Lo que pasó esa noche era toda culpa de Rosendo. Él le metió la idea a su hermana y su marido de que ofreciera esa cena navideña al gran cineasta Nomo, que habían conocido apenas la semana pasada en la Ciudad de México.

La reunión se gestó muy rápido, después de que la pareja voló de regreso a Monterrey. Rosendo me entregó en la mano una invitación pomposa y lacrada. Las cartulinas de la invitación exhibían en letra cursiva y dorada el membrete de Doctor Salomón Escobosa y Señora. Me sentí mal por ella, pues las invitaciones debían decir, propiamente Y Licenciada Beatriz Esquivel. Pero algunas veces la gente de la high conserva tradiciones bastante low.

El famoso cineasta iba a presentar su nuevo documental en la Cineteca de Nuevo León, en Fundidora, y de ahí se trasladarían a la casa de los Escobosa, en la colonia del Valle, a la velada para agasajar al invitado. La anfitriona, versada en la cocina refinada, prepararía alguno de sus célebres platillos que, entre la sociedad sampetrina, eran legendarios por exquisitos. Por orden de mi patrón Rosendo, tenía que estar presente en la cita del 23 de noviembre.

Yo no quería ir. Sospechaba que me llamaban a la tertulia para que el invitado tuviera tema de conversación. ¿Qué tenía qué hacer entre personas con las que no estaba acostumbrado a interactuar? Yo tenía veintiuno, y todos los médicos convocados rondaban los cincuenta. Nada en común. Desconocía la edad del cineasta, pero no era viejo. No sabía comportarme en sociedad. Ignoraba cómo agarrar los cubiertos, o cuándo tomar en vaso o en copa. Si me hubieran puesto a un lado un perchero, no sabría cómo usarlo. Una vez luego de comer mariscos, en un restaurante de categoría, me sirvieron un plato con aromas, y estuve a punto de tomarlo, si no es porque el mesero me susurra que era para lavarme las manos.

De buenos modos, pero con determinación, Rosendo me dijo que le echara la mano, que no jodiera, que yo, como crítico de cine, tenía que dar la cara por la revista, pues en el gremio de los médicos solo se ocupan de hablar de escalpelos, adiposidades, raqueas y tractos, y ninguno podía sacarle plática interesante a Nomo. Me animó, diciéndome que debía sentirme importante, pues sería el centro de atención, junto al genio. Además, la gente con la que departiría era importante, y algún día me podrían servir para una recomendación, un favorcito. Camán, como si fueran ellos los que me intervendrían si tenía problemas con la vesícula. A menos que cumplieran turnos en el Seguro Social.

Yo tenía ya dos años colaborando con Justicia ¡Ya!, una modesta publicación familiar que había fundado don Felipe Esquivel, padre de Beatriz y Rosendo, hacía unas cuatro décadas atrás. La licenciada Beatriz ocasionalmente colaboraba con poemas y algunos textos lindos que pasaban con inspiración por su corazón.

Es indispensable aclarar que Justicia ¡Ya! había nacido como una hoja suelta, para denunciar atropellos que ocurrían en barandilla de Monterrey y su zona metropolitana. Se repartía, en el inicio, como un libelo a las afueras de los juzgados, pero había evolucionado hasta convertirse en cinco hojas papel oficio dobladas a la mitad con mucho cuidado y engrapadas por en medio, para distribuirlas como una revista semanal. Se imprimía solo en color azul. Las fotos estaban en un chillante color cian, y los textos igual. Una vez le dije a Rosendo, que la publicación era bastante feíta y se ofendió, porque era un legado de su papá y debía referirme a ella con respeto. Nunca se lo repetí, pero aún hoy pienso lo mismo, está muy fea la Justicia. Yo escribía ahí comentarios de películas y lo hacía con gusto, a cambio de una sencilla compensación. Lo mío era una simple columna.

Pero el encargado de todo el periódico era El Puma.

El Puma

José Luis Rodríguez se llamaba el servicial reportero, redactor, fotógrafo, distribuidor, impresor, engrapador y cobrador, facturador de Justicia ¡Ya! Por su nombre, desde niño le dieron el remoquete obvio, asociándolo con el cantante.

