Cuando vemos películas, escuchamos sonidos de acciones diversas: los cubiertos que raspan el plato, la escoba que barre, el tecleo en una computadora.
Con frecuencia, esos sonidos se añaden en postproducción, porque el micrófono no los captó nítidamente durante la filmación.
Alguien, en un estudio, grabó los sonidos de una naranja exprimiéndose y luego se los metió en la película, como si estuvieran ocurriendo en el instante en que los vemos.
Ese sonido se llama efecto Foley, o doblaje de sonido.
Uno de los foleys más recurridos es el de los cascos de los caballos. Cuando, en la peli, va un corcel corriendo, se escuchan nítidamente las herraduras cuando azotan en la tierra. Ese sonido siempre me ha resultado particularmente grato, porque lo escuchaba, sin foley de por medio, cuando paseaba en la carretilla del pony por el centro de Guadalupe, Nuevo León.
Tacatán, tacatán, tacatán, sonaba el carruaje jalado por un caballito a trote, que manejaba un señor, siempre viejo, siempre inexpresivo, que chasqueaba la lengua con el paladar, ruidosamente, para darle órdenes al animal que mágicamente lo obedecía.
Recorrido por la plaza
Ya no existe el pony de las tardes. La profusión de coches, la velocidad con la que circulan y, seguramente también, la falta de conductores de cochecitos, hicieron que el recorrido desapareciera.
Además, las mamás ya no dejan solos a sus pequeños ni un segundo. Las crueles dinámicas de la modernidad nos conducen a todos a la aburrida, pero necesaria, desconfianza.
Pero hubo un tiempo y me felicito por haberlo vivido, en el que podíamos hacer el recorrido en caballo por las tardes, acompañados únicamente de otros niños, invariablemente a un lado de la Plaza principal del centro de Guadalupe, que hace medio siglo se conocía como La Villa.
Nunca le pregunté a mi madre cuál era su sistema para saber cuando el señor del pony pasaría frente a la casa. Tal vez había un programa que desconocía, o las señoras del kínder se lo comunicaban entre ellas. Sin redes sociales, las novedades se pasaban en forma de chismes o avisos verbales.
De cualquier manera, mi madre me metía a bañar a media tarde y me preparaba con ropa limpia para hacer el recorrido, eventualmente con alguno de mis hermanos.
Yo tendría unos cuatro años y mi curiosidad estaba en formación así que me fijaba en todos los detalles.
El conductor bajaba para recibirme y se embolsaba 1.50 pesos que le entregaban, en monedas plateadas, por cada niño.
Pisando un escalón de madera, que se hundía un poco en el ascenso, accedíamos a una cabina tubular amarilla y enrejada, que tenía bancas de madera en el perímetro interior, en forma de asientos.
El piso de lámina estaba siempre limpio. El sistema del vehículo era de tracción, con un caballo enano que lo movía con dos grandes ruedas de goma negra, como las de los triciclos que usan los vendedores callejeros de elotes o naranjas.
Viajábamos enjaulados y en silencio. Como el cochero hacía el recorrido por todo el Centro de la Villa, me topaba con niños como yo, tímidos y asustados, que contemplábamos con asombro calles nuevas, de otras colonias, como si hubiéramos dejado la playa adentrándonos en aguas misteriosas y lejanas.
Avanzábamos por la calle Hidalgo, hacia el poniente, con el Sol despeinado y sonriéndonos a la cara. A veces algunos niños nos perseguían haciendo bulla. Como había pocos coches estacionados, los que pasaban al lado nos rebasaban sin ningún problema. Dábamos vuelta en Zuazua, ya lejos de casa.
Recuerdo cómo el carruaje se remecía, levantándose ligeramente de una rueda, mientras nos íbamos de lado al doblar la esquina, aunque nunca nos volcábamos.
Pasábamos frente a la Clínica 4, que desde entonces y hasta ahora, tiene la entrada llena de movimiento, como el hueco de un hormiguero.
El espectáculo del centro de Guadalupe
Seguíamos por ahí, hasta la calle Zaragoza, donde enfilábamos directamente hacia la Plaza.
Tacatán, tacatán, tacatán, escuchaba el monótono sonido que me arrullaba deliciosamente, mientras veía pasar las casas, los árboles, las banquetas, la basura que se acumulaba junto al cordón de la acera por todo el centro de Guadalupe.
En el trayecto presenciábamos un espectáculo singular: el caballo defecaba sin detenerse. Como el carro estaba inmediatamente detrás del animal, teníamos la oportunidad de estirar la mano y tocarle la suave grupa, sin ningún peligro.
Pero no lo hacíamos cuando se descargaba, obviamente. Solo veíamos cuando su cola se alzaba, para aliviarse, mientras iba dejando un rastro de heces verdes muy pestilentes que a veces, asquerosamente, pisaban las mismas llantas del carruaje.
Aún hoy, cuando percibo ese olor, con otros caballos, me remito a aquellos momentos gratos, en los que hacía el recorrido por el pavimento nuevo, acompañado por la resolana y el silbato de Fundidora, que decretaba en toda la ciudad que el día había terminado.
En la recta final, por la calle Hidalgo, hacia el oriente, el conductor aceleraba, y el trote se apretaba.
Entonces, hacía sonar en las costillas del caballito el látigo hecho de un palo de madera, con una tira de goma. Miraba con atención cómo agitaba el fuete y, afortunadamente, nunca lo azotaba con furia, pues únicamente buscaba estimular a la bestia para que se apurara, porque empezaba a oscurecer.
Y era cuando el conductor nos repartía donde nos dejó, casa por casa. Supongo que las mamás le tenían confianza porque si bien en aquellos años era posible el tránsito de niños en solitario, fuera de casa, había leyendas de robachicos que, hay que decirlo, eran solo eso: leyendas.¿Por qué escribo de esto? Hoy vi de casualidad en la tele una película de vaqueros. Luis Aguilar iba alegremente con su caballo y el foley hacía que se escuchara con ricura el trote del caballo, lo que me llevó a pensar en el inolvidable carruaje tubular que recorría La Villa.
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