Cuando eres un chaval debes realizar, como parte de tu formación personal, un viaje de excursionismo. Es incomparable la odisea de quedarte a acampar un par de días, por lo menos, en el bosque, en despoblado, en algún lugar agreste apartado del mundo.

Si no tuviste esa experiencia, te perdiste de algo.

Mi viaje de camping juvenil lo hice con mi palomilla en Las Adjuntas, un paraje boscoso ubicado en la Sierra de Santiago, a unos 50 kilómetros al sur de Monterrey.

Los cuatro días de un fin de semana de abril, de 1985, transcurrieron como un viaje vacacional de muchachos de la clase media, que aprovechaban el asueto de la Semana Santa para darse la gran escapada.

Quienes fuimos coincidimos, aún ahora, en que fue de los más emocionantes pasajes de nuestra lejana adolescencia. Estuvimos ahí amigos que aún veo y que, como yo, registraron aquél como un episodio inolvidable.

El autor del texto, franqueado por Memo, a la izquierda; y José Ángel.

Cuando echamos tragos, ya todos viejos, casados o divorciados, con la vida decidida, recomponemos cada vez ese capítulo colectivo de nuestra mocedad. Con retazos, formamos la imagen de aquellos momentos, como si fuera una colcha ajada, que remendamos cada vez con parches relucientes, que de inmediato se gastan.

Ya no importa la certeza de los datos: a fin de cuentas, la vida no es la que uno vive, sino la que uno recuerda. Lo cierto es que estuvimos ahí y, como dicen los clásicos, las alegrías, si se comparten, son mejores.

Las Adjuntas está en el camino hacia Matacanes. Foto cortesía de Toño Hernández.

El reto solitario

Es un reto tremendo eso de estar en solitario en la montaña, sin la ayuda de mamá, que te prepare el desayuno, te lave la ropa y te diga qué pomada untarte en los raspones.

Lo que te queda, en caso de apuro, es el consejo de los camaradas que son siempre solidarios pero que, ya en plena travesía, se desentienden de cualquiera de tus problemas, porque ahí vas a divertirte, no a quejarte.

La emoción inició días antes, cuando se determinó hacer el viaje al cañón Las Adjuntas. Como siempre, eran los cuates Oscar y Arturo, los líderes del grupo, los que proponían, organizaban y disponían. Como ya habían ido antes, eran veteranos de la travesía.

Ellos habían estado en el Pentatlón, junto con Gera, que también sabía de excursiones. Como ya les habían dicho cómo se arma una tienda de campaña con una sábana, tenían más experiencia que los demás.

Éramos un grupo como de diez chicos bulliciosos, con edades que iban de los 15 a los 22. Desde una noche antes, fueron a nuestras casas a hacer el atado de las colchas y rellenar de víveres las mochilas.

De izquierda a derecha, Memo, Ronaldo, Ramiro y Alejandro.

En aquella ocasión, yo le robé a mi jefita unas cuerdas de nylon del tendedero y me sirvió para empacar la frazada, con asas que me ajustaban muy bien en las axilas. Para que no me calara en los hombros, improvisé cartones gruesos que corté de una caja, y me los puse en las clavículas. Ramiro llevó un cómodo sleeping bag. Le echamos carrilla, por fresa, pero en el fondo lo envidiamos.

Para la comida, ya sabíamos que no debíamos llevar latas, ni frascos que son pesadísimos. Todos los víveres los echábamos en bolsas de plástico.

Nos reunimos el jueves a las 5 de la mañana en la esquina de Hidalgo y Rayón, como siempre, afuera del Colegio Benito en el centro de Guadalupe.

Emocionados, abordamos el camión en La Carretera que nos llevó a la Central de Autobuses. De ahí, cogimos el bus hacia el Álamo. En el trayecto de unos 30 minutos nos topamos con otros chavos, estos más grandes, como big boys, que harían la misma travesía.

Uno de ellos, con lentes oscuros, llevaba una guitarra y comenzó a tocar We are the world. Lo escuchamos con reverencia y admiración, porque la rola le salió muy bien. Nos bajamos en la Plaza del Cercado, que está sobre la Carretera Nacional, donde inicia el arduo recorrido de la excursión a Las Adjuntas.

Imagen reciente del camino a Las Adjuntas. Cortesía de Nuevo León Travel.

El ascenso

Como es la costumbre, un buen samaritano nos llevó en camioneta hasta el punto de partida para el ascenso, que es el estacionamiento en el Hotel de la Cola de Caballo.