Yo le decía que no había algo más naco que ese apodo, pero él se reía porque no se enojaba por nada y siempre estaba buen humor. Tendría como unos treinta años El Puma, y hacía todo para el semanario. Pero también siempre estaba a disposición de la familia Esquivel. Hacía mandados o iba a pagar los recibos de servicios. Rosendo y Beatriz lo llamaban para cualquier imprevisto y él acudía con guapura para dar siempre soluciones. Me reía en silencio cuando ella lo llamaba. Le hablaba de usted y le decía don Puma, señor Puma, oiga Puma.

Discutíamos en el cuartito que tenía Rosendo en su enorme casa, y que usábamos como sala de Redacción. Cuando yo comenzaba a decirle que mi presencia en la velada era mala idea y que yo no tenía un saco decente para ponerme, me calló levantando un dedo. Adelantándose a mis remilgos, se asomó por la puerta a la calle y silbó hacia su camioneta. Como enderezándose, vi al Puma que, me di cuenta, estaba dormido en el asiento.

Desperezándose, y jadeando para espabilarse, acudió presto con un saco negro, raído en la espalda, como papel lustrina, y con coderas color carne. Le dije que ese saquito lo había usado Miguel Bosé recién llegado a México. El Puma, dueño de la prenda, me acusó de desconocedor de modas. Me dijo que los usos europeos habían regresado las coderas a las pasarelas de Milán, y que el traje se completaba con una camisa blanca, pantalón y zapatos oscuros.

Yo pensé que iba a tener que usar los de mi papá, porque yo siempre andaba en tenis. Mientras metía los brazos en el saco, inesperadamente, El Puma corrió al coche y regresó con unas hojas que le mostró a Rosendo: era la portada del número de Justicia ¡Ya!, que comenzaría a circular al día siguiente. Exhibía el rostro del cineasta Nomo en la portada.

Como último recurso desesperado, le dije que no tenía coche y que los camiones dejaban de pasar temprano, pero me aseguró que pedirían taxi para llevarme a casa, al terminar la cena. Me habían atrapado y me comprometió a acudir a la velada.

La velada

Mi hermano Omar me dijo una vez una regla que siempre se cumple: si vas a un lugar al que no querías, te la pasarás muy bien. Nomo resultó ser un tipo de lo más mamón, y por eso me cayó bien. En las presentaciones, me dio la mano de dedos guangos y desganados. Ni me miró. Cuando giró la cabeza, vi que debajo de la boina asomaba una calvicie que evidentemente quería ocultar. También le detecté algo de orzuela, sobre el sacón de gamuza café. Ya había averiguado de él y sabía que se llamaba Elías Segovia Nomo. Lo presentaban como cineasta oriental, pero su abuelo era el migrante, aunque se hacía llamar por el apellido que le dio su madre.

Resultó que el tipo había ganado un concurso de documental en la UNAM, algo sobe el reciclaje de las toneladas de papelería que empleaba cada año la institución. Había hecho algunos cortos, entre ellos uno de una biopsia, para las que llevó una cámara y un iluminador adentro del quirófano, donde intervenían el doctor Escobosa y sus colegas. Eso había ocurrido como seis meses atrás. En Youtube había visto la producción, y me impresionó. Estaba muy bien fotografiada. La lente se había sumergido en las tripas de una persona. Junto con tomas de endoscopio, que se insertaron, quedó un corto documental muy decente, que fue seleccionado en un festival de Polonia. Como le dio crédito al médico regiomontano, y a la asociación de cirujanos, y al hospital que fue el set de su producción, Escobosa le retribuía con esa cena en su honor, aprovechando que pasaba por la ciudad para exhibir su nuevo corto, con entrevistas testimoniales de reclusas de Santa Martha Acatitla.

Instalados en la sala, por la ventana vi que la residencia de los Escobosa era espléndida. Había un enorme patio arbolado con una piscina en el centro. Pensé que debíamos estar allá, asando carne y tomando cerveza helada, pero no, los anfitriones nos sentaron en un cómodo espacio de sillones blancos y mobiliario antiguo. El piso era parqué y hasta sentí dolor poniéndoles encima zapatos de Coppel. Había cuadros abstractos en las paredes, algunos de los cuales había elaborado la anfitriona, con muy buen gusto.

