Desde niño me ha provocado horror la imagen de Cristo crucificado. Cuando tienes cinco años y miras con detenimiento la estampa de un hombre joven con el cuerpo ensangrentado, te surgen algunas dudas sobre el sentido de la fe que te imponen tus papás. Cuando íbamos a la iglesia católica, se repetía por todos lados la representación del muchacho de Nazaret al que maltratan de manera horrible los romanos, para rematar el asesinato fijándolo en una cruz, con clavos de hierro, que le encajan brutalmente en las palmas de las manos y en los empeines. Lo peor es que te enseñan que ese acto fue hecho por amor.

Los sacerdotes desde el púlpito recuerdan el homicidio como si fuera una proeza del sacrificio y abnegación:

¡Jesús voluntariamente murió en la cruz para cargar con los pecados de todos! ¡Aleluya, hermanos! ¡Cristo vive! ¡Lo mataron por causa tuya!

Había una vecina a la que, de chico, le hacía los mandados. Como no tenía hijos, se asomaba a la puerta y me llamaba para que le trajera pan, frijol, arroz, aceite. En el porche de su casa, desde donde me daba dinero e instrucciones, tenía fija en la pared una representación enorme de la crucifixión, con el dispositivo para la tortura hecho de madera, diabólicamente perfecto, de un metro de alto, con un Cristo que era casi de mi tamaño y que sangraba por todos lados. El hombre barbado, con una punzante corona de espinas, que le debía picar horriblemente la frente, tenía una mirada de agonía dramática, con los ojos apuntando hacia el cielo, como si buscara entre las nubes un inútil auxilio para el dolor.

La que tenía en su casa la vecina era la misma imagen que encontraba en las películas que pasaban en Semana Santa, aunque las versiones de la TV estaban romantizadas, con sangre que parecía salsa de tomate y látigos de centuriones hechos con trallas de estambre.

Pero imaginar a este sabio filósofo con greña de hippie, con las manos perforadas, me provocaba desvelos.

Cuando me clavaba una astilla de madera o se me quedaba en el dedo una púa microscópica de cactus, sentía dolores muy intensos. Pensar que a este tipo le habían fracturado las falanges con gruesos objetos punzantes, hacía que perdiera el sueño, imaginando que mientras pendía del poste habría enloquecido de dolor.

Cuestión de marketing

Alguna vez por motivo de trabajo, salí a un municipio rural y llegué a la Iglesia del pueblo. Me atendió el padre Matías y congeniamos. De mi asunto hablamos quince minutos y de religión durante dos horas. Reconocía que podía ser un error de imagen de la Iglesia Católica hacer proselitismo con la imagen de un inocente sometido a una tortura insoportable. En el maduro intercambio que tuvimos, reconocíamos que la institución requiere promoción con sentido de marketing. Para que la marca vendiera bien, era necesario provocar impacto entre la feligresía clientelar. Por eso, desde el principio del cristianismo, se vendió muy bien el afiche de Cristo en la cruz. La estampa es tan espantosa como indeleble, y bien se sabe que en el posicionamiento del producto el impacto visual lo es todo. Y se enfatizaba en que Cristo murió porque quiso. Sí, hubo quienes lo privaron de la vida, pero, en realidad, él optó por elegir la cita con la muerte.

El Padre había visto en cines La Pasión de Cristo (The Passion of the Christ, 2004) y coincidíamos en que la versión de Mel Gibson era de violencia pornográfica. En su intento por representar con verosimilitud un hecho que está descrito en los Evangelios sinópticos de Mateo, Marcos y Lucas, la producción imaginaba una tortura espantosa que sobrepasa cualquier tolerancia a las lesiones.

En su idea de que el hijo de María era un prohombre, y que mentalmente estaba preparado para el tormento, Mel Gibson lo presenta como el objeto de una de las torturas físicas más crueles que se hayan visto en la historia del cine. El misticismo se transforma en un espectáculo gore.

Siempre ha existido una queja sobre el mensaje subliminal del mártir, que recomienda sumisión y sometimiento a todo aquel que atestigua el espectáculo de su aniquilación. El creyente debe entender que lo mejor es seguir los dictados que le dan. Si él, que era el hijo de un Dios, se subordinó, tú, que eres un simple ciudadano anónimo, debes continuar su ejemplo formador, sin cuestionamientos.

Un cambio de imagen para Cristo

Me decía el Padre Matías que tal vez sería más efectivo que en estos tiempos de modernidad, se buscara un retrato del Nazareno en el momento de la resurrección y su ascenso glorioso.

Era más atractivo el episodio dominical en que El Redentor deja el sepulcro y sube al cielo, para estar a la diestra de Dios. Tal vez ya no fuera socialmente saludable que los niños normalizaran la tortura y el asesinato, rindiéndole culto, desde el hogar, a una grotesca inmolación.

Algún excéntrico podría promover, quizás, ante autoridades eclesiásticas ecuménicas, que ya no se prolongara la apología de la tortura a través de la escena del calvario, representada hasta el infinito en todo el planeta en las casas, en las iglesias, en dijes, fotografías, esculturas, adornos.

Ese católico renovador podría impulsar un movimiento disuasivo, para que la gente -desde los hogares- y los párrocos -desde los templos- sustituyeran el póster de la tortura por el del tipo barbado y jovial, en túnica blanca, que difundió La Palabra que le dictaba el Señor directamente a su conciencia.

También coincidíamos en que la sola propuesta podrá provocar resistencias y hasta enfado de los creyentes.

El fundamentalismo, que promueve la interpretación literal de textos sagrados, puede indicar que el logotipo inamovible de los católicos es el de el hombre sangrante de brazos extendidos, pendiente de los palos intersectados.

Pero también hay alusiones, en los Evangelios, de otros momentos festivos del Mesías, ajenos a la tragedia, en situaciones que pueden resultar más atractivas, amables, cálidas, que promuevan la bondad y la empatía entre la cristiandad.

Seguro, serían representaciones más accesibles y gratas a la vista, que la del homicidio despiadado, del hombre que se creyó rey de reyes, y que murió de la manera más cruel: lacerado, retorciéndose entre dolores extremos, humillado y frente a los ojos de su madre.