Un viaje juvenil de excursión es, en muchos aspectos, una probada de la enorme responsabilidad que implica hacerse cargo de uno mismo. En mi caso, nunca había estado a mi propio cuidado, lo cual fue un reto abrumador. En el viaje que hicimos a Las Adjuntas, la emoción superó cualquier preocupación. En un remoto rincón del fondo de mi corazón, quizás había una preocupación sobre lo que sería de mí, lejos de mis jefitos, aunque la prueba, al final, fue superada. Como se dice: si algo termina bien es que estuvo bien.

Ahora sospecho que había similares inquietudes en todos los que estrenábamos nuestra libertad, en una aventura de fin de semana. Afortunadamente, cuando eres chavo tienes permiso para reírte de la vida y desafiarla entre carcajadas. Ya éramos adolescentes, aunque en realidad, no habíamos dejado de ser niños. Juventud bendita.

Chapuzón y clavados

Al llegar al destino de nuestra excursión a Las Adjuntas, en el fondo del cañón, instalados en el punto que designaron los gemelos Oscar y Arturo que nos lideraban, tiramos las mochilas y los atados, y antes que nada, echamos un chapuzón en el río, a unos diez metros abajo del campamento.

El sitio era una poza de 1.80 metros de profundidad en su punto más profundo. Los faunos que habitan el bosque, que crean la arquitectura de la naturaleza, no podían haber construido un sitio más divertido. El estanque natural tenía una roca enorme de plataforma, de unos dos metros por encima de la superficie. Uno echaba el clavado y caía en un área de unos 10 metros cuadrados.

Yo no sabía nadar, pero había una gran ventaja en el acuario, pues el área que me tapaba estaba al pie de la roca. Un clavado medianamente ejecutado con precisión hacía que saliera en el lado, donde estaba bajito. Y así me la pasé, echándome clavados para emerger en el chapoteadero.

El ambiente era de unos 35 grados centígrados a la sombra, pero el agua estaba heladísima. Después del salto salíamos tiritando, para volver a zambullirnos, una, y otra, y otra vez. Mil veces nos arrojamos. No nos cansábamos nunca de hacer un circuito interminable.

Cuando nos cansamos, nos colocamos de espalda en una suave pendiente de laja, en el otro extremo del río Las Adjuntas. Para recostarnos en la piedra ardiente, teníamos que echarle agua, para enfriarla.

Colocados bajo el sol parecíamos un tendedero variopinto. Cerca de ahí, José había dejado de hablar y estaba apartado, sentado como si pensara algo. Nos dimos cuenta de su actitud extraña. Al acercarme noté que un hilo de sangre le escurría por la frente. Para mi sorpresa, me dijo que, al arrojarse sin precaución, cerca de la orilla, se había golpeado con una roca en el fondo. Le ausculté la cabeza y vi que la herida era apenas un rasguño. Hasta entonces tuve permiso de reír por su falta de precaución. A quién se le ocurría lanzarse precisamente en el sitio de las rocas.

Música y cigarros

Los cuates y Rigo, el otro mayor del grupo, se ocuparon de hacer una fogata, mientras los niños estábamos haciendo travesuras en el agua.

Cuando regresamos al campamento, ya estaban hirviendo frijoles y friendo arroz. Intentaron darnos una serie de reglas, sobre el orden que debíamos observar para el consumo de víveres, pero los ignoramos y el orden fue alteado de inmediato.

El comandante de la rebelión era, como siempre el Gera, quien siempre fue el más indómito de todos los de la palomilla. Cuando los cuates no se daban cuenta, escamoteaba galletas que nos compartía. Arturo se daba aires paternales, pero a todos nos valían gorro sus amenazas. No podíamos creerle que fuera severo, cuando era el más divertido del grupo.

Exhaustos de los chapuzones, nos tiramos en cualquier sitio a esperar la comida, que se eternizaba. El humor se nos había apagado. En la grabadora de Ramiro, sonaba el casete de 15 Éxitos de Roberto Carlos, cantante favorito de Oscar y Rigo.

Sin permiso, Gera cambió de cinta y puso la de Van Halen 1984. Las rolas Jump y Panamá estaban de moda, así que nos chutamos la cinta una y otra vez, dándole vueltas, en esa hora de la comida.