Cuando llegué, ya estaban las parejas de médicos degustando aperitivos. Debo decir que los anfitriones vestían con una moda de película Hallmark: traían holgados ugly sweaters navideños, rojos y azules, con un venado sonriente y una borla peluda en la nariz. Debajo, por supuesto, él llevaba corbata y ella una blusa de gasa. Por elegantes, parecían sacados de película gringa. Los demás convidados portaban blazers y corbatas, y ellas trajes de sastrería. Desentonábamos el ilustre invitado y yo. Viéndolos elegantes, sentí como si una acidez me recorriera por todo el cuerpo. Mi angustia era de vergüenza.

Maldije a Rosendo por forzarme a parecer un figurín, con saco prestado. Como Nomo también estaba impropiamente ataviado, como no queriendo, nos juntamos para platicar. Resultó que no sabía nada de lo básico que debe conocerse de cine. Ignoraba las producciones de Peckinpah y, de Truffaut, solo sabía que era francés. No había visto siquiera los primeros trabajos de Spielberg. Desconocía de nombres como Landis, Hughes, Crowe, Donaldson. De cine mexicano no había visto la trilogía de Cazals, ni los trabajos de Urueta, ni Orol. Vaya, se había perdido lo básico de Ripstein y no sabía quién era Taibo. Concluí que era un tipo que sabía manejar muy bien los fierros de la producción, como cámaras, fresneles y la isla de edición, pero que de historia e ideas del cine no sabía nada. Sintiéndome íntimamente superior a ese papanatas laureado, me relajé.

Mientras los médicos toman martinis y coñaques, y sus esposas algunas bebidas suaves de frambuesa y piñas coladas, la señora Beatriz apareció en la sala. Teatralmente se recortó en el marco de madera y con una sonrisa impecable nos llamó a la mesa. Noté, hasta entonces, que el cabello le brillaba por espray. No se le movía una sola hebra, como si se hubiera colocado un casco de pelos oscuros. El maquillaje suave en las mejillas la hacía ver linda y distinguida. A su lado se colocó el doctor Escobosa, de piel blanca y cabello negro, y le detecté una dentadura perfecta, simétrica y brillante. Me pregunté si no eran dientes postizos. La mandíbula cuadrada le daba distinción.

Le mesa era de fina caoba, cubierta por unos manteles coquetos. Cuando tomé asiento vi, con horror, que había cuatro hileras de cubiertos a los lados de cada plato. La anfitriona nos anunció que sería una cena por tiempos, preparada por ella personalmente. El plato fuerte era pechuga de pollo rellena de queso de cabra con nuez, bañado en salsa de tomate deshidratado al tequila. Los médicos y sus señoras, habituadas a esas ceremonias, sonrieron aquiescentes. Yo congelé una sonrisa de pretendido acuerdo. La anfitriona presentó en la mesa, de botana, una tabla de quesos que podría picar, antes de pasar a la entrada.

La entrada

En esto estaba cuando nos sobresaltó un estruendo, como de un azote. En línea recta hacia el recibidor, todos los comensales desde la mesa vimos a El Puma que había traído un paquete atado, con la edición de Justicia ¡Ya! La señora Beatriz se disculpó y fue a su encuentro, para averiguar qué se le ofrecía al señor Puma. De lejos vimos que dialogaban algo.

La anfitriona se introdujo en la cocina y salió con su bolso de mano, sonriendo hacia el piso, algo apenada. Extrajo unos billetes y se los entregó al recién llegado que, con pulgares alzados, nos saludó. La señora Beatriz se dio media vuelta y creyó lo mismo que todos, que El Puma se retiraría, pero no. Estaba hincado sobre el atado de ejemplares de la publicación. Escuchamos que un sartén chisporroteaba en la lumbre, por lo que la señora, que iba a ir a su encuentro, seguramente para despedirlo, tuvo que apurarse para sacar de la lumbre los tomates.

