Abrí mi cuenta de Facebook en el 2010. Con enormes reservas, me uní a esa floreciente comunidad en redes que, se decía, permitía que cada quien publicara fotografías de sus actividades.

Con disposición de ranchero frente a la modernidad, consideraba que ese espacio era únicamente un reducto de vanidosos que, si bien no podían pasarse el día frente al espejo, podrían hacerlo en eso que llamaban una red social, que enlazaba a un número cada vez creciente de usuarios.

Ahora, 12 años después, ya no puedo estar sin mi Facebook. Mi trabajo me obliga a estar conectado de manera permanente con esa cadena de egos que inauguró en el 2003 un chico genio llamado Mark Zuckerberg, al que todos hemos convertido en un multimillonario, abriéndole las puertas de nuestras vidas y nuestra intimidad, almacenándola, para su disposición, en un océano virtual infinito denominado Nube.

Por ahí tengo el registro de la primera fotografía que publiqué, el 30 de agosto del 2010, lo que significa que me estrené en redes a mis 41 tacos. La imagen es el final de un recorrido que hice, con buenos camaradas, por el paraje Las Adjuntas, en la sierra de Santiago.

La programación de Facebook hace que periódicamente me aparezcan otras fotos y comentarios, como la de aquel paseo extremo, que tenía perdidos entre las brumas de los años, y que el terco algoritmo me regresa como testimonio de lo que fui.

Arqueología de Facebook

Supongo que en algún lado ya habrá algún diplomado, materia o seminario relacionado con lo que algún día deberá ser la arqueología de las redes sociales.

Imagino a especialistas que se encargan de rescatar contenidos del pasado, ocultos bajo capas y más capas de otros contenidos, dispersos en el mar de la realidad virtual, que terminaron sepultados por modas o tendencias que se superpusieron.

Los arqueólogos -como los conocemos, idealizados por Indiana Jones- analizan restos materiales de civilizaciones pasadas para entender cómo era un determinado pueblo, cómo éramos como especie. También andan por ahí paleontólogos, que buscan el origen de la vida. Pues así como estos estudiosos excavan en sitios donde aparentemente no hay nada y encuentran sus tesoros, el arqueólogo de las redes sociales revelará en qué pensábamos y cómo nos comportábamos en alguna determinada etapa de nuestras vidas.

Veo aquella fotografía de Las Adjuntas y pienso que entonces tenía suficiente condición física para hacer un recorrido por la sierra, actividad que podría difícilmente realizar ahora. Otras imágenes me muestran jugando futbol, en improbables movimientos de baile o con amigos que ya se han ido. A veces no me reconozco viendo cómo fui, a la luz de mi actual comportamiento. Mis propias excavaciones me muestran, en esos días ya remotos, a un tipo que parece un desconocido, más joven, arrojado, arrogante, moderno.

Muchas veces, encuentro que mis ideas eran erradas, pero tengo que comprenderme y aceptar que no tenía forma de saber que lo que dije pudo mejorarse…

Leo algunos de los llamados posts que escribí públicamente en la década pasada y me sorprendo. Me leo exhibiendo bromas guarras, de pésimo gusto, que ahora me provocan pena. Por ahí tengo algunos chascarrillos de homofobia que lamento haber liberado, aunque me tranquilizo pensando que en esa época era normalizada la carrilla relacionada con LGBT.

Afortunadamente, la conciencia social nos hizo entender la necesidad del respeto general. Ahora considero, como todos, que cualquier broma de la diversidad debe ser objeto de repudio y reproche severo.

Cómo fuimos

Reflexiono que lo que acusa más mi evolución o involución personal, es mi forma de expresarme, más que mi apariencia.

Abundan fotografías que me tomé en momentos precisos en las que estoy desempeñando alguna actividad y reconozco el momento. Por lo general, uno publica fotos de cuando era feliz. Pero leo mis textos y me ubico en una determinada forma de pensar, una ideología, alguna creencia. Recuerdo las convicciones de entonces y sonrío, algunas veces con pudor, pues siento que he rebasado prácticamente todas mis creencias. Lo que creí hace una década, como lo expresaba en el Feis, eran partes de una forma de ver el mundo que ahora ha cambiado.

En estos tiempos de streaming, el VHS parece de la Prehistoria. Foto: Pexels.

Muchas veces, encuentro que mis ideas eran erradas, pero tengo que comprenderme y aceptar que no tenía forma de saber que lo que dije pudo mejorarse, pues a veces se escaparon torpes palabras que pudieron afectar tal vez a alguien que ni suponía y que, maldigo la hora, habrá incubado resentimientos.

En la generación X, aprendimos de niños a mover la antena de conejo sobre la TV para mejorar la señal, y a cambiar de canal con la perilla de sintonía. Cuando crecimos, la modernidad eran los correos electrónicos que nos enviábamos por correos AOL, la interacción en la red social My Space, o los chats en ICQ o MSN. Ya llovió desde entonces, pues mientras nos conectábamos con aquella mensajería instantánea rupestre, escuchábamos en CD a MC Hammer, Jon Secada, Boyz II Men, Alice in Chains, Ace of Base.

Ahora veo chicos que nacieron con el internet, los nativos digitales, que se instruyen para distinguir entre bites, pixeles, memoria RAM. Sus gustos van por el K-Pop, Taylor Swift, Billie Eillish, Beyoncé, J Balvin o Bad Bunny.

A mí me tocó registrar en Facebook lo que he sido en la segunda mitad de mi vida, pero estos centennials dejarán sus propias marcas desde el nacimiento, como si fueran códices electrónicos de su vida completa.

A diferencia de lo que ocurrió en mi infancia y adolescencia, registrada en crónicas de algunas fotos antiguas, guardadas en álbumes polvorientos, ahora ellos tendrán recuerdos palpitantes de quienes han sido, desde que salieron del vientre de su madre, hasta el momento mismo en que se accione la flama del crematorio.