Algunos se iniciaban en el cigarro. El vicioso auténtico era José, que a sus 16, era un asiduo consumidor de Marlboro’s. Por economía, en el viaje alguien compró un cartón de Delicados, sin filtro. Les decían cigarros Delincuentes o, por ásperos, los premota. Como la mayoría fumaba por pose, los veía carraspeando, incómodos, y escupiendo las hebras del tabaco. Alguien llevó, además, una caja de Argentinos que, decían, eran más suaves. Les decíamos los cigarros Maradonas.

La comida

Ya eran las cinco de la tarde, estábamos hambreados y los cocineros demoraban. Gera cogió su plato y la cuchara, y los hizo sonar. Pronto todos nos unimos para largar la protesta hacia los inútiles líderes, que no tenían listo el condumio de media tarde. Arturo nos pedía paciencia, pero lo ignorábamos.

Una hora después, nos ordenaron formarnos y nos dieron arroz, huevo y media cucharadita de frijoles.

Ante las protestas instantáneas, los chefs fueron obligados a reconocer que se equivocaron en el cálculo del suministro. Óscar nos dio una explicación: “Los frijoles son simbólicos”.

Han pasado casi cuarenta años de aquella aventura en Las Adjuntas y cuando nos reunimos en pachangas y nos repartimos la carne asada, los tacos, los muslitos de pollo asado, en la pachanga nos recordamos: “Son simbólicos”.

Nos dieron junto a los frijoles, arroz, bien servido, y huevo. El huevo fue el platillo del viaje: huevo con frijoles, huevo con papas, papas con huevo, a huevo huevo. ¿Cómo llegaron huevos intactos en una travesía tan accidentada por Las Adjuntas? Los cuates habían llevado algunos cartones y, con mucho cuidado, encima de sus mochilas, se los iban turnando para, heroicamente, llevar en buen estado el alimento que nos salvó de la inanición.

José, ya repuesto de su lesión, de nuevo se había apartado. Alguien descubrió el motivo de su discreción: el muy vivillo había colocado dentro de la olla de frijoles una papa que luego sacó sin que nadie se percatara. Y junto a su platillo de huevo degustaba una exquisita papa cocida.

Lavar el plato fue tarea sencilla. Lo limpiábamos en tierra y en la orilla del río, con la arena, lo macerábamos, como si fuera lija y se desprendían las impurezas y residuos de comida. La asepsia era completa.

La noche

La noche cayó pronto en la montaña. En el fondo del acantilado, el Sol se oculta mucho antes. Se hizo una fogata que sirvió para iluminar el espacio.

Con la oscuridad, nos dimos cuenta de que estábamos rodeados de campistas. Había un gran bullicio en el cañón Las Adjuntas, pero la fiesta general era alegre y apacible.

Inesperadamente, se escuchó por toda el área, entre la oscuridad, un grito modulado y potente, de alguien que exclamó hacia la noche: “¡Antiguos espíritus del mal, transformen este cuerpo decadente en Mumra, el inmortal!” El conjuro del malvado de los Thundercats sonó a tan buen tiempo, que todos los excursionistas lo aprobamos con risas, aplausos y silbidos aprobatorios.

Se armó la tienda de campaña. Lo que se planeó como el cobertizo colectivo que dictaba el manual del boy scout, terminó en un atado de puntas de sábanas, sujetadas a árboles cercanos y apuntalado por una rama recién cortada que alguien colocó en el centro de la techumbre.

Rigo y Oscar se apoderaron de la grabadora con rolas de Roberto Carlos. Por supuesto que la colectividad los acusaba de estar enamorados, entre ellos. Que querían ponerse románticos para dormir abrazados, que se irían detrás de los arbustos a darse de besos. Cuando estás chavo, la gran mayoría de los chistes son de joterías. Ellos, comprensivos, reían y nos pedían silencio.

Dormimos alineados como podíamos. El frío calaba fuerte, así que cada quien se enredó como un taco en su cobertor. Roberto, entusiasta, se ofreció a hacer la primera guardia con Raúl, y se apartaron hacia el fuego. También fueron motejados de maricones, que estaban alertas, cogidos de las manos temblorosas de miedo, que dormirían con la cabeza recargada en el hombro. Cuando dejaron de hablar fueron acusados de estar ocupados en actos indecentes.

Era difícil dormir bajo el tendido. Abundaban las bromas de flatulencias. Arturo hacía como que nos regañaba y Gera constantemente se reía. Hasta que el muy canijo, se removió con suficiente fuerza y tumbó el puntal del centro e hizo que se colapsara la tienda. Alegó accidente, aunque sabíamos que lo hizo a propósito, para provocarnos a todos, que le mentamos la madre. Nadie arregló la tienda, pese a las protestas de Rigo y Oscar.