Después de remover el platillo, la Licenciada Beatriz regresó al asunto pendiente, solo para encontrar que, en el descuido, El Puma estaba a un metro de la mesa, con un bulto de ejemplares que, dijo, le quería entregar personalmente a ella, para que luego se los diera a sus invitados. Pretendiendo complicidad, con una sonrisa le dijo que se luciría si le daba la revista al cineasta. Cuando extendió las manos para recibir los ejemplares, paciente ella e incómodos nosotros, sonó su teléfono celular, al mismo tiempo que el del doctor.

Intercambiaron miradas y sonrisas y dijeron que sus hijos estaban de fiesta y les llamaban. Se disculparon y se apartaron de la mesa. Con un mondadientes, cogí un pedazo de queso de la deliciosa entrada y lo mordí, cuidándome mucho de no abrir la boca. Nomo, en cambio, estaba agarrando el queso con la mano y colocándolo en una tortilla para hacerse un taco. Aproveché que los anfitriones estaban al teléfono para ir al baño. Debí tardar unos dos minutos y cuando regresé, al lado de cada uno de los comensales había una revista colocada.

Una revista colocada

La señora Beatriz estaba boquiabierta. El término para esta ocasión es preciso, porque tenía la boca abierta de asombro. Un poco incómodos, en la mesa los médicos y sus esposas cogieron la publicación para hojearla por cortesía. Algunos curveaban la boca fingiendo complacencia, o enarcaban las cejas, pretendiendo asombro. Nomo estaba entre feliz y divertido. Agradeció el detallazo y preguntó si era la revista de la familia que le habían platicado. Yo hice la portada, dijo El Puma, sonrojado y cándido, como si aspirara el aroma de una margarita.

La señora Beatriz me llamó aparte, para que le ayudara con algo. A un lado de la cocina había una bodeguita de la que me pidió que extrajera una caja de aceites, para ponerla en una repisa. En realidad, me quería para preguntarme, un poquitín molesta, si sabía que vendría José Luis y le dije que no tenía ni idea.

Mientras descorchaba una botella de vino blanco, me pidió que lo sacara de la casa. Yo asentí, sin saber cómo cumplir con la encomienda. No imaginaba echándolo a empellones. Regresamos a la mesa y El Puma estaba leyendo la semblanza que hizo del cineasta, que estaba casi recostado sobre la silla, descarado y divertido, escuchando los términos elogiosos a su persona.

La Licenciada lo miraba parpadeando y con la cabeza ligeramente ladeada, como si estuviera atrapada en una ensoñación de la que quería emerger de inmediato. En el texto que se leía había expresiones como cineasta excelso, discurso grandilocuente, drama sofisticado, lente intrusiva, actuaciones íntimas, emociones tectónicas. Los comensales habían suspendido sus actividades, escuchándolo y asintiendo con atención. El doctor Escobosa seguía al teléfono, porque había recibido otra llamada, ésta del centro médico.

Lentamente, la señora colocó la botella sobre la mesa. Un aroma aceitoso y agradable venía de la cocina, y la señora, sigilosa, tuvo que ir a atender los guisos. Cuando regresó, Nomo había recorrido los asientos para servir el vino en cada copa. Le había dado una al Puma y le estaba sirviendo su porción. La señora Beatriz tenía su respectiva copa vacía. Lentamente cogió lo que quedaba de la botella y se sirvió, mientras escuchaba a El Puma, ya con asiento en la mesa, hablar de cómo había elegido sabiamente las palabras para denominar al invitado de esa noche que, sabía, era un artista universal de la cámara y el concepto.

Él también había hecho sus propias grabaciones, que podían intercambiar, porque, como periodista, era aficionado a la fotografía y al video. Esperando angustiosamente que no lo hiciera, El Puma se removió en su asiento. Contuve el aliento, mientras vi que hacía el intento de sacar el celular de la bolsa trasera del pantalón. Por debajo del maquillaje, detecté claramente que las mejillas de la Licenciada Beatriz Esquivel se tornaban púrpuras de sorpresa y enojo.

