Ahí estaba, tirada sobre la banqueta. Brillaba a mis pies descalzos, como un pequeño sol blanco contra el concreto. Era una pequeña moneda que, al recoger, supe que era de Estados Unidos.
Algún buscador de tesoros que encuentra en una isla desierta un cofre con doblones españoles y joyas, ocultos debajo de una piedra marcada en un viejo mapa, habría de sentirse con el corazón alborozado con el hallazgo. Así me sentía en ese momento, dueño de una inmensa riqueza.
Con esa moneda en la calle me había convertido en un millonario al instante.
Esa mañana, el intenso calor hacía que los amigos nos apiñáramos bajo el cobertizo que tenía en la banqueta don Pancho, el peluquero, que también vendía los refrescos en la cuadra.
Era tiempo de vacaciones largas y, recuerdo, iba a pasar del kínder a primero de primaria.
Pasado el primer rush de adrenalina, analicé la moneda extraña, muy pequeña. Tenía la cabeza de perfil de un señor que, luego supe, era Franklin D. Roosevelt, presidente de aquel país.
Por el reverso se veían lo que me parecían tres antorchas, aunque el examen minucioso me hizo ver que era solo una, en el centro, y a los lados ramas de olivo y roble. Una leyenda decía: One Dime.
Llegué con mis amigos y les mostré mi joya. La vieron asombrados y me palmotearon la espalda, felicitándome por tan buena suerte. Me sentía halagado.
Uno propuso consultar su valor con don Pancho y así lo hice, acompañado de la palomilla, que se puso detrás de mí.
El veterano peluquero, siempre bonachón, amablemente le echó un vistazo a la moneda encontrada en la calle y dictaminó sin más: Es de 10 centavos. ¿What?, pensé. La cantidad me parecía escasa.
Como él tenía familiares en el gabacho, me explicó que conocía bien esas monedas y el dime famoso equivalía a una décima parte del dólar que, en ese tiempo, estaba a razón de uno por doce pesos con cincuenta centavos.
Intercambio
Cuando eres niño, cualquier alteración de la rutina es emocionante. Por eso mis amigos le hicieron preguntas al peluquero con quien, creo, nunca habíamos sostenido un diálogo.
Qué se podía comprar con esa moneda, si valía en todo aquél país, si la podía uno depositar como ahorro en México. A todo nos dio paciente y cumplida respuesta, el veterano.
Cuando agotamos la curiosidad, guardé silencio, viendo mi preciado dime. Don Pancho presentó una oferta: me daría dos pesos por mi moneda, y me aclaró que me daba más de lo que me proporcionarían en el banco, lo cuaera cierto. Y me advirtió que la cajera podría verme extraño, o reír, si hacía fila para cambiar 10 centavos.
Mis amigos me animaron a que aceptara y salí de ahí con monedas mexicanas. Cambié un Roosevelt por dos Morelos. Me sentían un poco decepcionado, porque sentía que podía obtener un rédito mayor con el hallazgo. Pero no me desanimé, pues ya tenía en la bolsa dos pesotes.
En esos años, si acaso, mis papás me daban un peso para comprar, y con eso podía adquirir una cocacola, o un gansito que, en la prehistoria, se vendían directo de la heladera y con un palito, para comerlo como paleta.
Ocasionalmente, cuando jugaba lotería en esos domingos eternos en casa de mi bisabuela, podía llegar a casa con unos ocho pesos que había ganado, cantidad que me duraba para comprar fritos, chicles o refrescos a mi antojo, durante toda la semana.
En esa ocasión, mis activos se reducían a los valiosos dos pesos que había obtenido por mi dime. ¿Qué hacer con la bonanza?
Luego de deliberar no mucho tiempo, decidí permitirme un derroche. En la esquina, estaba la tienda de don Poncho, que exhibía golosinas y mercería. Pero, además, tenía una moderna máquina trituradora de hielo, para hacer yuquis, que valían un peso.
El artefacto ruidoso era como una torre que estaba más alta que yo. Por arriba se le introducía un pedazo de hielo macizo que se metía, a presión, en el triturador. Con la fuerza de las manos se presionaba un pistón, hacia abajo, lo que hacía que la piedra cristalina cayera fragmentada en una vitrina.
