Cuando se acerca el Día del Libro, la emoción me invade. Celebro mucho leer los post que festejan su existencia, sobre todo aquellos donde los autores que admiro hablan acerca de su primer libro. Al mismo tiempo habita en mí la incertidumbre, pues no recuerdo cabalmente cuál fue el primero que leí.
Hay una foto familiar que me encanta. Cada vez que la veo, la gratitud se apodera de mi alma. En ella estoy con varios de mis hermanos, cada quien trae en sus manos un libro acorde a su edad y gustos. Yo, la menor de todos, en ese momento tendría cinco años, y en las manos tengo un comic de La pequeña Lulú.

Dormía junto al librero de mi padre, y cuando comencé a leer, aprendí de memoria los títulos de los libros. Don Polo, ministro evangélico, tenía una colección de literatura religiosa donde, por supuesto, había muchas versiones de La Biblia. El nombre de Flavio Josefo –Antigüedades de los judíos– lo recuerdo mucho porque me costaba deletrearlo. Aún me cuesta. Lo confundía con el Favio que cantaba en la radio que cortó una flor y llovía llovía. El contenido de esos libros me intrigaba, pero no era algo a lo que pudiera acceder, pues eran de mi padre.
Mi abuelo compraba cada semana los fascículos de una enciclopedia que se llamaba Monitor y en la que venían esquemas detalladísimos de las palabras que en ella aparecían. ¿Cómo se hacían los coches? Eso venía junto a “armadora”. ¿Y los barcos?, en “astillero”. Después de estos libros se abre la interrogante. ¿Cómo llegué a la literatura? Salto al precipicio del tiempo para encontrarle la punta a este hilo.

Sábado a sábado, llegaban a casa las revistas de Lágrimas y risas, junto a Kalimán y Memín Pinguín. Bebí las historias de Yolanda Vargas Dulché: Yesenia, Rarotonga, Gabriel y Gabriela, Rubí.

Poco después, Editorial Novaro editó las Novelas inmortales y ahí conocí a Eugenia Grandet -de quien me enamoré perdidamente-, también Los miserables, La piel de zapa, Las doce labores de Hércules, Dr. Zhivago, El hombre que fue jueves, El fantasma de la ópera, entre tantas otras. Estas revistas, con dibujitos, fueron las que sembraron en mí el deseo de leer más historias.
En primaria, el día más feliz era cuando llegaban los libros de texto, especialmente el de Lectura, con su infaltable prólogo de Armida de la Vara. Aunque era un libro para todo el año, lo leía en una semana. Lamento no conservar alguno de ellos, terminaban muy ajados de tanto que los leía.

Después llegó a casa la Colección Salvat, y comencé a leer una novela por semana. Ahí pude leer completa a Eugenia Grandet, conocí la prosa impecable de Balzac; Simone de Beauvoir hizo su aparición de la mano de La mujer rota y ansié jugar Billar a las nueve y media, con Böll. Ana Karenina y Madame Bovary se convirtieron en amigas de Eugenia Grandet.
Secundaria y preparatoria la pasé leyendo. Al entrar a facultad, suspendí un poco; ansiaba las vacaciones para sumirme en las historias de los libros. Después retomé para -espero- nunca soltarlo. Suspiro enamorada. A pesar de este ejercicio de memoria, no recuerdo cuál fue mi primer libro. Sólo sé que es miércoles y hoy toca, como cada semana, ir por mi ejemplar de las Novelas Eternas de la Colección Cranford.
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