En un tiempo feliz e irrepetible, los niños teníamos la libertad de circular por las calles, sin cuidado, durante la Noche de Brujas. No era necesaria la custodia de los padres, como ahora, que tienen que seguir a los chicos durante el tradicional recorrido para pedir golosinas en las puertas de las casas.
En mis tiempos, a principios de los 70, los adultos nos asustaban con la existencia de robachicos imaginarios. Aquella amenaza que nos provocaba risa ahora ya está materializada, porque todas las noches entre las sombras hay acechanzas que impiden a los menores andar por las aceras, recorrer el pavimento cuando ya oscureció.
En aquellos días, se desbordaba la imaginación. Un compañero sacó el disfraz más sorprendente que recuerde, en una de esas veladas memorables. Me impactó la indumentaria por su sencillez, que hacía contraste brutal con el esmero que poníamos los demás, para vernos estrafalarios.
¡Noche de Brujas, Halloween!, coreábamos una y otra vez mientras andábamos por la calle Hidalgo, en el centro de Guadalupe, para hacer el circuito de la colecta.
Cantábamos el estribillo, no para que las señoras de las casas se percataran de nuestra presencia y salieran a recompensarnos con paletas. Cantábamos porque éramos felices. Por una noche, disfrazados y multicolores, dejábamos de ser nosotros para convertirnos en esos seres extraños, justicieros, zombis, soldados, fieras.
Éramos La Raza del Benito, porque nos reuníamos en el Colegio Benito Juárez. Cuando llegaba la noche de Halloween, en esa esquina, la de Hidalgo y Rayón, afuera de la escuela, hacíamos punto para juntar al equipo y empezar el peregrinar por las calles. No era que organizáramos un plan para definir trayectorias. La palomilla era compacta y sabíamos, sin decirlo, que teníamos que estar a tiempo para iniciar la aventura.
Había un solo temor colectivo en la Noche de Brujas: las navajas de afeitar. Risiblemente, el miedo era de importación, como muchas otras de nuestras emociones y modas. Se decía que en pueblos de Estados Unidos, gente malvada colocaba en bolsas de palomitas o entre las gomitas, esos afilados instrumentos que algún niño, en algún lugar, siempre desconocido, se había atorado dolorosamente entre los dientes.
Seguramente, a alguien le pasó la tragedia, pero de entre millones de chavales que salíamos a pedir Halloween, nunca conocí un solo caso de alguno que se hubiera encontrado con un objeto dañino entre los chicles Totito, Motita, dulces de Eucalipto, paletas Tutsi Pop, Chupirul, sobrecitos de Cho-Pol, gomitas California. Menos supe de alguien, que se lo hubiera llevado a la boca por descuido o torpeza.
Desdoblamiento de personalidad tras el disfraz
Toda la vida he padecido timidez crónica. Hoy, como en aquel entonces, me enferma la exposición en público. Pero esas noches de travesura o truco, por una extraña razón, experimentaba un maravilloso desdoblamiento de personalidad. Jekyll y Hyde. Algo dentro de mi corazón infantil me permitía darme el lujo del exhibicionismo. Tal vez el anonimato me hacía sentirme seguro. Además, mi mamá siempre fue muy entusiasta y nos animaba, a mí y a mis hermanos, a ser participativos en esos alocados episodios. Sospecho que ella se proyectaba con nosotros y, al hacer que nos camufláramos, vivía la dicha que tal vez le fue negada, en un tiempo en el que las niñas tenían pocos permisos sociales.
En una de esas, recuerdo que extrajo de las profundidades del clóset un saco café, de espalda raída, que había sido de mi abuelo. En esa época a gogó, estaban de moda las pelucas Pixie, como las que usaban damas elegantes como Saby Kamalich, Irán Eory o, en el jet set, Joan Collins. Mamá extrajo una que ya había arrumbado y me la colocó. Recuerdo que era como la del pelo de cazuela que usaba Mireille Mathieu, la francesita de moda. Luego con un delineador me pintó grotescas cicatrices en mis mejillas, y rayas desordenadas con las que me formó barba y bigote.

Aún recuerdo a mi jefita, divertida y amorosa, pintándome cara de maleante. Después de ponerme la peluca y el saco, dentro del que podía chapotear, me dobló hacia afuera las mangas, para descubrirme las manos. Como toque maestro, me amontonó en la espalda una sábana de joroba. El traje de pordiosero, criminal, campanero, era perfecto.