Le pelé los ojos a José Luis y discretamente, con un dedo en el aire, me degollé varias veces, para pedirle que se abstuviera. Afortunadamente entendió y, con un guiño, dijo que después nos mostraría las tomas que hizo de la perrera municipal, donde sometían a golpes a los canes para vacunarlos.

El médico llamó a su esposa aparte. Querida, le dijo suavemente. Todos supusimos que le llamaba para atender un asunto de sus hijos, que seguían en sus fiestas.

Al pasar a mi lado, la licenciada Beatriz me tocó suavemente el hombro, para recordarme que corriera al arribista. Un segundo después, sentí la mirada de una de las esposas de los doctores, que estaba frente a mí. Solo ella había visto la acción. Sus ojos eran de sorpresa, azoro, indignación. Yo puse rostro de sorpresa, pues me daba cuenta de que la señora hacía ecuaciones con números equivocados. Como no me sentía en la confianza de explicarle su error, ni siquiera con los ojos, apreté los dientes.

Muy a lo lejos, escuché unas palabras que me helaron la dermis. En realidad, las estaba escuchando a mi lado, pero entraban a mis oídos desde el otro extremo de la vigilia, desde un mal sueño. Articulé las palabras y adiviné un poema.

Un poema

El Puma, con la copa en alto, declamaba Desiderata:

Sé sincero contigo mismo,

en especial no finjas el afecto,

y no seas cínico en el amor,

pues en medio de todas las arideces y desengaños,

es perenne como la hierba.

Los Escobosa habían regresado lentamente a la mesa y se colocaron de pie, en el extremo opuesto de la cabecera. El Puma no era mal declamador, y enfatizaba las estrofas:

¡Tú eres una criatura del universo!,

no menos que las plantas y las estrellas,

¡tienes derecho a existir…!

Inesperadamente, los anfitriones habían juntado sus cabezas, supuse que tratando de disimular el desastre en el que se estaba convirtiendo su velada. Pero también me pareció que estaban conmovidos con la elocuencia de El Puma.

Terminó entre aplausos la interpretación. A petición de Nomo y con anuencia de los demás invitados, El Puma se quedó. Tuve que reconocer que su llegada era lo más interesante que había pasado esa noche, llena de parloteo insustancial y con un agasajado nada interesante. Lo cena solemne y circunspecta, que estuvo algunos momentos al borde del despeñadero, se convirtió en una reunión de camaradería.

Contrario a lo que podría suponerse, El Puma resultó ser un divertido invitado, dicharachero y de buen humor. No se emborrachó, ni desentonó con sus bromas, pues sus chistes siempre se mantuvieron blancos, y durante el convite solo degustó una cerveza. Además, como reportero, tenía mil anécdotas interesantes del oficio. Al regresar a la sala, el doctor puso una lista musical de mambo y las parejas se pararon a bailar. No sé en qué momento me descuidé y El Puma llevaba de la cintura a la señora Beatriz, que se movía entre risas, echando la cabeza hacia atrás, algo achispada por el anís.

Después de la media noche la señora Beatriz había sacado la guitarra para pasar de nuevo a la sala y deleitar a los invitados con algunos acordes de bohemia. El Doctor ya había colocado en una charola tequila y caballitos. El Puma anunció que tenía que retirarse, porque al día siguiente debía madrugar para repartir los ejemplares del Justicia ¡Ya!

Los invitados y Nomo le pidieron que se quedara. Hasta el Doctor le dijo que estaba bien que permaneciera, pero José Luis, apegado a las obligaciones, agradeció con una profunda reverencia hacia todos, al señalar que su deber estaba con la empresa. Supuse que, con atinada prudencia, sabía que no era su lugar ahí en el cierre de la reunión. Yo aproveché para despedirme también, aunque nadie me insistió que me quedara.

Hubo un momento en el que me pregunté si alguien le daría un abrazo, pero eso no ocurrió. Sí, en cambio, las señoras se mostraron efusivas para expresar gratitud al inesperado invitado que se llevó la velada.

Cuando estaba por cerrar la puerta, vi en la señora acusadora la mirada de reproche que me lanzó horas antes, y me fui sin aclararle su error.

Y nunca le regresé a El Puma el saco de coderas.