Cuando puse un pie por vez primera en la sala de redacción de un periódico, en 1987, tenía 18 años y jamás en mi vida había utilizado una máquina de escribir, menos una computadora personal, invento novísimo de ese tiempo.

De todos los dedos de las manos, para escribir en la compu solo uso tres: los dos índices, y el medio, de la izquierda. Mi formación de troglodita para el empleo de teclados se debe a que aprendí, sin guía, aporreando una máquina de escribir Remington, que tenía unas teclas grandes, que requerían golpes de precisión muy fuertes, para conseguir que la letra brincara y se marcara en la hoja.

Mi matrimonio indisoluble en los teclados comenzó cuando yo era un chaval, que iniciaba en los medios y, desde entonces, adopté modos rústicos. Mis infantas me dicen que voy a romper la laptop cada vez que la requiero para redacción, porque en vez de presionar los botones, les doy de golpes.

Mis orígenes con las máquinas de escribir

Marco Castillo, mi amigo de la infancia, entonces editor de Espectáculos, del Extra de la Tarde!, me presentó con el director Joel Sampayo que había aceptado ponerme a prueba para reportero de la sección, advirtiéndome: “No le vamos a cobrar por aprender”.

En un rincón de la redacción había un escritorio desocupado. Marco buscó una máquina Remington, pesadísima, y la puso frente a mí, junto con varias cuartillas de papel revolución.

Lo primero que me llamó la atención fue que se usaran aún estos armatostes, inventados a principios del siglo XIX. Más de medio siglo y medio después, en la moderna sala de redacción de una empresa de comunicaciones tan vanguardista como Organización Estrellas de Oro (hoy Multimedios) se usaba el método tradicional de redacción de textos.

Para mi alivio, Marco me dijo que en todo México se hacía lo mismo. A los pocos años se usaron las tabletas más modernas y electrónicas y se estandarizó el uso de las PC.

La mañana de mi debut frente al teclado, mi amigo y nuevo jefe me pasó una revista de TV y Novelas, donde había una entrevista con Lyn May, la vedette de moda, que hacía revelaciones de los hombres que pasaron por su vida y por su alcoba.

“Refritea esta nota”, me ordenó. Yo no sabía lo que era eso. De hecho, no sabía de nada de nada de periódicos y noticias. Solo sabía que me gustaba escribir.

En las salas de redacción, las máquinas de escribir fueron sustituidas por las computadoras hasta la década de 1990.

Paciente y paternal, como lo fue conmigo durante toda su vida, Marco me explicó que tenía que revolcar el reporte, fusilarlo. “Escribe lo mismo, pero con tus palabras”.

Un curso rápido de mecanografía y periodismo

Cuando se iba a retirar, le llamé, alarmado. Le revelé que no sabía colocar la hoja en la máquina. Me miró con divertida extrañeza y tuve que revelarle mi absoluto desconocimiento del abstruso aparato de entrañas aceitadas.

Entonces, Marco me dio un curso rápido de mecanografía. Me explicó cómo se levanta la varilla sujetadora del papel, para colocar la hoja en el cilindro por detrás, que hay que girar para que, mágicamente, aparezca por delante.

Me explicó cómo se alinea la hoja y los usos de la palanca para cambiar de renglón, la colocación de la cinta; el recurso de mayúsculas y minúsculas que, me aclaró, en el periodismo se llaman altas y bajas. Total, lo que a las secretarias les enseñan de mecanografía en tres años, Marco me lo quería retacar en la cabeza en tres minutos.

Antes de retirarse, me explicó que en el primer párrafo, que llamaba la entrada de la nota, tenía que responder a las preguntas de qué, quién, cuándo, cómo y dónde. Cada párrafo no debía exceder más de cuatro líneas y no debía repetir palabras entre uno y otro. Y que tenía que usar la pirámide invertida, para escribir la información más importante en orden descendente.

Sin más, me dejó solo. Observé con reverencia y temor ese montón de fierros y varillas que me miraba desde su rodillo, como un ser mágico de una mitología reporteril que estaba por conocer. Fue como si me arrojara, sin salvavidas, a una alberca de aguas heladas y profundas, y sin saber nadar.

Pasaban a mi lado personas que me miraban con curiosidad y que luego se hicieron amigos y amigas entrañables. Como pude, salí a flote porque, unas cuatro horas después de extrema concentración, tecleando letra por letra, con dedos indecisos y temblorosos, pude escribir cuatro párrafos refriteados de los romances de la artista, a la que describí en el tercer párrafo como “La Chinita de Acapulco”.

Cuando leyó el mote, Marco se rio y me preguntó que de dónde lo saqué y le dije que se lo había leído a él, lo que le dio más risa, porque no recordaba el remoquete de la estrella del cabaret.

La música de las viejas salas de redacción

Fue el inicio de un largo romance con los teclados maquinales. Aprendí rápido luego de aquella lección y encontré delicioso el tableteo de los tipos que castigan las hojas, dejando letras impresas con severidad y carácter.

Me gustaba el ritmo que le ponía a mis tecleadas el timbre que indica la aproximación al margen. Aún recuerdo hoy, como si fuera la semana pasada, el ruido ensordecedor que se escuchaba desde las cuatro de la tarde hasta las nueve de la noche, o más tarde aún, en toda la sala de redacción.

Decenas de reporteros como yo se atareaban en escribir sus textos en esos armatostes cubiertos por un sólido chasis verde, beige, gris o azul metálico, de donde emergían las noticias que se publicaban al día siguiente.

Luego, las máquinas de escribir fueron sustituidas por las computadoras, con pantallas oscuras y caracteres verdes o anaranjados.

Aunque hubo quienes celebraron el salto a la modernidad, me sentí decepcionado, porque las voces ruidosas de las Remington se acallaron por los susurros de teclados electrónicos, que requerían solo un roce para accionar.

El Salas, reportero policiaco, que compartía mi tristeza por la jubilación de los aparatejos, me dijo: “Como que tecleando con ruido uno se inspira más. Es más romántico, que suene el timbre y el cambio de renglón”.

Aprendí a escribir a máquina como pude. Yeni tuvo su respectivo curso de mecanografía durante tres años de secundaria técnica y utiliza todos los dedos. Repasa el teclado con elegancia y sigilo, casi sin fallar. Pero no siento envidia.

A mi modo, asimilé una forma rápida de teclear. El mismo índice de la derecha, que uso para aguijonear los botones con letras, es el que uso para la barra espaciadora. Y, por mi falta de pericia, ya incorregible, tengo que borrar mucho. Después de todo, he desarrollado una buena ortografía y saco mis textos con aceptable pulcritud.

Pero mientras aguijoneo mi moderno equipo Dell, luego de décadas en el oficio de escribir y redactar, siento que nunca me separé de aquellas vetustas máquinas de escribir. Aún hoy, mientras golpeteo los botones como si cincelara con los dedos, siento que escribo en aquella vieja Remington de mi iniciación.

Por supuesto, mi gratitud es eterna con Marco y don Joel, que me guiaron en el oficio de la reporteada y de los teclazos.