En mi vida, he pisado dos veces la Cola de Caballo, ese paraje turístico que despreciamos los regiomontanos. Reconozcámoslo: preferimos hacer otros paseos, como ir a comer a la Carretera Nacional, en Montemorelos o Allende.
Los que vivimos en la zona citadina de Nuevo León, somos más dados a hacer el recorrido urbano por el Paseo Santa Lucía o por la Macroplaza. Se nos antoja más, por lo sencillo, hacer un recorrido de compras poquiteras por el andador peatonal Morelos, que subir a la Sierra de Santiago a apreciar la espectacular caída de agua de unos 27 metros de altura, que emerge de un manantial milenario, como un milagro de la tierra.
Fui a la Cola de Caballo la semana pasada, por segunda ocasión, y encontré lo inesperado.
La visión que tenía del paraje estaba deformada por la nostalgia y el tiempo. Tendría unos ocho años cuando acudí con mis tías y, de la mano de mi madre, vi asombrado por vez primera ese chorro espumoso y blanco, que se abría en un pronunciado declive, como un prodigioso velo de novia, ondulante y vivo.
Con un elote chiloso en la mano, los labios embarrados de crema y ají, presencié el prodigio del que durante toda la mañana estaban hablando las señoras como el destino dominical.
De buenas que tía Chuy estaba dotada de un nunca satisfecho espíritu explorador, y era la que proponía las salidas inusuales. En alguna ocasión nos llevó, a los sobrinos, a comer pollo asado a un paraje que me parecía desértico y lejanísimo, y que, al llegar, identificó con el cómico nombre de Cuesta de Mamulique.
Partículas frías
Ya sabía que existía la famosa caída de agua, pero me sentí maravillado al sentir la brisa fresca que me salpicaba con partículas frías. Encontrarse por vez primera con la Cola de Caballo es una experiencia inolvidable, como si la sola visión de la estampa turística tuviera un magneto y algunas vibraciones especiales aún reverberan adentro de uno con el paso de los años.
Regresé la semana pasada y me sorprendió nuestra pequeña maravilla natural. Lamenté haber sido injusto con ella todos estos años porque, teniéndola, no le había pagado visita.

Más divertido era andar curioseando en los alrededores, para ver el musgo que se forma en los promontorios a los lados de la cascada.
Pensé que toda la ciudadanía atrapada en la selva urbanizada deberíamos peregrinar hacia allá como tributo a la naturaleza. Luego de un desayuno en el casco de Santiago, Yeni y las niñas decidieron seguir unos kilómetros, hacia el sur de la Carretera Nacional, para echar un vistazo al paraje turístico.
De nueva cuenta me volví a sorprender, pero esta vez por todo lo que hay alrededor de esa fracción de bosque habilitado para paseo, convertido ya en una industria de la que, espero, se beneficien muchos.
Hacia la entrada de la Cola de Caballo
Es muy disfrutable el recorrido de unos 15 minutos en coche, desde la Carretera, serpenteando por la vía inclinadísima y bien pavimentada.
A los costados, abundan los establecimientos con muebles de madera rústicos, negocios de artesanías, de venta de cantera y mesones para comer los platillos hechos en los traspatios. O al menos esa ilusión provocan, cuando enseñan a un lado de la entrada un fogón encendido y lleno de palanganas donde, se supone, se cuecen los chicharrones y las morongas.
El paseante desprevenido es acosado por decenas de franeleros que ofrecen sus estacionamientos, que no son más que sus traspatios o puntos a un lado del camino de los que se han apropiado para hacerlos sus aparcaderos, a un costo abusivo de 50 pesos. Y uno tiene que tomar el espacio, suponiendo que más arriba el sitio está saturado de coches. Error.
Lo recomendable es seguir hasta la entrada del llamado oficialmente Parque Ecoturístico Cola de Caballo e ingresar al estacionamiento dispuesto que se encuentra semivacío y tiene un costo de 30 pesos. Solo que pocos lo requieren, porque han dejado su coche más abajo y subieron los últimos metros a pie.
Actividades y ecoturismo en la Cola de Caballo
Ya adentro, hay instalaciones para deportes extremos, como tirolesas, bungee y juegos de trampolín, con un área especial de bungees trampolín para los niños. Los senderistas se la pasan bien, si van de largo y hacia arriba de la Sierra Madre Oriental.
A la orilla del río, que discurre tras la caída, hay asadores para que las familias lleven sus carnitas y las asen. El consumo de cerveza está permitido.

Nuestra barranca con caída no tiene la inmensidad de las Cataratas del Niágara, ni el torrente colosal de las del Iguazú, pero es nuestra…
A diferencia de aquellos años de la infancia, en que había que ascender en medio de un camino de terracería, ahora ya todo está tapizado por un funcional andador de concreto que desemboca directamente en la cascada, la estrella del paseo.
Algún Ayuntamiento tuvo la idea de construir una especie de mirador enfrente de la caída de agua. El alcalde en turno no previó lo que se vendría en el futuro: ahora ese espacio reducido ya es insuficiente para recibir a los turistas que tienen que apelotonarse en torno a un barandal, en un espacio reducido, o dispersarse en otras áreas donde el espectáculo no se ve de frente, aunque sí cómodamente y con una perspectiva disfrutable.
Las nenas se mostraron curiosas por la alta estela de agua y se tomaron fotos. Les hablé de mi incursión al mismo terreno, cuando tenía su edad, pero se mostraron poco interesadas. Más divertido era andar curioseando en los alrededores, para ver el musgo que se forma en los promontorios a los lados de la cascada. Se alegraron al detectar el arcoíris que se forma con las partículas de humedad que se desprenden del torrente y llenan la atmósfera con sensaciones frías, muy agradables en el calor de 30 grados a la sombra.
Va, nuestra barranca con caída no tiene la inmensidad de las Cataratas del Niágara, ni el torrente colosal de las del Iguazú, pero es nuestra y se erige con identidad propia, como una señorial maravilla de la hidrografía que se decanta agresiva en ese tramo, hacia la presa La Boca, que se encuentra próxima.
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