Una mañana fría

El día siguiente inició con un tremendo friazo. A eso de las 7 de la mañana comenzamos a desperezarnos. Fui a buscar un rollo de papel sanitario para hacer del cuerpo, y me di cuenta de que José hacía lo mismo. Decidimos apartarnos juntos del campamento, para aliviar los intestinos.

Subimos por la ladera, una considerable distancia. Ya habíamos avanzado, cuando nos dimos cuenta de que en la pendiente con hojarasca, no había mucho espacio para maniobrar, ni sitio para la privacidad. Sin pena, nos acuclillamos frente a frente. Entre pujidos nos reíamos, pues no esperábamos estar en esa situación tan incómoda como insólita. A la mitad de la faena, sentimos que el piso estaba resbaladizo, así que no nos quedó más que sujetarnos de las manos, colaborativos, para no caer. Y así, mirándonos directamente en los rostros los rictus de esfuerzo, cumplimos con el antiguo ritual de la culminación del ciclo digestivo. Nos coordinamos perfectamente como equipo y terminamos simultáneamente. Aún soy amigo cercano de José, pero nunca hemos vuelto a estar tan unidos como en aquella mañana.

Cuando regresamos al campamento, Memo y Rony armaban el desayuno. Huevo, por supuesto. El batido de huevo también fue general. Los otros campamentos también despertaban.

Cañón de las Adjuntas, en el Parque Nacional Cumbres. Foto vía México Desconocido.

En el camino de ida, un día antes, habíamos encontrado a otros chavos que veíamos en la Prepa 8, donde la mayoría estudiábamos. A diferencia de nosotros, ellos tenían pasaporte y visitaban a sus parientes de Houston. Así que se creían gringos y por eso, en el exterior de su tienda de campaña perfectamente construida, los muy mamones desplegaron una bandera de Estados Unidos.

Gera y Miguel se habían adelantado a echarse clavados, junto con otros muchachos de otras tiendas en la fosa. Alejandro se animó a partir montones de papas que sirvieron para complementar el almuerzo, que degustamos con tortillas. Después de eso, nos echamos todos al agua. Fue un día terrible para mí en Las Adjuntas.

No sé qué diablos pasó, pero como el agua estaba heladísima, a media mañana me quedé ronco. Maldita suerte. En la escapada de mi vida, me quedo sin voz. Quería hablar, pero tenía la garganta cerrada. Ah, pero seguía dándome clavados. Qué desesperación. Todos se carcajeaban y reían, y bromeaban. Yo quería hablar, pero no me salía nada del tracto inflamado. Me desesperaba y gritaba con ruidos de sordina, y mi garganta sufría.

Expreso de Media Noche en Las Adjuntas

Al mediodía, con el sol bien alto, no sé de quién fue la idea de sirenear. Fuera ropas. Sospecho que fue Oscar, porque le había gustado mucho la película Expreso de Media Noche y constantemente hablaba de que el pobre tipo encarcelado hacía ejercicio en bolas con su compañero de celda. Ya vi la peli y estaban en paños menores, no en cueros. El caso es que nos despojamos de las ropas, y nos echamos a nadar como llegamos llorando al Hospital de Zona o La Conchita o la Clínica 4.

No era una playa nudista de alguna isla de Grecia, ni un campo de libertinos en Huatulco. Nanay, estábamos en Las Adjuntas y experimentamos otro grado de libertad. Era un ejercicio singular nadar desnudo, bajo el cénit, riéndonos a carcajadas del disparate.

Inesperadamente, José subió a un promontorio y así, exhibiéndose a la naturaleza, levantó los brazos y con las palmas abiertas, como si nos arengara en un mitin: “¡Compañeros…!” Fue todo lo que alcanzó a decir, porque, como si se percatara de su vulnerabilidad, de su cuerpo que había empequeñecido por el frío, se arrojó de nuevo a la fosa.

Cansados, nos pusimos de nuevo el pantalón corto y nos tiramos en la piedra para secarnos.

Yo seguía con la garganta cerrada y le pregunté a Oscar qué podía hacer para remediar mi problema. Me dio consejos prácticos: “Chupa limón para la carraspera y por hoy deja de meterte al agua helada”.

Atendí sus consejos y ya para la tarde, con garganta sin agobio recuperé el habla.

(continuará)