El nombre de Madrina Josefina concitaba temores intensos: era la señora que aplicaba las inyecciones. 

Vivía a la vuelta de la casa y era quien se encargaba de meterme en el cuerpo las fórmulas que me recetaba el Doctor Elías, médico de la familia, o el practicante del Seguro Social que estaba de turno cuando me llevaban de consulta por un padecimiento serio.

A la salida del doctor, ya sabía lo que me esperaba. Un temor intenso se apoderaba de mí, porque era inevitable la cita con la viejecita dulce, con anteojos de gatúbela, que sostenía con una correa hecha de vistosas bolitas que me parecían de cristal y que brillaban con las luces.

Ahora veo que había una crispante contradicción en la señora, pues era de modos muy dulces y de voz suave, pero, al mismo tiempo, tenía la misión de orquestar mi sesión de tortura, llena de sádicos detalles.

Creo que alguna vez fue enfermera, la señora, que andaba siempre con vestidos talares, y un chal que le cubría el cuerpo. 

La señora de las inyecciones tenía el cabello de rulos, canoso y con algunas hebras negras. Así parecía una señora distinguida, que no se alteraba por nada. Nunca la vi enfadada, ni alzando la voz. Cuando no me atormentaba, la veía barriendo la calle o sentada en la mecedora del porche, saludando a la gente y dejando pasar las horas.

Fuego lento

Las inyecciones, en mi tiempo, eran muy diferentes a lo que son ahora. Hace algunos años, en un periódico donde trabajé, una correctora había aprendido, practicando con sus hijos, a poner inyecciones, según me dijo. Era ella la que me aplicaba los medicamentos. Nos encerrábamos en el archivo de fotografías, me bajaba un poco el pantalón y, abajito de la cintura me daba el shot. Las jeringas eran de plástico y desechables, así que el trámite no duraba más de dos minutos y la señora correctora tenía mano liviana. Y no me cobraba.

Por su parte, Madrina Josefina tenía una cómoda tarifa de 20 pesos. Pero eso era lo de menos. Lo realmente importante era el terror previo a la hora cero.

Antes de que me colocaran en el potro para descoyunturarme, mi mamá y ella se sentaban en la mesa de su cocina, mientras me olvidaban en un rincón. 

Veía entonces que la anfitriona sacaba de una alacena una cajita de aluminio alargada, como una lapicera dorada. Levantaba la tapa delante de mí y exhibía los instrumentos del suplicio: sacaba un tubo de vidrio, transparente, graduado con números negros, un émbolo con goma oscura y la temida aguja hipodérmica enorme. 

Ponía a hervir los instrumentos en una vasija de peltre y esperaba pacientemente, platicando con mi mamá. Sobre la mesa, también ya estaban dispuestas pequeñas borlas de algodón y alcohol.

Fue una enfermera, que la historia reconoce como Letitia Mumford, la que inventó la jeringa como la conocemos ahora, práctica y con una forma de uso fácil, para ser manipulada con una sola mano. Pero no inventó, junto con el dispositivo, un método para evitar el pánico.

Alguna de esas veces, mientras iba por la calle, camino al patíbulo de Madrina, le pregunté a mi mamá por qué no solo me daban medicamento. 

Aunque sabían horribles las medicinas aceitosas, las prefería mil veces a sentir el piquete en la pompa. Me respondió que la inyección hacía que la medicina obrara de forma mucho más acelerada. No me convenció y me quedé con la idea de que los adultos disfrutaban sometiéndonos a los niños a esos trances de agonía, aunque, debo reconocer, siempre me sentía mejor horas después de la visita con la enfermera asesina.

Los minutos pasaban, la bandeja comenzaba a hacer ebullición, el agua se alborotaba, igual que mi corazón temeroso, con el choque de moléculas ardientes, enloquecidas por el calor. Y el verdugo apagaba la flama. Había llegado la hora. La sentencia ha sido dictada, señor Juez.

Hacia 1946, la cristalería Chance Brothers and Company, en Birmingham, comenzó a producir en masa la primera jeringa de vidrio con piezas intercambiables.

El paredón

Con una sonrisa dulce, Madrina armaba metódicamente la jeringa, atornillando la aguja, como si ensamblara las piezas del fusil y calara la bayoneta, mientras yo esperaba en el patíbulo, fumando mi último cigarrillo. 

Con silencio ritual, limaba el cuello de la ampolleta y la quebraba con un sonido seco y macabro. Extraía el líquido con la jeringa y luego lo vaciaba adentro de un frasquito que tenía polvo blanco. 

Sin extraer la aguja, hacía la mezcla con movimientos de agitación expertos. Yo miraba el procedimiento hipnotizado o, mejor dicho, paralizado por el pavor.

Entonces me invitaba a pasar a la sala, a la que llegaba en tres pasos, sumergiéndome en una caldera del averno.

Se sentaba y yo me bajaba el pantalón a media asta. Y me recostaba sobre sus piernas, como si me fuera a dar de nalgadas. Pero en realidad estaba a punto de efectuar la punción.

Me preguntaba por qué no me ponían la inyección en el brazo o el hombro. Me parecían métodos más adultos y formales, a diferencia del acostumbrado procedimiento, que al dolor le agregaba la vergüenza. Había un gran ventanal que daba a la calle y yo pedía tímidamente que cerraran la cortina, para no exhibir mi pequeño trasero que había quedado expuesto. Hacía lo que fuera para ganar tiempo.

Con el algodón, la señora me limpiaba el punto exacto donde descargaría la aguja y, como si fuera una rutina, en el último segundo le pedía: Péreme, péreme, péreme. ¿No me va a doler? Y me respondía con mucha paciencia y dulzura: No mijito, la aguja es muy delgadita. Y ¡zas!, sentía el terrible piquete, y cómo el glúteo se me entumecía, irrigado por la sustancia que me regresaría el vigor y la fortaleza.

Ya, es todo, me decía tranquilizándome, y yo sentía un alivio enorme. El temible momento había pasado. Habían terminado los sufrimientos de este mundo. En adelante, el futuro sería maravilloso. 

Como tuve buena salud de niño, igual que todos los chicos de mi generación, me enfermaba poco, algo así como una vez por año, de modo que no volvería a pasar por la casa de Madrina hasta dentro de mucho tiempo.

Ahora recuerdo que las inyecciones aquellas eran dolorosas, porque la aguja que usaba la señora con niños era la misma que para los grandes. Ahora veo que también las hay pequeñas y delgadas, que casi ni se sienten. En esos años, la medida era estándar.

Como dice García Márquez, la ciencia médica siempre llega tarde.