Hubo una vez, en México, un comediante súper exitoso, que basaba sus presentaciones en chascarrillos con lenguaje subido de tono y en la narrativa de anécdotas picosas, relacionadas con la intimidad, pero descritas con un lenguaje soez, lleno de palabrotas y palabrejas, dobles sentidos y albures, que provocaban delicias entre el público.
Polo Polo se hacía llamar Leopoldo Roberto García, el histrión que recién murió al inicio del presente año. La gente disfrutaba su irreverencia y su alusión directa a situaciones sexuales que, por lo general, se apropiaba como escenas de su vida propia vida, pues era dado a contar chistes en primera persona.
Comercializaba sus presentaciones, con grabaciones en vivo que reproducía en discos LP y casetes que, en ese tiempo, finales de los 80, eran la forma de hacer masivos productos de audio.
En mi época universitaria y de reportero bisoño, hace más de tres décadas, crucé camino con el cómico de fama en ascenso, durante una presentación en el Auditorio San Pedro, en Nuevo León. Fue un encuentro revelador en el camerino, luego de un show con lleno total.
Al día siguiente del evento, emocionado, le dije a mi amigo Fer, un tipo muy culto, que Polo Polo hacía obras maestras con sus chistes, lo que provocó su enojo. Nos contentamos luego, pero es fecha que no me perdona expresarme de esa forma tan alturada, de un tipo al que tildaba de vulgar y embaucador.
Los discos con maldiciones
A mediados de la década de los 80, surgió en México una moda que se popularizó de inmediato: los comediantes que hacían presentaciones denominadas para adultos. Grababan discos de vinyl, long play (LP) y los vendían en las tiendas especializadas denominadas discotecas.
Recuerdo que circulaban los acetatos de Raúl Vale, Natera, Chis Chas, Chaf y Queli, animadores transgresores que contaban bromas utilizando un lenguaje incorrecto y prohibido para espacios abiertos. De esta forma, podías escuchar en casa lo que estos albureros decían en centros nocturnos.
A veces, en las reuniones de chicos y chicas de la Preparatoria, nos sentábamos en torno al tocadiscos durante los 37 minutos que duraba la grabación, para reírnos de las vulgaridades de los cómicos.

A veces, las muchachas se salían a la calle a tomar el fresco, para no exponerse a las majaderías, o se iban a su casa para no participar en esas reuniones de ambiente degenerado.
Injustamente, las considerábamos fresas, pues ahora veo que estaban en su justo derecho de negarse a escuchar lo que eran simples tonterías, contadas con mucha gracia.
El primer disco de Polo Polo
Entonces salió a la venta el primer disco de chistes de Polo Polo “Solo para Adultos”. El país fue pillado por sorpresa por un tipo que era un excelente narrador, con una voz meliflua y variedad de lenguaje. Se reía de las situaciones íntimas y trivializaba el uso de palabas altisonantes, lo que duplicaba su gracia.
A mi hermano le prestaron el casete de Polo Polo un sábado y primero lo escuché sin interés, aunque luego de tres chascarrillos, me atrapó. Era increíble cómo una serie de anécdotas insulsas, presentadas con una entonación festiva, podía provocar carcajadas.
No quería reír, pero me brotaba la risa escuchando al peladete que hablaba de todo, con una voz angelical e inocente que envolvía. Todavía recordamos, los chicos de mi generación, chistes clásicos como la carrera de caballos o el viaje España.
El showman aprovechó la popularidad de su grabación para hacer gira por todo el país. Y llegó a Monterrey. Para entonces, ya trabajaba en la Sección de Espectáculos del Extra! de la Tarde. Mi compañero Adrián también cubría la farándula para el Extra! de la Mañana, o El Extrita, como le decíamos al periódico, por su tamaño tabloide.