Cuando iba a comprar mis pastillas Certs mentoladas, mis favoritas, cada vez que veía la máquina en acción echando hielo en la caja de cristal, fantaseaba con una bocanada de aire gélido en el cuello, la nuca y las mejillas.
Inversión de riesgo
Con la imaginación desbordada por el raspado refrescante, acudí a la tiendita.
En un estante de madera, elaborado específicamente para el efecto, había colocada una serie de jarabes que bañaban el yuqui. Mis favoritos eran los de limón y vainilla, que estaban bien azucaraditos. Pero también había de tamarindo, fresa, naranja. Los sabores estaban en botellas que alguna vez habían sido de aceite, pero que, despojados de la marca de papel, eran perfectos contenedores.
Conozco a un amigo que ahorró durante varios meses, luego de tener un golpe de conciencia, sobre su naturaleza gastadora. Se volvió tacaño y dejó de acompañarnos a cenar, al estadio, a la cantina. Nos decía que despilfarraba su dinero. Pero un día, vio un anuncio en redes que lo hizo acudir a la tienda para gastar todo su capital en un iPhone, que lo dejó en la ruina, pero contento. Lo acusábamos de haber perdido la cabeza, pero él sonreía mientras chateaba.
Igual, yo me volví loco cuando vi el hielo que caía despedazado en la vitrina, imaginándolo bañado por los jarabes de sabores. No sé por qué, pero le dije a don Poncho que quería dos yuquis, para degustar simultáneamente los de mis sabores preferidos. Con paciencia, el señor cumplió con mis demandas.
Me entregó dos yuquis, con limón y vainilla, en sendos conos de papel, de esos delgaditos que se usan en las oficinas para tomar agua del garrafón.
Salí de la tienda más pobre que antes, pero con la sensación de que había ganado una batalla a la vida, pues había hecho mi voluntad, aunque fuera en forma de capricho.
Ese dime hallado era la mejor inversión que había hecho en la vida. Nadie come dos yuquis al mismo tiempo, lo que me hacía sentir, además, original.
Cautela
Caminando de regreso a la banquita de don Pancho, sorbía goloso, de cada mano, mis maravillas que, combinadas, me sabían algo raras. Pero estaban refrescantes y la sensación del frío en la garganta y en la panza eran un alivio glorioso, ante el calor de la mañana.
En algún momento, vi que de los antebrazos se me escurría un líquido que no era sudor. El calor era tan intenso que los raspados se derretían rápidamente. Cielos. Me estaba demorando peligrosamente bajo el sol.
Llegué con mis amigos, que me vieron con algo de envidia, porque mi extravagancia se veía deliciosa. Algunos me pidieron y les convidé, pero aún me quedaba bastante.
Con alarma creciente recordé que, por costumbre, uno se come el yuqui rápido, pues en esa presentación de papel, el cono tiene una firmeza efímera, y se desintegra con la humedad. Las canillas se me estaban empapando, mientras sorbía con desesperación, pero el calor hacía su efecto. Los demás chicos me miraban con preocupación.
Tenía que actuar rápido para evitar el desastre.
Recordé que, en casa, a unos pasos, había un tarro de cristal grande, donde podía vaciar lo que quedaba de mis yuquis. Pero apenas hice un movimiento, vi con pánico que la bola de vainilla caía a mis pies, más o menos en el mismo sitio donde había encontrado la moneda americana.
Ah, exclamaron horrorizados mis amigos, como testigos inútiles. Me paralicé un segundo para lamentarme, pero fue tiempo suficiente para que la fatalidad le diera un manotazo a mi otro yuqui, el de limón, que cayó desmoronado junto al otro.
Mientras veía mi inversión deshecha en la banqueta, víctima de la gula y castigado por mis ideas excéntricas, a lo lejos se escuchaban las carcajadas de mis cuates, a las que finalmente me les uní.
Tuve que reconocer que pequé por exceso.
Tomé nota para ser más cauteloso en mis inversiones futuras.
Nuestra comunidad