La libertad siempre tiene sus limitaciones. Para los adultos la dicta la ley; para los chavos, el tiempo.

Al tercer día, nuestra estancia en el cañón Las Adjuntas era insostenible, aunque no nos mortificábamos mucho, porque así lo habíamos programado. Desembarcamos un jueves al mediodía y el domingo por la mañana preparábamos el regreso.

Las provisiones se nos habían terminado un día antes. Las galletas Emperador que con tanto recelo cuidaron los mayores, se habían esfumado con robo hormiga generalizado.

Para el sábado en la tarde, el día previo al regreso, como era de esperarse el campamento era un desastre.

Cada uno había elegido un rincón, para colocar su mochila y los efectos personales, que se reducían a algunos calzones que se habían percudido, luego de dos días de chapuzones.

Las colchas estaban amontonadas en cualquier sitio, solo para evitar que fuera pisoteada por el interminable tránsito en torno a la fogata. Había ropa tendida por los arbustos.

Afortunadamente, el ánimo no decaía en Las Adjuntas. La máxima diversión era la fosa de los clavados, que se había convertido en nuestro atractivo monotemático. Subíamos al campamento para estirar la colcha y retozar un rato, pero invariablemente regresábamos al agua. Cuando eres adolescente, tu energía es inagotable. Nos veíamos cansados, pero radiantes.

Una ducha improvisada

Aunque estaba echando clavados, me di cuenta de que no me había aseado en forma en los tres días de excursión en el cañón Las Adjuntas.

Así que decidí tomar algo parecido a una ducha. Me metí al agua que estaba congelada. Qué difícil es el primer brinco. Cuando ya te sumerges, medio te aclimatas. Emergí mojado y a un lado del peñón cogí un jabón y me hice espuma en los rincones estratégicos. También me unté brazos y piernas. Blanqueado, subí al peñón y, en lucha contra mi voluntad, porque el frío estaba mordelón, me arrojé de cabeza. Salí tiritando, como atacado de calambres. La mañana era luminosa, pero sentía en las costillas vientos del Polo Norte.

En la zona de chapoteadero, con el agua a las rodillas, me apresuré a echarme agua, tallándome con las manos para quitarme el jabón. Salí lo más rápido que pude. El baño apresurado había salido mal porque por mis prisas, no me enjuagué bien, y más tarde me di cuenta que traía la piel blanca y que las ingles y la rayuela me picaban. Fue un aseo fatal. Más tarde, cuando el solecito estaba alto, me metí de vuelta a darme otra tallada.

A veces, la curiosidad nos llevaba a explorar los territorios cercanos. Río arriba encontramos una fosa muy profunda de maravillosas aguas cristalinas. Parecía un sueño el paraje. La transparencia del pozo la había visto únicamente en fotografías de National Geographic. Se adivinaban en el lecho arenoso rocas y guijarros.

Los más aventados se arrojaron a cruzarla, hasta la pared de enfrente, que tenía una especie de isla, donde se podía descansar. Solo Rigo y yo nos quedamos a la orilla para ver a la flota dando brazadas ruidosas para atravesar el estanque.

Karate Kid en el cañón Las Adjuntas

Después de la comida del medio día, de huevo con algo, por supuesto, nos comenzamos a mentalizar para el regreso. Pero faltaba un detalle, una foto obligada.

En ese tiempo estaba de moda el Karate Kid. Una de las imágenes iconográficas en la historia del cine es la de Daniel, preparándose para la patada de grulla, en el combate final contra el malvado Johnny.

Desde que empezamos la aventura en el cañón Las Adjuntas, muchos cargaban desde casa las enseñanzas de Miyagi, porque hicieron la travesía con un pañuelo que cruzaba la frente y se anudaba en la nuca.

No lo sabíamos, pero éramos víctimas de una brutal colonización cultural ordenada desde Hollywood. Era la época de Ronald Reagan, y el cine de Estados Unidos estaba más patriotero que nunca.

