En San Mateo, pasé de los mejores momentos de mi infancia durante la década de 1970. Ubicado en el municipio de Juárez, a una media hora al oriente de Monterrey, era un precioso paraje rural empobrecido y limpio, con casas hechas de sillar con tablones y techo de láminas de zinc, colocadas a las orillas de los pocos caminos por donde andaban los vehículos.
Con la modernidad, las vías fueron pavimentadas y los senderos ya no conducen a rancherías, sino a algunas quintas donde los fines de semana hay fiestas ruidosas. Pero entre semana, San Mateo conserva su antiguo aire de pueblo, donde aún transitan personas a caballo y en carretones.
Ahí viven los ancestros de mi abuelita Maximina, con la que acudíamos a San Mateo hace ya muchos años, cuando era niño, a pasar temporadas vacacionales.
Nos hospedábamos en el rancho de su hermana, la tía Pepa, una señora que tenía todos los años y con quien jamás crucé una palabra. Era solícita, hacendosa y hablaba únicamente con los mayores, para contestar o para expresar una necesidad.
En días de Semana Santa, coincidíamos las familias, con tíos y sobrinos, en ese punto que llamábamos el rancho de la tía Pepa, donde nos apeábamos por unos días del trajín veloz de la metrópoli.

Para dormir, nos arrecholábamos en los cuartos frescos construidos en torno a la cocina que, en un rincón, tenía una chimenea que servía como estufa y que cuando ardía con grandes llamaradas de mezquite, parecía la boca del infierno.
Me llamaba la atención que Maximina y Pepa se apartaban y dialogaban en susurros. No parecían dos hermanas conversando en un reencuentro o poniéndose al día. Más bien eran un par de viejitas que intercambiaban notificaciones, porque se escuchaban con atención extrema, muy serias ellas y asentían de vez en cuando con gravedad.
En esos tres o cuatro días, sin televisión, ni internet, ni algún dispositivo electrónico de los que ahora gozan los niños, no quedaba más que explorar el territorio. Y siempre había sorpresas en esos parajes agrestes y desconocidos.
Macugüibe
Un sábado por la mañana, unos cinco primos salimos a recorrer el monte. Nos acompañaba un lugareño, hijo de alguno de los primos de papá que crecieron en San Mateo, donde también enterrarían sus huesos.
El niño de unos cuatro años extrañamente no se comunicaba con habla. Pero permanentemente sonreía y pronunciaba una sola enigmática palabra: macugüibe.
Si quería algo, lo señalaba con el dedo. Pero si deseaba expresar una idea, decía macugüibe repetidamente. Tal vez se llamaba Simón, pero en esas vacaciones le dijimos el Macugüibe.
Era divertido el paseo, porque había huertas de naranja que parecían no tener dueño, por lo que podíamos coger los frutos que quisiéramos.
Igual trepábamos en los árboles, algunos de nogal que nos encontrábamos, o bajábamos a las cañadas. En alguna de esas colinas que trepamos, el pequeño primo encontró unas pequeñas hierbas que arrancó directamente del piso y las comió. Luego nos las ofreció para saborear ese ácido y delicioso producto del campo que, luego supe, se llama agrito, aunque para el primo se llamaba Macugüibe.

