La modernidad llegó a Guadalupe, Nuevo León hace algo así como medio siglo. Municipio vecino al oriente de Monterrey, obtuvo el rango de Villa en 1825, después de promulgada la Independencia de México. Y en 1971 se le otorgó la denominación de ciudad.

En aquel tiempo remoto, cuando el país aún trataba de encontrar su identidad, buscando, sin conseguirlo, insertarse en las naciones de avanzada en el planeta, para mí no había mayor señal de progreso que el funcionamiento de las dos fuentes de agua, que fueron construidas a los costados del reloj centenario de la Plaza Principal de Guadalupe. 

Tendría yo unos cuatro años, en la primera mitad de la década de los 70, cuando descubrí esas fuentes que para mí eran como el más excelso invento de arquitectura urbana en el mundo, ubicado frente a la Iglesia donde me bautizaron.

El centro urbano al oriente

En aquellos años, el Centro de Guadalupe era, para los vecinos que habitaban en las colonias del oriente, como la metrópoli a la que había que visitar los domingos. 

Los trayectos al Centro de Monterrey eran más largos y los camiones tardaban mucho más para alcanzar las calles donde, años después, sería construida la Macroplaza. Por eso, la gente de las colonias iba a pasear al punto que todavía llamaban La Villa.

Los domingos, la Plaza de Guadalupe se atestaba de personas. Se colocaban sobre sus banquetas y amplios pasillos los vendedores de elotes que pintaban con una brocha los granos para embarrarles chile ardiente y crema. 

Abundaban los paleteros que daban a peso sus paletas de hielo de frutas tropicales, y los vendedores de globos y juguetes artesanales que nos compraban a los niños, como ratones de hule espuma, perritos inflables que arrastraban sus pies sobre corcholatas, y globos forrados, que pendían de un hilo elástico, que rebotaba en el puño.

Las veladas del Día de la Independencia eran únicas en La Villa. La gente iba a la Plaza a ver La Pólvora, como se le llamaba al conocido arreglo de pirotecnia hecho en base a azufre explosivo, que se incendiaba entre colores para mostrar los rostros de Hidalgo, Morelos y Josefa Ortiz de Domínguez. 

Las celebraciones dejaban en el aire un tremendo olor venenoso y una nube tóxica que tardaba horas en disiparse.

Fuentes Plaza Principal de Guadalupe Nuevo Leon

Chorros hacia adentro

Mi papá me llevó a una de esas celebraciones, cuando tenía unos cuatro años, según recuerdo. La calle Barbadillo, frente a la Presidencia Municipal, donde se colocaba la pirotecnia, ya estaba atestada. Por eso tuvimos que colocarnos algo retirados, en inmediaciones de la Plaza de Guadalupe.

Fue cuando vi por vez primera el fontanal maravilloso, que surtía ¡agua de color naranja! Mi entendimiento del mundo estaba en formación y si bien había visto ilustraciones en libros de joyas arquitectónicas remotas de Egipto y Grecia, y algunos videos de chorros sincronizados en Las Vegas, nunca había apreciado un surtidor de agua con esas características que parecían un milagro.

Era la fuente que estaba por el lado de la Calle Guadalupe. Su construcción era circular y el Ayuntamiento, recuerdo, había hecho que la rodearan con una reja absurda rematada con agudas aristas, para evitar que la gente, en un impulso aldeano, movida por el calor, la invadiera para refrescarse. 

La observé con mucha atención, fascinado con las emanaciones milagrosas anaranjadas, con tonalidades que se intensificaban o se diluían, de acuerdo al ángulo que las contemplara. 

La estructura era como una dona enorme, de unos seis metros de diámetro, por medio metro de alto, que tenía en el exterior pequeñas incrustaciones de mosaico rojo, que proporcionaban una sensación de primor. 

Por dentro tenía los mismos adornos, pero en color verde aqua. La reja que la protegía era cuadrada, por lo que en los lados rozaban con alguno de los bordes, lo que me permitió aproximarme para verla de cerca.

Tenía a mi alcance el agua de colores, pero no me atrevía a tocarla. Supongo ahora que creía entonces que se iba a romper el encanto, si metía mis dedos en los chorros.

