Recuerdo 1977 como un año melancólico. Cursaba tercero de primaria, con la maestra Laura Elena Acuña Hernández quien, proclamaba con orgullo, procedía de Ciudad Victoria. Fue a través de ella que por vez primera escuché lo que era el jocoque, producto que se hacía en su tierra. Describió el lácteo con tal meticulosidad, que me provocó un antojo inmediato. El problema es que en ninguna tienda de aquellos años se vendía en Monterrey el bendito jocoque, así que durante años me quedé con las ganas.

Quién sabe por qué, pero en ese año en la Escuela Primaria Ford 40 hubo tres grupos de tercer grado cuando, en el pasado, si acaso se formaba uno.

En ese ciclo escolar, el plantel se había abarrotado de niños y los salones se desbordaban por matrícula excesiva. El inmueble está aún en la Calle Privada Jiménez y, en el aula, yo me sentaba en uno de los costados, junto al enorme ventanal que colinda con la banqueta.

Era una época de mañanas nubladas. A diario veía, del otro lado de la calle, una casa abandonada que producía un inexplicable sentimiento de tristeza. En la parte de enfrente tenía una alambrada, como de un metro de alto, tras la cual se extendía un alargado patio frontal, recubierto de cascajo. Hasta el fondo, como como unos diez metros hacia adentro, estaba la fachada color crema.

Suponía que en algún tiempo alguien debió habitarla y llenarla de actividad, por lo que el área solariega me provocaba algo indefinido en el estómago, un sentimiento de ligera angustia asociado con el desánimo, como cuando me cansaba de jugar en la calle, y quería ya llegar a la casa y serenarme en el lugar más seguro del mundo.

Ya había iniciado el curso, a media mañana de un día sin Sol, cuando se presentó en la puerta un niño alto y moreno. La maestra le dio la bienvenida y lo llamó Francisco. Pasó a mi lado y pude observar que tenía las mejillas sonrosadas, en contraste con su piel oscura. Llevaba una corbata azul de verdad, de esas que se anudan, a diferencia de la que usábamos todos para el uniforme, de gancho, comprada en la mercería.

En ese año, la maestra nos enseñaba divisiones y multiplicaciones. Entre los ejercicios aburridos de aritmética, detecté por la ventana que frente a la casa que creía abandonada, había un camión del que unos señores estaban bajando muebles. Finalmente, alguien rescataba esa construcción abandonada.

Frank

En el descanso me aproximé a Francisco, que estaba sentado solo en la banqueta. Por él me enteré de que su familia ocupaba la casa que estaba frente a la escuela y que ese día terminarían la mudanza.

La familia venía de Chihuahua, me dijo, como breve reporte de su procedencia. También me confió que en su casa le llamaban Frank. De inmediato nos hicimos amigos. También se llevó bien con el resto del salón, porque era un chico noble, aunque algo lento de reacciones.

Frank era de esos alumnos que pasan por la primaria con calificaciones de ochos y nueves, sin problemas con la boleta, aunque sin destacar. Tenía ojos grandes y saltones, como tomates, y pelos tiesos de cepillo.

Tal vez por esos días había crecido más, porque los pantalones del uniforme le quedaban rabones, lo que lo hacía ver más alto, pero parecía no importarle mucho su apariencia. Cuando reía, se le salían los caninos que, evidentemente, necesitaban ortodoncia.

Al día siguiente, cuando tomé asiento en el salón, noté que la casa de enfrente ya estaba remodelada y limpia. Se veía que le habían metido mano los papás de Frank. Me llamó la atención que allá en el fondo, junto a la puerta de entrada, había sido colocada una cruz de cementerio, hecha de granito blanco. Estaba recargada en la fachada.

Al momento del recreo, Frank apareció con una niña de unos dos años. Su mamá estaba de visita en la escuela, entrevistándose con la directora Hortensia. Mientras los adultos hablaban, él se encargaba de Margot, su hermana menor. Parecía una bolita morena y con mejillas chapadas, igual que él. No reía, estaba permanentemente seria, observando todo. Él se quedaba a su cargo gran parte de la tarde, después de la escuela, porque su mamá salía a trabajar, me explicó. De su papá no dijo ni una palabra.

Anduve triste toda esa tarde, pensando lo que es tener hermanos. Mi casa todo el tiempo rebosaba niñería. Éramos cinco y el ruido era permanente, entre la tele, prendida en la cocina, las discusiones diarias entre nosotros y las intervenciones de mamá. Papá completaba la alineación cuando llegaba por la noche del trabajo. Estaba nutrido nuestro hogar.

Después de comer salía a jugar, y todo el santo día estaba acompañado de amigos. Solo me aislaba para leer los libros que me proveía papá, pero siempre encontraba compañeros de juegos. No imaginaba un mundo en el que quisiera tirar el trompo, lanzar el balero o patear el balón, sin que alguien me hiciera segunda. Por eso se me exprimía el corazón de angustia, imaginando a Frank, viendo TV, como decía que pasaba la tarde, junto a su hermanita, que estaba en silencio a su lado jugando con muñecas.

