Desde niño me ha gustado el ocultismo, como materia de ficción y generador de historias, por lo que siempre he gozado las películas de terror diabólico.
Mi favorita era una que pasaban mucho en la tele, que en español se llamaba La Hora del Vampiro (Salem’s Lot) y que, luego supe, escribió Stephen King. Me desvelaba para la ver las cintas de miedo que pasaban en la TV abierta de Monterrey en la década de los 70. Nunca olvidé Los Gárgolas (Gargoyles), un churrito sabroso de seres alados y verdes, que prometían conquistar la Tierra y que me provocó muchos desvelos. Lo mismo me asustó la Trilogía del Terror (Trilogy of terror), con un muñeco caníbal que, en uno de los episodios, aterrorizaba a una chica que estaba sola en su departamento.
Es por ello que cuando, en tiempos de secundaria, tuve una Ouija al alcance, me emocioné de manera particular. Estaba en la posibilidad, única en mi vida, de participar en una excitante sesión espiritista.
Percances con el más allá
Uno puede ver muchas películas macabras, como la de El Exorcista, y temblar de miedo durante el resto del año. Pero cuando uno se involucra personalmente con entidades del más allá, la emoción es exponencialmente superior. Dejaría de ser espectador para convertirme en un protagonista de mi propio encuentro con los ejércitos de las tinieblas.
En ese tiempo, los amigos de la infancia, que entrábamos en la adolescencia, aún nos reuníamos como gatos, en la esquina de Hidalgo y Rayón, donde estaba el Colegio Comercial Benito Juárez que, en toda la niñez, fue mi patio de juegos. Por las tardes y hasta que anochecía, estábamos ahí sin hacer nada más que perder el tiempo rebanándola entre nosotros.
Hasta allá llegó Arturo, que traía bajo el brazo una caja misteriosa. En esa cálida noche de primavera, con sigilo y misterio, extrajo la Ouija que le habían prestado. ¡Wow! Era de verdad. En ese año la tabla famosa se había puesto de moda, y muchos jóvenes curiosos, atraídos por el misterio, habían adquirido una, como la dueña de esta que le había advertido a mi amigo que la usara con prudencia y respeto a los fantasmas y seres de ultratumba, que vagaban en pena y sin reposo.
Como me gustaba hablar y leer de espantos, sabía que el instrumento maldito tomaba su nombre del Oui francés, y el Ja alemán, que significan sí, por igual.
Se hablaba de una chica de la Colonia Contry que se había suicidado, a causa de un mal consejo que le dio la tabla. Un chico de la Azteca, jugando, preguntó qué haría la próxima semana, y como el apuntador no se movió, había enloquecido de miedo, pensando que no tenía futuro y que moriría.
Por supuesto que esos hechos extraños le ocurrían al amigo de un amigo, o eran casos que supo el conocido de un conocido. No se podía verificar la fidelidad de la fuente, pero comentar esos hechos enigmáticos nos ayudaba a pasar las tardes sin quehacer en aquella esquina.

Arturo propuso usarla, para convocar a algún espíritu transeúnte que estuviera desocupado. Hubo algunas reticencias. Varios decían que era pecado, pues ofendíamos al Altísimo acercándonos al Maligno, con suertes demoniacas de adivinación. Otros argumentaban que podríamos meternos en problemas porque, suponían, un espíritu se puede quedar con la persona que lo convoca.
Éramos como unos diez chavales reunidos a las 20:00 horas. La noche era ideal y el momento irresistible, así que, llamados por la inquietud y la curiosidad, nos metimos a uno de los salones del Colegio que, por temporada vacacional, estaba vacío. Los galerones en penumbras y en sigilo total, creaban un ambiente espeluznante.
De inmediato, encendimos la luz de la estancia, llena de pupitres individuales. En el techo había una lámpara de barra que proporcionaba muy buena iluminación. Hubiera sido mejor jugar a la ouija en la oscuridad, pero no teníamos quinqués, ni veladoras, para hacer una atmósfera más acogedora.
Colocamos bancos individuales enfrentados, y me senté de cara a Arturo para sostener en nuestras rodillas el tablero, e iniciar el juego. Aunque me precipité para ser el primero en usar la Güija temida, la mayoría optó por abstenerse de participar. No querían, ni por error, tener ningún tipo de colisión con algún espectro de ultratumba, y menos que se le prendara con intenciones siniestras, a través de rituales de macumba y vudú. ¡Muajajaja!