Eduardo el Changai, en ese recorrido, se puso antifaz de papel del Llanero Solitario, una toalla como capa y, como acentuación distinguida, un pantalón corto encima del pantalón. Se veía como un súper vaquero volador.
Noche de Brujas en Guadalupe
Improvisábamos la ruta que, por lo general, era todo Hidalgo, hacia el poniente, hasta llegar a la Presidencia Municipal, donde el Ayuntamiento nos daba dulces a los chiquitines.
Don Beto, el señor de Abarrotes Elizondo, siempre muy serio detrás de sus anteojos severos, como que se ablandaba un poco, y esa noche nos sonreía y nos echaba en la bolsa minichicles Yucatán, con el que a veces daba el cambio.
También eran generosos en la Papelería El Sol, frente a la Plaza, donde nos prodigaban con chocolatines La Rosa. A veces nos aventurábamos por calles de la colonia Polanco, llena de perros bravos, o por la Marte, con escasas farolas. Retornábamos por la calle Guadalupe, hasta Rayón y nos reagrupábamos afuera del Benito para repartirnos el botín.
Un traje especial
En alguno de esos años, se aproximaba el 31 de octubre y todos estábamos ansiosos de que llegara la gran noche. La rutina de los amigos se alteró, porque durante días alguien faltaba. Miguel se había distanciado. Nos dimos cuenta de que iban a la casa de Gera y se pasaban ahí la tarde. Andaban muy misteriosos, hasta que llegó el día de los brujos. Horas antes de que nos echáramos a la calle, los dos, sigilosos, me llamaron aparte para compartirme su secreto. Mis antenitas de vinil detectaron que me revelarían algo importante.
Fuimos a la casa de Gera y ahí en el patio, había una cabeza de caballo negra hecha de papel y carrizo. Durante días, el par había preparado su disfraz colectivo. Hicieron un buen trabajo. El cuerpo del corcel iba a ser un plástico opaco enorme, pues abarcaba tres cuerpos agachados.
En la alineación inicial estaba el Pelón, pero de última hora se bajó del proyecto. Supongo que le dio pena y no quiso participar. Por ello me convocaron de emergencia. Aunque era su segunda opción, acepté con gusto. No sabíamos lo que nos esperaba. Anduvimos toda la ruta encorvados y cubiertos. Nos turnábamos para ir al frente. El de adelante se asomaba por una rendija de la cabeza del caballo, y nos guiaba.
Iniciamos entusiastas, pues el disfraz era original, pero unas cuadras después nos dimos cuenta de que el traje era disfuncional e impráctico. No podíamos pedir dulces, ni participábamos en el recorrido, ni vimos nada de la celebración. Sin embargo, no renunciamos y acompañamos a la flota toda la ruta, aunque con un enorme dolor de espalda, pero enteros. Es imposible cansarte cuando tienes 10 años.

El chocolate Cho-Pol era de los más deseados durante la Noche de Brujas en México.
El mejor disfraz
Lo olvidaba. Haré referencia al mejor disfraz de Noche de Brujas que vi en aquella época esplendorosa. Lo llevó un chico, que no estuvo mucho tiempo en el barrio. Le decíamos Toño y creo que se juntó entre nosotros solo unos meses, como habitante temporal de una casa de renta del área.
Toño se reunió con nosotros en una de esas celebraciones. Al caer la tarde, como de costumbre, rompimos filas en la esquina para prepararnos. Regresamos todos con nuestros trajes de adefesios. Éramos los mismos jorobados, piratas, supermanes, luchadores. Al final, llegó Toño. A diferencia de todos, su decisión se basaba en la sobriedad, no sé si por falta de presupuesto, o de imaginación, o de sencilla pereza. El caso es que optó por llevar una playera blanca, en la que le había inscrito en el pecho, con crayón negro, únicamente la palabra Halloween. No adornó el letrero con calaveritas, ni calabazas. Fue el disfraz más sencillo y significativo, conceptualmente compacto, que alguna vez vi en una Noche de Brujas.
Veo entre nieblas de recuerdos aquellos capítulos de la niñez, que se me presentan como estampas Polaroid, desdibujadas por el olvido. La edición de la memoria les ha quitado todas las fallas y me los ha dejado como episodios perfectos. Después crecí y nunca volví a ser tan feliz, como entonces.
Nuestra comunidad