Con el paso de los días, me confirmó que no tenía amigos y que no le gustaba el deporte. Yo estaba loco por el futbol, y no concebía la vida sin tirar a puerta. Frank me reveló que jamás había participado en un partido, ni siquiera callejero, en forma de reta. En general rehuía de los deportes.

En los veinte minutos que nos daban descanso, entre los compañeros del salón teníamos por costumbre jugar al voto. Nos la pasábamos corriendo por el amplio patio de la Ford. Al principio mi amigo no participaba en nuestros juegos, pero luego se involucró y recuerdo que lo veía feliz, jadeante y sudado, mientras nos andaba correteando. Como un pequeño Frankenstein de movimientos mecánicos y rígidos, parecía que nunca antes había tenido la oportunidad de estar en esos divertimientos colectivos de niños. Aunque era torpe de movimientos y lento, me daba cuenta de que se divertía, y eso me ponía contento.

A diario, desde mi pupitre veía la cruz que había en la casa de Frank, pero no me atrevía a averiguar qué hacía ahí esa pieza que, seguramente, debía estar en una lápida.

Solos en casa

Un día, me invitó a que hiciéramos la tarea en su casa, ubicada a tres cuadras de distancia de la mía. Fui a eso de las tres de la tarde y me recibió en el patio de cascajo. Nos instalamos en una mesa jardinera que tenía un enorme parasol. Su mamá estaba en casa y nos sirvió vasos de leche y galletas, mientras resolvíamos problemas de por y entre. Margot ocasionalmente salía y rondaba entre nosotros. Le hacíamos cariñitos en los cachetes y se metía. Al lado de la mesa estaba la cruz blanca, con un Cristo en sobre relieve. Me provocaba algo de inquietud, por lo que no quise tocarla, por más que me moría de ganas.

Cuando terminamos la tarea, la curiosidad pudo más que la discreción y le pregunté por la cruz. Me explicó, con tono casual, que la iban a colocar en la tumba de su hermano mayor, Jorge. Percibió mi curiosidad y me explicó que tendría unos 18 años y trabajaba en la construcción. El año pasado se cayó de un andamio alto, se golpeó la cabeza y murió. Para ilustrar el momento de la contusión, Frank sacó la lengua y gimió. Imaginé al muchacho, rebotando la cabeza contra el suelo, con el casco puesto que no pudo salvarlo. Estaba enterrado en Ciudad Juárez, me explicó. Pero sus papás decidieron en la mudanza cargar con la cruz, que algún día llevarían a la sepultura para colocarla debidamente.

Picado por la curiosidad, quise saber si estaba triste por la muerte de su hermano. Con naturalidad, me dijo que lo había llorado mucho cuando le dijeron que había muerto, pero que se le pasó como a la semana, y ahora solo lo recordaba con cariño. La comunicación entre ellos no era muy fluida, dijo, porque él era un tipo serio y no estaba casi en la casa. Me confió que su mamá no lloró delante de él, pero que, por las noches, la escuchaba gemir de tristeza en su recámara.

Le pregunté a Frank por su papá y me di cuenta de que por un momento se incomodó, como si se sintiera interrogado. Solo me dijo que estaba bien, y cambió de tema. No le volví a hacer preguntas personales. Lo singular de la tarde fue que, en algún momento se invirtieron los papeles, y él me acribilló a preguntas sobre la convivencia en familia.

Su interés se concentraba, según pude entender, en lo que se sentía estar rodeado de hermanos, tener muchos amigos, cómo pasábamos la navidad en familia. Parecía que todos esos eran temas desconocidos. Que le recreara situaciones de estampas domésticas lo hacía emocionarse. Le decía cómo pasábamos vacaciones en el rancho de la tía Pepa, en la casa de abuela Max, los domingos con güelita Delia. A todo me respondía con qué padre, qué chido, órale. Me provocaba extrañeza que situaciones tan simples lo animaran tanto, pues escuchaba con los ojos saltones, aún más agrandados por la curiosidad.

Ahora me doy cuenta de que lo que le relataba era algo que él nunca había tenido, o que había disfrutado poco. Creo que a partir de entonces pude valorar hechos que antes me parecían ordinarios, como estar reunido en casa o con la parentela. Hay quienes no tenían esos privilegios, y quienes no los valoraban, como yo.

La convivencia con Frank fue breve. Dos meses después, una mañana vi a través de la ventana del salón un camión de mudanzas que se detenía frente a la casa de mi amigo, para cargar muebles. Él no se había presentado en clase ese día. Era muy obvio lo que ocurría. Con angustia fui por respuestas con la maestra Laura, y me dijo que Francisco ya no iría, porque la familia volvería a Chihuahua.

Al día siguiente la casa volvió a lucir de nuevo abandonada. Mi amigo no se había despedido. Creo que fui el único que lo extrañó, porque nadie preguntó por él. Pero nunca olvidé su semblante permanentemente melancólico provocado, ahora veo, por la muerte prematura de Jorge y por su soledad a la que, terriblemente, se había habituado.

Quién sabe dónde estén ahora Frank y Margot. Espero que bien. Me gustaría saber que encontraron la felicidad, y que la cruz fue debidamente colocada en la tumba de su hermano, y no a un lado de la entrada a su casa.