En la Nochebuena de 2019 Lizbeth llamó para preguntarme qué se me ofrecía para la cena, qué me podía regalar y con qué podía colaborar; mi respuesta fue como el aceite que usábamos en mi infancia para intentar arreglar todas las cosas que se descomponían: 3 en 1. Tráeme un Sprite -le respondí. ¿Sprite, el refresco? Sí. ¿Sprite, el verde? Sí. ¿Segura? Sí. ¿Grande o chico? Grande. Tenemos casi 10 años de conocernos y nunca me había visto tomar o pedir refresco. Claro que quería un Sprite. Estaba desesperada, a punto de romper un exilio voluntario sobre las bebidas carbonatadas. ¡Cómo no iba a desearlo! Karl Ove Knausgård (Oslo, 1968) acompañaba con eso sus comidas y en ese momento en que yo leía el segundo tomo de sus memorias Un hombre enamorado (Anagrama) quería saber todo acerca de él, más allá de lo que había escrito en cerca de 3500 páginas de su autobiografía novelada. Quería saber a qué le sabía su comida, su refresco, sus cosas. Quería saber a qué sabía ser escritor. Mis invitados y yo compartiríamos esa noche y el día siguiente lo pasaría leyendo, leyéndolo, sin interrupciones. Gracias a su apasionada narrativa, ya estaba sentada en su mesa: ahora me faltaba vivir el sabor. Por supuesto, para la cena de navidad ofrecí unos ostiones como los que él preparó para recibir a sus amigos.

Jaime Mesa (Puebla, 1977) fue el escritor que tuvo a bien tomar a Karl Ove, como parte de su disertación en el Diplomado en Literatura Europea que impartió el INBAL en 2018 y que yo tomaba en la Casa Universitaria del Libro. Seis tomos. 3500 páginas. Autobiografía novelada.

Destinado a la polémica desde el nombre del primer tomo Mi lucha, como el libro escrito por Hitler. Quise leerlo. Quise leerlo todo, con puntos, comas, puntos suspensivos, signos de admiración y exclamación. Y poco a poco, conseguí comprar los seis tomos. 

Knausgård decide contar su vida a partir de la muerte de su padre e inicia un arco temporal que nos lleva a su madurez, confesándose enamorado y, desde la visión cinematográfica, con la cámara al hombro nos conducirá a su infancia, sus estudios, sus excesos, hasta cerrar el arco del tiempo en el presente narrativo donde se detiene la historia. 

¿Qué le corresponde contar y qué no? A fin de cuentas, es su vida, pero también es la vida de los demás. Todas las personas que lo rodean se convierten en personajes de su vida, y por lo tanto, de su novela. Karl Ove no escatima detalles y tiene ese poder de antojar un Sprite a alguien que se había alejado de esas bebidas. Maneja el lenguaje, desnuda emociones, presenta personajes -lo que le conduce a varios pleitos legales- se desprende de sí mismo para vivir la paradoja de entregarnos su esencia al mismo tiempo que está más cerca de su centro al saberse describir. Desde el microscopio emocional de su lenguaje, disecciona instantes que comparte página tras página, letra tras letra, lágrima tras sonrisa, ensayo tras digresión. 

Se le ha comparado con Proust  y es considerado el mejor escritor noruego de la era moderna. Ha obtenido diversos premios de narrativa a nivel nacional y regional. Le tomó cerca de diez años escribir su novela. A mí me tomó casi cinco años leerla. Lo llevaba conmigo, comíamos juntos, fui al funeral de su padre, vi nacer a sus hijos, sufrí sus dificultades para publicar y me avergoncé junto a él del bañador barato que le compró su mamá. Al darle la vuelta a la página final, me siento desolada, huérfana. Más que terminar un libro, siento que he dejado atrás a un amigo.