México, como emblema de modernidad, traía de moda en ese tiempo el lanzamiento del Satélite Morelos y los saldos de la corrupción nacional provocaban una sensación de indiferencia a las campañas de Miguel de la Madrid, que apelaban al nacionalismo y a la honestidad.

Además, ni Tigres ni Rayados andaban en buena racha. No quedaba más que ver a los modelos importados, plásticos, hechizos de la cultura gringa a la que admirábamos en el cine y, más recientemente, en las emisiones de la antena parabólica, que llevaba películas a casa.

Por ahí Alejandro tiene una foto donde, trepado en la roca de los clavados, posa como Daniel-San, con todo y bandana en la cabeza. Otra debe tener Ramiro y una más el Gera. Son de los que recuerdo, aunque pudo haber otros más, quizás yo, pero como no tengo foto incriminatoria, creo que no posé, o tal vez sí, pero la foto se veló.

Lo cierto es que hubo carrusel para modelar para el recuerdo. Ahí he visto algunas de esas gráficas, cuando nos reunimos y sacan los álbumes de los recuerdos. Lo más risible, ahora confirmo al ver la foto, es que para hacerla de chico karateca, posaban con seriedad, concentrados, como si estuvieran en el dojo, frente a una multitud expectante de la patada fulminante.

Es lo bueno de ser joven: tienes permiso de hacer lo que sea, incluso para hacer la grulla frente a la cámara. Cuando te haces viejo y alguien ve la imagen, te excusas con una risilla: “Estaba chavo, se me hizo fácil”.

El inicio del regreso

El domingo por la mañana, emprendimos el cansado regreso del cañón Las Adjuntas hacia casa. Abatidos por tanto clavado, levantamos el cuchitril que alguna vez llamamos campamento.

A diferencia de lo que ocurrió en la entusiasta salida, ahora ya había poca disposición para auxiliar al compañero y no por falta de solidaridad, sino por cansancio.

Así que como pude, enredé mi colcha, le hice unas asas para meter los brazos por ahí y me la eché a la espalda. Como hice un atado lamentable, me la coloqué sobre los omoplatos, como una joroba, con lo que descansé las laceraciones que la cuerda de nylon me provocaba en los sobacos. En la mochila vacía eché un pantalón que llevé providencialmente y con el que me dormí de noche, para aliviarme del frío y la ronquera que me duró un día eterno.

De niño, en la alberca, cuando mamá dice que ya es hora de volver a casa, uno echa un último clavado, o dos, o tres. Lo mismo ocurrió acá. Mientras se preparaba el regreso, entre el naufragio que era nuestro punto de base, algunos bajaron una vez más e hicieron el chapuzón de rigor. Con la misma ropa ensopada hicieron los arreglos para volver.

Estábamos exhaustos cuando nos internamos en la montaña del cañón Las Adjuntas, formando una hilera muy alargada. José siempre fue fumador y no hacía deporte. A la excursión no llevó siquiera tenis. Siempre desgarbado, calzaba mocasines. Se veía bastante ranchero, con shorts, zapatos y calcetines. Le valía un sorbete la opinión ajena, claro. Lo cierto es que, en el regreso, sorpresivamente mantuvo constantemente la posición puntera. Yo estaba sorprendido viéndolo caminar entre las rocas con paso constante, mientras yo con mis tenis de goma sentía que iba sobre cardos.

Pobre Rober. Si ya de por sí era el gordo del grupo, de regreso la pasó muy mal. Se le rompió la correa de la mochila, así que tuvo que llevarla en el trayecto de regreso bajo el brazo. La sufrió porque, además, era el responsable de la grabadora que, para entonces, se había quedado sin baterías.

Como yo iba al paso de José, seguido dejábamos atrás al grupo, que era paciente con las lentas progresiones de Roberto, que sudaba y boqueaba agónico, como cuando a Gordolfo le ordena su Jechu ponerse en forma con ejercicio.

Los senderos esa mañana estaban muy transitados, principalmente de muchachos que, como nosotros terminaban sus aventuras en Las Adjuntas y debían regresar a sus vidas rutinarias.