La resortera
En esa ocasión, mi primo Chuy llevó una preciosa resortera que su papá había encontrado en el mercado.
No era de las de plástico duro, que se fabrican en serie. La lanzadera era artesanal, hecha de una horquilla pelada con navaja, de la que se sujetaba con cordones el dispositivo de hule que se estiraba con la piedra para tirar el proyectil.
Un buen tiro podía alcanzar unos treinta metros. Chuy nos prestaba la hulera y nos entreteníamos haciendo dianas en algunos botes que colocábamos o en las pencas de los nopales silvestres, o simplemente tratando de tumbar naranjas, sin conseguirlo.
Chuy era el más punteriego de todos, porque había practicado en su casa disparando en el patio a zapatos que alineaba como blancos. Se requiere especial destreza para afinar la puntería con esa arma primitiva.
Ya era mediodía en San Mateo y el Sol alto calaba detrás de las orejas. Hora de regresar al rancho. En el camino de vuelta, Chuy detectó un pájaro chilero posado sobre una rama.
Parsimoniosamente, desenfundó la hulera, cogió una piedra boluda pequeña y tensó las gomas. Su concentración era extrema, con la lengua de fuera y un ojo cerrado.
Liberó el proyectil con una perfecta sincronía y vimos que, unos cuatro metros adelante, saltaron algunas plumas. Justo en el blanco. Nos aproximamos con rapidez y vimos tirado al pequeño gorrión, que tenía los ojos cerrados en una mueca triste.
Macugüibe lo levantó y la cabeza le colgó dramáticamente. Estaba exánime, sin vida. O, peor dicho, Chuy lo había matado.
Atestiguar la muerte nos hizo guardar silencio. Sentí mucha congoja. Pensé que el chilero estaba feliz en la rama, viendo el cielo, dispuesto a volar, quizás para regresar al nido, con su familia. Pero esa piedra, que lo desnucó, lo dejó sin futuro, sin alegrías, vuelos, nada. Todos palpamos sus suaves plumas y hasta le extendimos el ala para reanimarlo, pero el ave seguía inmóvil.
Chuy fue el que decidió llevárselo. Lo levantó del suelo, pero por alguna razón extraña, decidió colocárselo en la palma de la mano, formándole una cama para que descansara. Caminamos sin saber qué decirnos. Fueron escasos minutos en los que, cuando queríamos hablar, no salían palabras. Parecíamos una procesión de dolientes. Cada quien cargaba con su pesar.
Culpable
Al subir la escalera de un metro de alto, para acceder a la casa, nos encontramos con abuelita Maximina. Uno de los primos le relató que habíamos matado un pájaro. Chuy extendió la mano, culpable, para mostrar la evidencia.
Abuelita nos hizo ver que obramos mal. Jamás nos hablaba mal, ni nos regañaba. Pero habló de cómo Diosito quiere y ama a todas las creaturas de la creación, y que allá en el cielo también hay perros y gatos, y lagartos, y ballenas y víboras y todas las especies, incluidas las aves. Habíamos incurrido en un pecado al asesinar al pequeño pájaro y por ello teníamos que obrar para agradarle al Altísimo, pidiéndole perdón.
Nos ordenó que le organizáramos un funeral al gorrión, con sepultura cristiana, y que le diéramos palabras de consuelo en la despedida, para que su alma partiera reconfortada hacia la Gloria. Cruzamos el patio y a un lado del gallinero cavamos un pequeño pozo.

Chuy depositó suavemente el ave y le echó la tierra encima. Macugüibe confeccionó una cruz con dos ramitas, atándolas con tiras de corteza de rama verde, y la colocó debidamente en la cabecera de la tumba.
Luego todos oramos un Padre Nuestro de rodillas, con los ojos cerrados y las manos unidas. Macugüibe sollozó, mientras repetía la única palabra que conocía. Supuse que por vivir en el campo estaba más cerca de la fauna y los seres vivos que lo rodeaban como acompañantes del día.
Intuía que, a diferencia de nosotros, que veníamos de la ciudad, él estaba hermanado con la naturaleza, allá en San Mateo. Chuy pidió perdón al pajarito, y a Dios le dijo que de favor lo recibiera en su reino, para que cantara bonito entre las nubes. Inesperadamente, pusimos la mano sobre la tumba, una sobre otra, como si hiciéramos un juramento y le dijimos adiós al ave.
Regresamos a la casa y nos ordenaron lavarnos las manos para comer. Por la tarde, el asunto había quedado olvidado. Chuy no guardó la resortera, pero el resto de las vacaciones solo le tiró a latas y algunos frascos que encontrábamos en el camino.
Ahora que estoy grande, por las mañanas se posan pájaros cantarines sobre el limonero del patio de mi casa, y pienso en el chilerito del rancho de la tía Pepa y todos los trinos que calló a causa de la pedrada.
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