El tirón es largo, como de unos seis kilómetros, por lo que sí se requiere ayuda para ascender por la pendiente pavimentada que serpentea sierra adentro.

Ya arriba, comenzamos a internarnos en el bosque, por un camino vecinal en la ruta de La Nogalera, y requerimos el auxilio de otra camioneta que nos empujó hasta el punto conocido como Corral de Piedra, donde a eso de las 10 de la mañana tomamos refresco y algunas galletas para iniciar, ahora sí, la travesía en esta excursión a Las Adjuntas.

A los 15 años, jugaba futbol y estaba flaco. Mis pantalones eran talla 28 y mi condición física era perfecta, igual que la de todos los compañeros, que nos manteníamos ejercitándonos. El ascenso, aunque laborioso, fue sencillo. A esa edad uno tiene los muslos corriosos, y los tobillos de hierro.

Como excepción, el Rober batalló más que todos. Alto y con sobrepeso, no era deportista, así que tuvo que hacer un esfuerzo mayor para el ascenso. Era más fornido que panzón, pero en esa aventura pasó como el infaltable gordo de la tropa. Inconsciente de su condición vulnerable, el pobre tuvo la ocurrencia de llevar la grabadora de casetes de su hermano Ramiro. No solo tenía que cargar con sus pesados huesos, sino también con el único objeto valioso y, por añadidura, el más delicado de toda la misión.

Las Adjuntas nacimiento rio Ramos
Nacimiento del Río Ramos. Las Adjuntas, Nuevo León. Foto cortesía de Toño Hernández.

A medio trayecto, agobiado por la fatiga, al pobre Roberto se le iban los colores de la cara y las mejillas carnosas se le hundían por el esfuerzo. Todos nos mostramos fraternales y lo ayudábamos a acomodarse la colcha, a cargar con la mochila que se le escurría por la espalda, a esperarlo cuando se demoraba.

Es necesario estar preparado para hacer una travesía de unas cinco horas de ascenso por la sierra. Yo traía unos tenis Mizuno, perrísimos para andar de domingo en La Plaza, pero desastrosos para la excursión. Eran de suela de goma, y cuando había trascurrido una hora en la vereda, sentía que andaba descalzo. Fue solo una incomodidad en el trayecto, pero aprendí que para esas tareas hay que llevar suelas gruesas. Los tenis Converse son fatales, también, para los caminos llenos de lajas, rocas, y demás accidentes de la topografía.

Uno de los tramos más complicados de la excursión a Las Adjuntas fue una pendiente empinadísima que llamamos la U, porque en lo alto entre los árboles, se veía una formación con forma de la vocal. Subimos como quien escala un acantilado, arrastrando rocas, que tenía que eludir el que venía abajo.

Alcanzar la cima fue un triunfo. Entre exhalaciones descansamos unos momentos, mientras nos dábamos cuenta de que a un lado, a unos 10 metros, había un apacible sendero que desconocimos y por el que -descubrimos tarde- iban subiendo sin dificultad otros paseantes.

Camino de sueños por Las Adjuntas

Vadeando cañadas, anduvimos por el flanco resbaladizo de la montaña hasta llegar, finalmente, al río Las Adjuntas.

Para alguien como yo, animal de ciudad, desacostumbrado por completo al contacto con la biosfera, la revelación fue una maravilla. El afluente se derrama cristalino y frío, bajando manso por el cañón de la montaña.

A los lados había otros muchachos citadinos, igual que nosotros, que supuraban vitalidad, juventud, adrenalina. Pasamos a un par de veteranos canosos de ojos claros, que parecían gringos y estaban completamente desnudos, moviendo una red para atrapar mojarras. Amistosos y desinhibidos, con el agua a las rodillas, nos saludaron con sonrisas.

Paseo Las Adjuntas Nuevo Leon Ruta Familiar
Una joya más del Parque Nacional Cumbres. Foto cortesía de Toño Hernández.

El sitio vibraba muy alto, con tantas emociones y anhelos acumulados de muchachos con aspiraciones y con enormes ganas de vivir. No lo sabíamos, pero estar entre coníferas, lejos del asfalto y los edificios, nos provocaba una euforia que nos alteraba la realidad. Mientras bordeábamos el río, entrábamos en un sueño.

Caminando los últimos centenares de metros, en el ambiente fresco del mediodía, encontramos un buen punto, a un lado de un peñón donde unos muchachos se echaban clavados. Como siempre, los cuates decidieron que sería ése el lugar donde iniciaríamos nuestra odisea de cuatro días.

(continúa)