Alterando el tiempo
El tablero era de ligero material sintético duro, con una cubierta de plástico adhesivo que simulaba madera. El tamaño era como el de un block de dibujo. En el centro, como desplegada en abanico, tenía una doble hilera de letras, con el alfabeto completo y, abajo, los diez números del 1 al 0. También exhibía la palabra Adiós, con la que el espíritu invitado podía despedirnos, si se aburría. Como adornos, había un sol y una luna, en las esquinas superiores y alrededor los símbolos del Zodiaco, que me parecieron más de ornamento.
Pues eso era el mítico instrumento que, se decía, utilizaban las brujas de la antigüedad para atisbar en el mañana. Y estaba a mi entera disposición. Era como si estuviera por traspasar un portal que me convertiría en un elegido: con la tabla que coloqué en mis rodillas tenía el poder de alterar el orden natural de los acontecimientos. Si funcionaba el conjuro, por medio del susurro del muerto requerido, podría enterarme de hechos futuros, como si Tigres serían campeones en esa temporada, si me haría caso la chica que me gustaba, si reprobaría el año de la secundaria.
Primero nos persignamos entre risas nerviosas. Luego, con suavidad colocamos los dedos medio, anular y índice, de las dos manos, en cada costado del puntero de plástico, que se sostenía en tres delgados soportes que le ayudaban a deslizarse sobre las inscripciones, que eran señaladas en un hueco circular, que tenía cerca de la punta.
Comenzamos. Arturo y yo nos alternábamos las preguntas. Mágicamente, el dispositivo se movió para señalar letras. ¿Cómo te llamas? MONICA. Recuerdo que me di tiempo para pensar que estaba faltando el acento, pero no era propio que en ese momento le pidiera al espíritu buena ortografía. El silencio era completo. Los amigos hacían un círculo en torno a nosotros, asomándose a nuestro pasadizo con el averno. ¿Estás bien? NO. ¿Estás muerta? SI. ¿Cómo falleciste? MAL. ¿Cómo estás? TRISTEZA.
Estaba ocurriendo. ¡Dialogaba con los muertos!

Vámonos, esto está mal, propuso alguno de los reunidos. No está bien hablar con difuntos, muchachos, dijo otro con temor. Chonoy fue de los que no se arredró. Pidió turno y se colocó en el lugar de Arturo. Puso sus dedos sobre el puntero que se movió directamente a la palabra NO. Entendió que era rechazado y dejó su lugar al que estaba.
Alguien comentó, como descuidadamente, que lo que estaba pasando era que Arturo y yo ya habíamos establecido un puente con las almas en pena, y que por eso nos permitían charlar con ellas. Me di cuenta que sudaba frío y el corazón me latía con fuerza. Estaba a la mitad de un acto profano de hechicería, de esos que tanto había visto en el cine, y leído en cuentos y novelas. Pero ya no estaba seguro de que era divertido. Sin embargo, la emoción era tanta que no quería retirarme.
¿Qué ocurrió esa noche con la ouija?
Movimos de nuevo el plástico. RAUL. En alguna otra ocasión les diría a los difuntos concitados, que los acentos son útiles. Pero no ahora. ¿Cómo te sientes? PAZ. ¿Cuántos años tienes? VIEJO. ¿Dónde estás? AQUI. No hubo palabras, entre nosotros, solo suspiros trémulos, exhalaciones, dientes que crujieron, goterones de saliva que pasaban por la tráquea audiblemente. La tensión subía.
Por favor, muchachos, vámonos, propuso otro con acento tembloroso, pero nadie le hizo caso. Fue entonces que me decidí a dar el paso definitivo. Con voz cavernosa, que me salió del hígado, pronuncié la palabra como un murmullo: Manifiéstate.
Han pasado casi 40 años de aquel incidente y aún hoy no podemos ponernos de acuerdo sobre lo que realmente ocurrió. Todos atestiguamos, con certeza clara, que la lámpara del techo se apagó de golpe, y nos quedamos a oscuras.
Salimos en tropel, atropellándonos, tirando los bancos con estruendo. Fueron unos segundos de pánico en los que dejamos el salón y nos movimos hacia el patio, más o menos iluminado por luces que llegaban del segundo piso. En el desconcierto, nos preguntábamos quién había sido el que movió el interruptor. Solo había dos descartados, que éramos los que manejábamos la tabla. Entre los demás se cruzaron recriminaciones, pero no sacamos nada en claro. Arturo se armó de valor y fue por la Ouija y el plástico, que se quedaron tirados. Al regresar, constató que el tablero se había roto en una esquina. En la fuga colectiva, fue pisoteado y se dañó.
Regresamos a la esquina, riéndonos de susto. Ninguno había pasado por una experiencia paranormal, como la que acabábamos de vivir. Vamos, las apariciones pueden ocurrir en cualquier ciudad grande, en destinos glamorosos, pero no en Guadalupe, nuestro rancho urbano.

Mientras Arturo se lamentaba, pensando lo que diría a la dueña de la tabla, pude entonces ver con claridad el instrumento. Con un buen pegamento se le podía reinsertar el ángulo dañado. Pero me llamó la atención la caja que lo contenía. El producto era marca Montecarlo, la misma del Turista Mundial y las damas chinas que me habían regalado alguna vez de Navidad. Pensé en cómo era posible que una empresa que fabricaba juguetes para niños, lanzara al mercado un artículo de adivinación, hecho para zahorís, magos, augurios, nigromantes, médiums que podían saludar a las almas intranquilas que dejaban lo sepulcros para interactuar con los vivos. Como que no era lógico que una tabla que se hacía en serie, en cualquier taller de maquila, pudiera ser carretera para llegar hasta los occisos.
De cualquier manera, no pude dormir bien esa noche. A la mañana siguiente comencé a recelar de mi experiencia, supuestamente sobrenatural. Desde entonces, no he vuelto a jugar con una Ouija. No sé si en aquel episodio juvenil, llamé a los espíritus, porque quería verlos materializados. La explicación científica dice que uno se sugestiona, y mueve el puntero inconscientemente, y supone que el que opera el apuntador es el demonio.
O puede ser que realmente hice contacto con los muertos, en una calurosa noche inolvidable.
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