gran concierto, una apoteosis juvenil. Mis compañeras de secundaria los adoraban. Los libros de la clase estaban forrados con imágenes de René, Xavier, Johnny, Miguel y Ricky.

A veces, llevaban una radio de transistores que encendían en la hora del descanso para seguir las transmisiones de los programas que, durante todo el día, pasaban canciones de los muchachos que venían del Caribe.
Mis compañeras se desvivían por los pubertos que, cada fin de semana, se presentaban en sus shows de variedades con el cabello sedoso y pantalones brillantes y ajustadísimos, que, hasta su irrupción en la escena artística, solo había visto en chicas. Recuerdo que uno de esos, en color negro, se puso Olivia Newton-John en el desenlace de la celebérrima peli Vaselina. A ella se le veía muy bien. En ellos se aceptaban, supongo, porque eran famosos. Y a las nenas les encantaban. Una y otra vez se repetían las canciones del disco Quiero Ser. En esos años, en los que apenas comenzaban a popularizarse los casetes, el principal medio para recibir las canciones en boga era la radio abierta, que yo escuchaba asiduamente.
Mi gran problema con Menudo es que, como a Beto, a mí me gustaban mucho sus canciones, pero no podía expresarlo públicamente. Cuando escuchaba Rock en la TV, me daban ganas de agitar los brazos, imitando los movimientos graciosos del quinteto: “Bailo y canto en la televisión, porque quiero que te fijes en mí”.
Mi Banda Toca Rock es una canción tremendamente rítmica, aunque parecía un galimatías: “Porque nos ve y porque no puede. Y porque falta de ir. Por correr tras su quimera…”. Nunca entendí lo que decía, pero sonaba como auténtico rock sudamericano. Fuego era endiabladamente pegajosa: “Voy a ganar la apuesta de juego, ganaré la apuesta de juego y seré la llama de tu fuego…”. En el disco Por Amor, está la canción Y yo no Bailo. Se refiere a un chico que no puede superar su timidez, aunque se muere de ganas de saltar a la pista.
A mí me pasaba igual, pero con mi deseo por expresar que me gustaba Menudo, que me parecía una excelente boy band y que todo el movimiento cultural, artístico y de festividad que lo rodeaba, me parecía genial.
No tenían una gran voz y su entonación era debilucha, pero los ritmos eran danzables. Y sus coreografías me parecían innovadoras. Que los cinco hicieran los movimientos al mismo tiempo era un gran espectáculo. Todo el concepto era súper cool. Pero ya me veía diciéndolo, al tiempo que era objeto de burlas de mis amigos, que seguramente me iban a reprochar: “¡Maricón, te gusta Menudo!” Era demasiado, no lo habría soportado mi espíritu de gustos populares.
La homofobia de la época
Crecí en un ambiente de completa homofobia. En la escena musical setentera descollaba un joven cantante conocido como Juan Gabriel. Cantaba divino, pero sus amaneramientos se consideraban un gran defecto. Muchos años antes que el quinteto de la Isla, Juanga inundó los espacios radiales, con hits consecutivos.
Pero ningún varón podía declararse públicamente fan del cantante. Recuerdo que a un vecino, al que encontraron haciendo quehacer y escuchando en la radio una canción de Juan Gabriel, lo crucificamos. Lo acusábamos de niña, joto, afeminado, porque le gustaban las músicas del que después fue conocido como Divo de Juárez.
Es un hecho que uno crece con ciertas contusiones emocionales, que lo hacen apartarse de determinadas temáticas que comprometen. Entonces, no podía decir que me gustaba el grupo. No tenía el valor que le sobraba al angelical Beto, a quien nadie le reprochó sus gustos, tal vez porque era tan amable, que resultaba imposible motejarlo, recriminarlo y, mucho menos, censurarlo.
Cuando la onda menuda permeó a la juventud de México, las quinceañeras querían que sus chambelanes vistieran como Menudo e hicieran sus coreografías. Mi hermano Alejandro fue elegido como chambelán en una quinceañera. La festejada decidió ponerse moderna y optó por canciones de Michael Jackson, que también pegaba con tubo en el gusto de los jóvenes. Y aunque ejecutaron Beat It, quizás sin proponérselo las coreografías se iban hacia la onda menuda.

Ale era lo contrario a mí. Yo pasaba por desgarbado, indiferente a las modas, reacio a las fiestas e inepto completo en las combinaciones de ropa. Por eso siempre usaba -desde entonces y hasta la fecha- camisas de cuadros, pantalones de Levis 501 y tenis blancos. Así nunca me equivocaba. En cambio, mi hermano era popular, expansivo, parlanchín, se cuidaba el cabello y echaba jabón de calabaza a sus botas. Hasta boleaba sus zapatos de futbol, la noche antes de los partidos en el llano.