Parada en el Corral de Piedra

Al mediodía, luego de una larga caminata de ascenso, llegamos juntos al Corral de Piedra, lo que implicaba ya un camino de terracería, que nos llevaría sin tanto esfuerzo hasta el paradero del camión.

Con las últimas monedas compramos Pepsis y fritos Anáhuac para echarnos algo a la panza. Algunos se sentaron en unas bancas de adentro y otros acompañaron a excursionistas que estaban sentados a la sombra de los árboles. En el ambiente había mucha humedad y vibras positivas. Debe ser imposible ponerte de mal humor cuando andas por esos parajes.

Nos animamos entre nosotros, diciéndonos que nos faltaba un último tirón, para llegar al Hotel de la Cola de Caballo de donde salen los autobuses amarillos que llevan a la Central de Autobuses de Monterrey.

Cargamos el escaso equipaje y seguimos. Llevábamos algo así como una media hora de recorrido final cuando, oh, sorpresa, Roberto reparó en que había olvidado la grabadora en el corral.

Agobiado por el cansancio, seguramente se descuidó y dejó el valioso aparato. Como el pobre ya no podía cargar un cepillo de dientes más, y no podría hacer el recorrido para desandar la ruta, Ramiro, su hermano mayor y dueño de la casetera tuvo que regresar, acompañado del siempre latoso, pero solidario Gera.

Los aguantamos a un lado de la vereda, haciendo nada más que arrojar piedras hacia la barranca que tenía en el fondo un río. Una hora después, los emisarios del rescate regresaron con las manos vacías. La grabadora se había esfumado. Algún otro paseante seguramente se la llevó.

Tal vez Ramiro era un hermano comprensivo, o quizás estaba muy cansado. El caso es que solo meneó la cabeza con desaprobación hacia Roberto, que callaba, culpable, y el asunto quedó terminado.

Ramiro y Gera, durante aquella excursión a Las Adjuntas. 1985.

No hay felicidad completa

Llegamos a la parada del camión y tuvimos que esperar otra hora en una fila de decenas de muchachos que también abordaban. En ese viaje yo llevé un pantalón corto Adidas gris, de tenista. Sentía que me quedaba perfecto. Me parecía de esos que usaba John McEnroe, en el US Open.

Mientras esperábamos turno, vi una saliente perfecta para sentarme a un lado de la entrada al estacionamiento. Cuando tomé lugar, me percaté que, extrañamente, nadie la había ocupado. Al instante, detecté horrorizado que alguien había derramado una tira de chapopote a lo largo de esa saliente para evitar que se convirtiera en butaca.

Me levanté con las manos embarradas. Pero lo peor fue que en las asentaderas, en la parte trasera de mi precioso corto, se me quedó una espantosa mancha negra aceitosa. Mi short quedó arruinado. Era una prenda que en realidad apreciaba. Me sentí silenciosamente triste. Estos viajes dejan muchas enseñanzas. Me la había pasado de maravilla en los cuatro días en el cañón Las Adjuntas, pero al final ocurrió la pequeña tragedia. En ese momento aprendí que nunca hay felicidad completa.

Abordamos el camión y llegamos a la Central de Autobuses. En la Calzada Madero tomamos el Ruta 2 y bajamos en la calle Rayón, en el Centro de Guadalupe.

A una cuadra de llegar a casa, decidimos tomarnos una foto como recuerdo de aquella excursión por el cañón Las Adjuntas. Por ahí aparecemos solo algunos de los que creí que hicimos el viaje. Tal vez no fueron todos los que aquí he mencionado. Bah, no importa, para eso están los relatos, para hacer emocionante lo que en la realidad resulta aburrido.

Con el paso de los años, aún soy de amigo de todos. Nunca volvimos a hacer una incursión colectiva como esa. Aunque coincidimos en algunas otras actividades juntos, como integrantes de equipos de futbol y softbol, y nos acompañamos en bodas, bautizos, divorcios, funerales, aquella escapada a Las Adjuntas nos definió a todos, pues coincidimos en que fue nuestra gran aventura juvenil que hicimos unidos.

También nos confirma que tuvimos una adolescencia divertida.