Me llamó la atención el mecanismo que hacía funcionar el milagro. Había un tubo que parecía de cobre, del grosor del puño cerrado de un adulto, que rodeaba por dentro el perímetro, separado a unos 20 centímetros del borde. Se sostenía con anclas de acero que suponía huecas y que era por donde entraban las aguas encantadas. El tubo tenía alineados decenas de agujeros equidistantes, con salida hacia el centro. Como si estuviera en un plácido hechizo, veía cómo todos los hilos de agua anaranjados se estiraban suavemente, elevándose a un par de metros de altura y caían, al centro, adentro de un chorro poderoso y grueso, que emergía a borbotones. El agua se acumulaba en el fondo haciendo una alberca que pensé, me llegaría apenas a la rodilla.

Me extrañé, porque nadie más se daba cuenta de la magia que brotaba en esa fuente de la Plaza de Guadalupe. 

La gente estaba más entretenida con los bailables y números musicales que el alcalde había preparado antes del encendido de los cohetones y las coronas que se incendiaban en giros enloquecidos hacia el cielo. Mi papá tampoco se había percatado de nada.

Iglesia de la Plaza Principal de Guadalupe, Nuevo Leon
Fachada de la Iglesia en la Plaza Principal de Guadalupe, Nuevo León. A la derecha, el actual Museo de Guadalupe Mtro. Israel Cavazos.

Al alcance de la mano

Ya había contemplado, a placer, el venero prodigioso. Cuando uno es niño y se interesa en la dinámica de la vida, puede encontrar mil asombros en eventos cotidianos. Desafortunadamente, la experiencia y la repetición le van restando brillo a lo que antes se creía un portento o una obra hecha por manos divinas. Esa fuente de aguas anaranjadas me parecían un regalo que el creador me servía, para mi entero deleite.

Pero me faltaba sentir ese líquido que me inquietaba, pues no atinaba a descubrir su naturaleza incierta. El agua que salía de la llave era transparente, inodora e insípida. Los refrescos de Joya eran multicolores, y yo sabía que les echaban jarabes de sabores con colores similares a las frutas que le daban sabor. Y olían a ponche, piña o uva. 

Pero eso que salía del tubo, como cabellos de cristal era agua ordinaria, estaba seguro, pero con una coloración angelicalmente diferente, como nunca había visto otra. Tal vez si la tocara revelaría el misterio.

Metí la mano y sentí frío el fluido. Pero no estaba plegostioso, como la cocacola cuando se derrama en la mesa. Deduje que ahí no había ingredientes azucarados. Saqué la mano y al observarla de cerca me di cuenta que el agua era transparente. ¿Cómo era, entonces, que el agua tenía color? ¿De dónde agarraba esa apariencia? Más confiado volví a meter la mano y contuve uno de los hilos que emergían ascendentes. El agua se veía por momentos sin color y por momentos como cítrico antojadizo.

La epifanía me llegó al mirar al interior de la fuente. Con algo de asombro y mucho de decepción, detecté bajo el agua unos focos enormes y combados, como transparentes caparazones de tortuga. De ahí emergía una luz que entre el agua parecía rosada y roja y que, al pasar por el prisma de la alberca, y refractándose en los chorros, se veía como delicioso néctar.

Supongo que he de haber sonreído, al desentrañar la incógnita. No duró mucho la duda, es cierto, pero aún conservo en la evocación sensorial, en el tacto de mis dedos pequeños, y en la memoria de mis ojos nuevos, aquella imagen esplendorosa de una fuente que podría estar engalanando los jardines del paraíso donde San Pedro abría el portal para el ingreso a la Gloria.

Las fuentes de la Plaza de Guadalupe ya dejaron de existir. Alcaldes indiferentes las fueron transformando con diseños vanguardistas y aburridos, con más adornos, pero sin luces y sin sabores. 

Al final las destruyeron y colocaron en su lugar algo que es como un juego con agua interactivo, en el que los niños se paran en un sitio, entre varias rejillas, y son sorprendidos por un chorro que emerge desde abajo y los empapa. Ese es su divertimento ahora.

Pobres niños. No tuvieron la oportunidad de ver lo que es un verdadero surtidor de agua maravillosa.