En ese tiempo, la moda era el peinado por en medio y Ale empezaba a arreglarse el cabello como René. Para la fiesta del XV años adquirió un pantalón sin bolsas Aca Joe, la marca nueva en el mercado de lo in, y una camisa de boutique, de esas como malla en el pecho y cierres, que a mí me parecían ridículas, como toda la moda de la época. Iban a lo Jackson, pero todos parecían clones de Xavier. Realmente no sentía envidia por el protagonismo que tomaría mi hermano en una fiesta. Jamás habría sido capaz de bailar en público, pues mi timidez era enfermiza. Lo que sí me dolía era que podía expresarse públicamente con canciones que le gustaban, aunque fueran en inglés. Y yo agonizaba en silencio. Cuando escuchaba Cámbiale las Pilas, solamente podía mostrar indiferencia, aunque tarareaba mentalmente: “Rompe la baraja, pon tu vida en marcha…”
En aquella charla con Betillo, que nunca olvidé, recuerdo muy bien que él me expresaba, con mucha seguridad, que nadie le reclamaba que escuchara su música y la cantara: “No soy joto, ni maricón, ni nada de eso. Y nadie me dice nada. Es música como cualquier otra. Me gusta Menudo y no pasa nada. ¿A ti te gusta?” La pregunta fue como un disparo en el esternón. Mentalmente trastabillé, pero no se me notó. “Pues… trae buenos ritmos. No está mal Menudo, pero es mi hermanita la que pone su disco en casa”, mentí. En ese tiempo Katty tenía tres años y papá le había comprado el disco LP de esos muchachos que tanto alboroto provocaban. Y yo lo ponía… para ella, claro. Beto estaba siendo mi confesor, uno noble de verdad, que seguramente habría mantenido el secreto, si se lo hubiera pedido. Era el momento de abrir mi pecho. Si alguien merecía confianza era él. Pero no pude sincerarme. Decidí permanecer en el clóset y perdí la oportunidad de oro de reconocer que a mí también me gustaba la banda.
A Ale lo censuraban algunos otros de los amigos del barrio, porque andaba mariconeando con esas coreografías de Michael Jackson y look de Menudo. Ahora veo que la envidia que yo sentía en silencio, ellos la expresaban con desprecio. Igual pasaba con otro amigo del barrio, Miguel, quien se integró a los Juniors, un grupo juvenil de baile que se presentó en la Plaza de Guadalupe en algunas variedades de los domingos. También vestía pantalones Aca Joe y según se veía, se sentía soñado, formando parte de algo importante. A fin de cuentas, se unió a un grupo de muchachos que, de alguna forma, como imitadores menudos, pretendían ser parte del gran fenómeno sociocultural. “Ay, sí, los Juniors”, decían aflautando la voz, a sus espaldas, pero en realidad, algunos que censuraban querían estar ahí.
Un respiro
Pasaron los años y llegaron las vindicaciones de los derechos humanos. La homofobia fue objeto unánime de reproches y prosperaron en la cultura cívica las cuestiones de género. Llegó un momento en que cada quien podía expresarse como quisiera.
Hasta que estuve cerca de mis 30 años, me sentí seguro. Fue entonces que, en un intercambio de regalos navideños, entre los trabajadores de un periódico donde trabajaba, pedí que me regalaran el CD doble de los éxitos de Menudo. Y eso me fue entregado. Las burlas suaves fueron por la nostalgia, me tildaron de chavorruco, de jovencillo desvelado. Pero nadie me acusó de maricón ni lastimó mi hombría.
Hasta entonces pude escuchar a todo volumen las canciones de aquel grupo que me gustaba en la infancia. En mi carro traía las canciones a todos lados. Me quedé, entre otras, con la balada de Madre. Katty creció y nunca se hizo fan del grupo. Se convirtió en psicóloga y me dice que la rola, además de edípica, está medio enferma, por el extraño apego del chico con su mami. Pero no importa, a mí me parece simplemente tierna.
Tardé dos décadas para que mi alma pudiera respirar a gusto. Donde se encuentre Beto, ha de sonreírme. Siento que me da unas palmaditas en la espalda y me dice: “Te gusta Menudo y, ya ves, no pasa nada”.
Excelente texto.
Creo acordarme de ese betillo jaja acuérdate que había un grupo de raza de Guadalupe Los Juniors y bailaban puras de esas
Me describiste totalmente como fan de Menudo, fueron mis ídolos desde el que vinieron a la plaza de toros y dos veces en el estadio universitario