Juntos fuimos a cubrir la presentación de Polo Polo en San Pedro, en 1989. El sitio estaba abarrotado de personas que comenzaron a desternillarse tan solo lo vieron aparecer en el escenario, con un traje negro, pechera de holanes, faja de satín y un enorme moño oscuro, como anfitrión de cabaret.
Contó algunas cuchufletas nuevas, y la gente le pidió que repitiera algunas ya conocidas. Obligadamente, narró la carrera de caballos, que fue muy aplaudida.
Al final de la presentación fui con Adrián al camerino, para la entrevista, y el personaje nos atendió con mucha amabilidad.
Polo Polo nos dijo que a la gente le gustaba que dijera en público lo que se decía en privado, que riera de los incidentes que ocurren en la alcoba, y que se sentía en libertad de contar los chistes que muchos habían contado antes, pues para eso de las risas no había copy right.
Al final nos dejó tomarnos fotos con él. Por ahí tengo la mía, bien chavito, y él con una larga melena ensortijada.
Me llamó la atención que, al terminar, luego del abrazo me dijera como despedida, una expresión que a nadie escuché después: “Que vayas bien”.
El maestro
Al día siguiente fui a la facultad. Desde entonces, Fer ha sido uno de mis mejores amigos. Siempre he admirado su esmero por cultivarse. Tiene un doctorado en una universidad de España. Por mi trabajo, yo estaba enterado de todo lo que era el espectáculo y la cultura pop. Pero él sabía todo de ciencia, arte, Historia.
Entre clases le expresé mi experiencia con Polo Polo. Le dije que me pareció muy sencillo el artista. Primer error. Me pidió, como favor especial, y apenas conteniendo su indignación, que no enchiquerara el término; que en la tradición griega, el artista era aquel artesano que ejecutaba con brillante habilidad su técnica, y que eso de andar contando peladeces no requería más entrenamiento que memorizar sandeces entre copas.

Aspirando profundo, para no enfadarse, me expresó que una buena capacidad para retener frases podía hacer que cualquiera de esos presentadores repitiera sus soliloquios y expresara sus logomaquias sin sentido, como los loros, para que gente de sencillo raciocinio pasara un rato de solaz olvidable.
Le conté, luego, la experiencia colectiva que experimenté a un lado del escenario, contagiado por ataques de risa, igual que los centenares de personas que soltaban la carcajada involuntaria, por las ocurrencias del art…, quiero decir, del intérprete. Mi amigo me reprochó que pudiera sucumbir ante los encantos de un merolico, que se aprovechaba de la necesidad de algunos públicos de escuchar, por puro morbo, el lenguaje de la calle a través de un micrófono y en un espacio abierto.
Argumenté: “Te aseguro que te vas a revolcar de risa si escuchas el primer disco de albures de Polo Polo. Es una obra maestra”.
A Fer se le amotinó la sangre de la cara y se oscurecieron los pómulos. Hasta sus lentes de presbicia se le empañaron. Me acusó de estulto, por poner en tan alto rango las habladurías de ese chango. Expuso, como si estuviera yo en un pupitre de primaria, el verdadero significado de lo que era una obra maestra.
En la Edad Media, el magnum opus era un trabajo único de un oficial, o sea alguien que oficiaba de artesano, que pretendía acceder al rango de maestro. Me dijo con vehemencia que, para graduarse, el aprendiz debía hacer una pieza única de su oficio. Algún especialista del gremio supervisaba su trabajo, que debía contar con una exquisitez única. Me explicó que los maestros ya establecidos en sus talleres, no querían que otros artesanos accedieran al rango más elevado, pues les quitaban clientes. Celosos, imponían numerosas y duras trabas para que se consagraran. Por ello, un trabajo aprobado era realmente una excepcional joya de artesanía, que trasciende las épocas.
Indignado, me remarcó que eso era una obra maestra, no las dicharacherías de un tipo deslenguado, que había hecho fortuna con mentes poco exigentes, como la mía. Antes de que se fuera, tuve que ofrecer disculpas, por mi ignorancia. Mi amigo me pidió, únicamente, que fuera más cauto en mis expresiones y me pidió que me ilustrara.
Nos dimos un abrazo. Me gusta pensar que, al despedirnos, mentalmente le dije: “Que vayas bien”.
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