Por aquellos años de finales de los 70, los profesores en la escuela tenían ideas revolucionarias sobre lo que era la enseñanza. Una maestra me comentaba que se reunían en la Dirección para discutir nuevas pedagogías importdas de países avanzados como Rusia, Japón, Estados Unidos, China, Alemania.

Fue así como ese quinto grado lo pasamos con una configuración singular del aula. Con anterioridad, los mesabancos de dos plazas se alineaban en hileras hacia el fondo de salón y el profesor, frente a todos, impartía la clase. Pero en ese año se decidió que se formaran equipos, con bancos apiñados de dos o tres, para que la maestra estuviera dictándonos la cátedra recorriendo los pasadizos que formaban las islas dispersas, para favorecer la interacción.

Había un añadido en el método novedoso: los alumnos con más retraso en calificaciones se reunirían con los que no tenían esos problemas. Fue así como la maestra dispuso que durante todo ese ciclo escolar compartiera pupitre con un niño que tenía problemas de escritura al que llamaré Augusto. No teníamos nada en común pero, por simple cercanía, de inmediato nos hicimos buenos amigos. A su lado pasé una de las mejores temporadas de la primaria.

Identidad del barrio

Augusto era un niño moreno, chaparrón y regordete, como un barrilito. Me reveló una vez que en su casa no usaban champú, por lo que se lavaba el cabello con jabón de tocador y, en ocasiones, con detergente. Por eso traía una pelambrera alaciada en el apartado, pero rematada por marañas duras a los lados del cráneo.

Lo que más me llamaba la atención de él era su gesto de inocencia. Andaba por el mundo con ojos de estupor, con la boca permanentemente entreabierta, como si estuviera dispuesto a asombrarse o a asustarse con cualquier imprevisto. Las largas pestañas lo hacían verse como un querubín, que demandaba comprensión y abrazos.

Su perfil contrastaba con el de su barrio. Vivía en la colonia Guerra, cerca de la escuela, en una zona que era referencia de los tabloides, por los asaltos, enredos domésticos, riñas entre vecinos. Por ese tiempo la moda era el Heavy Metal y cuando pasaba por esas calles veía a los chicos del rumbo vestidos con camisetas negras con grupos de rock, pantalones entalladísimos, botas negras, greñas largas. Las señales de identidad juvenil estaban bien definidas y los muchachos de la Guerra podían ser intimidantes. Afortunadamente, cuando pasaba por ahí nos saludábamos, porque muchos de ellos habían pasado por la misma escuela que yo y nos reconocíamos.

Augusto no tenía talante patibulario, ni lucía estoperoles. Iba y venía del barrio a la escuela como un angelito ensoñador.

Islas en el aula

Había cursado con Augusto todos los grados previos y coincidíamos en juegos, pero nunca habíamos sido particularmente cercanos. Sabía que era de los chicos que sacaban malas calificaciones. No traía tareas, ni participaba en clase y tenía una caligrafía ilegible. Cuando la maestra nos impuso como compañeros, comprobé que Augusto cargaba problemas desde casa. Me decía que su papá no estaba en todo el día, que su madre nunca le revisaba las libretas, y que no hablaba con sus hermanos mayores, que lo invisibilizaban. Estábamos cerca de terminar la primaria y, prácticamente, no sabía escribir. A su lado, en el diario quehacer escolar, veía que cada letra la trazaba con un esfuerzo enorme, trazando líneas temblorosas y curvas chuecas, y con un desconocimiento absoluto de la ortografía y la puntuación.

Ahora veo que le hizo bien mi compañía, porque prácticamente lo adopté durante ese año. Le ayudaba en todo. Le señalaba las pifias de su escritura y le resolvía las operaciones matemáticas. Toda la vida he tenido problemas de impaciencia, pero Augusto me transmitía tranquilidad y con mucha calma le ayudaba a resolver los deberes que, de otra forma, hubiera omitido, pues tenía un exasperante desapego por el aprendizaje.

Mientras leíamos para comprender un texto, me interrumpía para hablar de futbol, uno de sus grandes goces. En un salón dividido entre Tigres y Rayados, su equipo era el Unión de Curtidores. Quién sabe por qué, pero le gustaba el equipo guanajuatense. Creo que fue el único fan que conocí que hinchaba por los Cuereros, y el único que tenía como ídolo a Sabanita Rivera.

A veces me desesperaba, porque desviaba su atención hacia temas que no eran de la clase y lo reprendía, para demandarle más empeño. Él escondía la cabeza entre los hombros. Lastimado por la reprimenda, me decía con los ojos que no le pidiera más esmero, que estaba dando lo que tenía. Me sentía, luego, culpable, por apremiarlo y al día siguiente le otorgaba una dosis extra de paciencia.

Pronto entendí que mi compañero se sentía libre y feliz cuando abatíamos el lápiz, y simplemente charlábamos en el pupitre. Me comentaba que le daba miedo en la noche asomarse al patio de su casa. Que veía acechanzas entre las sombras de los aguacates y que escuchaba aullidos espeluznantes de gatos que escondían en las bicicletas que tenían arrumbadas.

Era seguidor de Odisea Burbujas, el programa infantil de TV que se transmitía los domingos. Los lunes me contaba las incidencias de cada show. Su personaje favorito era Pistachón Zigzag.

Y se sabía la canción: “Soy un abejorro alegre, reportero listo, amistoso, leal. Entre todos los que vuelan no hay otro como Pistachón Zigzag…” Le gustaba, según me decía, porque cuando la entonaba de corridito sonaba como el zumbido del bicho volador.

Cuando él hablaba, yo callaba. Me conmovía que se expresara, a veces, con balbuceos, como un bebé enorme. Creo que era buen narrador, pues no recuerdo haber aportado nada en esos intercambios. Me gustaba que abriera el corazón con sus historias pero, mayormente, con sus ensoñaciones.

La ciencia de la vida

Terminó ese quinto año. Como no teníamos la costumbre de despedirnos en el último día de clases, simplemente cada quien se fue a su casa.

No lo volví a ver en el regreso para iniciar sexto, luego de las vacaciones. Por la maestra que tuvimos, supe que había reprobado. No me sentí culpable, como su acompañante, pues me consta que presentó las tareas y hacía el trabajo en el aula. A juicio de ella, Augusto no tuvo buen aprovechamiento y debía repetir. Hacerlo que cursara sexto hubiera sido peor, dijo, al ver mi congoja.

Como no lo vi repitiendo el año, supuse que había cambiado de escuela.

En sexto gado y durante la secundaria me olvidé de él. Ni siquiera lo vi en su barrio, en esos años que siguieron.

Una tarde salí causalmente a la puerta de mi casa. Ya estaba en la preparatoria y tendría unos 17 años. Inesperadamente, vi a Augusto pasar frente a mí. Estaba transformado. En unos segundos pude ver que había asumido la moda de su barrio, con camisa negra, chaqueta de mezclilla, pantalón ajustado y cinturón con hebilla grande, sobre el que se le desbordaba la barriga. Traía tenis Converse rojos, la moda de entonces. Me llamó en especial la atención que su cabello estaba largo. Por detrás se le escurría cubriéndole los hombros, y por delante lucía un fleco que le destapaba la frente, dándole un aspecto de cholo. Pero su mirada era la misma, de querubín, un ser inocente que aún no entendía a su entorno. O eso pensé.

A su lado, abrazaba a una chica, como de su edad, que lucía en el rostro un maquillaje feroz, como de Pat Benatar, con labios negros y sobras en los pómulos. Traía, también camisa negra, chaqueta de cuero, minifalda y botas negras altas. Y lucía un embarazo notable. O sea que ya sabía de qué iba su paso por el mundo, al menos en cuestiones reproductivas.

Quiero pensar que escondí bien mi asombro. En silencio, nos conectamos un instante. Me saludó con los ojos y moviendo ligeramente la cabeza, reconociéndome. Había en su mirada algo de pena, por haberlo sorprendido así, como si hubiera dado un salto larguísimo en su vida, sin avisarme de que iba a ser papá. Yo abrí la boca, queriendo mencionar su nombre, en señal de reconocimiento, pero enmudecí. Creo que solo le sonreí, y siguió de largo.

No he vuelto a ver Augusto. Espero que le haya ido bien. Lo merece. Es de esos seres que están programados para hacer el bien, sin inmiscuirse en problemas. Echando cuentas, seguramente ya es abuelo.

El Unión de Curtidores es un equipo que ya desapareció. Pero cada vez que veo en algún libro de historia de futbol al jugador José Luis Rivera, recuerdo a mi amigo Augusto, con el que compartí un buen año.