Los desfiles del 20 de noviembre eran como el gran festejo colectivo escolar de toda la República. Pero, viéndolo bien, tenían mucho de manipulación política.
Durante la década de 1970, me tocó celebrar el día de la Revolución Mexicana con un desflle, cuando se suspendían todas las actividades académicas para dedicar la jornada a esta gran marcha cívico-militar que se escenificaba en cada uno de los municipios del país.
En Guadalupe siempre hice el mismo recorrido, el mismo circuito y las mismas rutinas. Los números que escenificaba eran los de las pomposamente llamadas tablas gimnásticas, que no eran más que movimientos coordinados en de una masa de chicos ataviados de la misma manera.
Viéndolo bien, los desfiles cívicos-deportivos-militares-escolares de aquellos años tenían mucho de manipulación política, pienso ahora.
Clientelismo, comunismo y Enriqueta Basilio
El momento estelar del Desfile de la Revolución Mexicana era cuando los estudiantes pasábamos frente al balcón del Palacio Municipal, por la calle Barbadillo, para saludar al alcalde en turno, a los diputados, a la clase política que, en esos años, estaba copada por el PRI.
Ahora que estoy viejo, y ya no veo aquellos desfiles grandes por las calles de las colonias, observo que los profesores de alguna forma se congraciaban con la autoridad al llevar a los alumnos a hacer más grande la bola.

Desde aquel tiempo, me daba la impresión de que nuestras marchas en México estaban inspiradas en las exhibiciones de unidad popular, poder y sojuzgamiento del pueblo de los países comunistas, como China.
Aquel lejano y enorme país, en su discurso de revolución cultural, nos enviaba mensajes de manifestaciones monumentales de jóvenes patriotas y niños que eran como la semilla de la nación y que estaban compactados bajo la férula del gran líder, que en ese entonces era Mao Tse –Tung.
El dictador chino murió al año siguiente de mi ingreso a la primaria, a mediados de los 70, pero quedaba en el mundo su imagen venerada y sus convocatorias ejemplarmente multitudinarias.
En aquella nación oriental, se celebra la fundación de la República Popular durante siete días llamados Semana Dorada, del 1 al 7 de octubre. Desde que veía videos y fotografías de aquellas marchas, he pensado que en China todo es ruidos y se hace entre amontonamientos.
Y había un intento, algo famélico en México, por copiar aquellas exhibiciones de la patria unida, en nuestro parade callejero.

Además, en aquellos años una de las heroínas de la patria era Enriqueta Basilio, la bajacaliforniana que encendió el pebetero de las Olimpiadas de México 68. Como un gesto de modernidad en el régimen criminal de Gustavo Díaz Ordaz, fue la primera mujer en protagonizar ese alto honor en el evento que unificaba el planeta. Pues Queta acarreó la antorcha vestida todo de blanco. Supongo que en los desfiles había un intento por replicar, al menos en apariencia y en nuestra escuela, la inspiración de la velocista.
Los ensayos
En mi escuela, la Ford 40, estábamos a la vanguardia en los menesteres del Desfile de la Revolución Mexicana, bajo la guía de la directora Hortensia Gaona Mendoza, siempre disciplinada.
Cada año, ella y las demás maestras se encargaban de organizar la participación de nuestro plantel en los desfiles. Faltando un mes, nos enviaban a casa con una circular escrita en mimeógrafo e impresa en papel revolución, con el protocolo de vestimenta que siempre era el mismo: playera teycon blanca, shorts blancos, calcetones blancos y tenis blancos, al estilo Enriqueta Basilio.
Los ensayos en nuestra escuela eran en el enorme patio donde salíamos por grupos para hacer las tablas gimnásticas.

En aquella época, como no había presupuesto en el hogar para extravagancias, los profesores nos ordenaban hacer nuestros propios instrumentos para los ejercicios. Dedicábamos un par de días a conseguir de la calle o del tambo de la basura dos botes de lata, de jugo o de cerveza, a los que les introducíamos piedritas. Los forrábamos de papel lustrina de algún determinado color, y los orlábamos con tiras de papel de china. A veces, a las niñas se les imponía un aro hula hula, que ribetearan con listones. También había escuelas que llevaban pompones.
En los ensayos finales del desfile del 20 de noviembre, cuando faltaba una semana, nos sacaban a todos los niños convocados, que por lo general éramos de grados cuarto, quinto y sexto, a hacer un recorrido alrededor de la escuela, para hacer el número.
Todo transcurría sin incidentes y se preparaba el desfile de la Zona 8 escolar, en la que estaban mi escuela y otras 20, en el sector del municipio que alguna vez fue el casco y que luego fue conocido como La Villa.
El Desfile de la Revolución
Como suele suceder, los preparativos eran mucho más prolongados que la ejecución del numerito.
En mis tiempos, el desfile iniciaba a las 9 de la mañana y siempre seguía el mismo circuito: avanzaba hacia el oriente por la calle Guadalupe, daba vuelta allá por 5 de mayo, y regresaba hacia el poniente por Hidalgo.

Aunque los recorridos bajo el solazo cansaban, también eran divertidos. Siempre era motivo de festejo ver a los compañeros del salón en ocasión diferente. Chicos que se la pasaban sentados en el recreo y no se nos unían para jugar al torito, se veían extraños con ropas deportivas. Lo mismo mis compañeras, que pasaban el descanso en un rincón, si acaso haciendo juegos de manos, y que, en el desfile se veían incómodas en pantalones cortos. Había un grupo selecto de niñas que hacían de bastoneras, elegantes en la vanguardia, con shorts-minifalda, botas altas, saquito de hombreras con galas doradas y sombrero alto.
A la punta iban dos alumnos, generalmente de los aplicados, que llevaban el glorioso estandarte de la Ford 40 Constituyentes de 1857. Eran niño y niña, como asomos setenteros de la paridad.
Como escoltas de la procesión o, más bien, como pastores del rebaño de borreguitos, los profesores avanzaban por la banqueta, alertas a que nadie se desbalagara. De repente escuchábamos algún regaño, una reprimenda a los compañeros que no guardaban la compostura.
Los desfiles eran ocasión para que la gente saliera a las calles. De cada familia del municipio había un hijo, sobrino, nieto, primo, ahijado al que se le podía decir adiós mientras andaba sobre el agrietado pavimento. Abundaban momentos en los que alguien tomaba fotografías o agitaba las manos, reconociendo alguien entre los espectadores o entre los estudiantes.

Claro que los que marchábamos nos perdíamos el espectáculo completo. Luego nos enterábamos que estaban entre los contingentes, los de los jinetes de la Asociación de Charros, que avanzaban en sus caballos, con sus atuendos de Jorge Negrete. O los motociclistas del escuadrón de Tránsito municipal.
El ejército pasaba por las calles con sus coches artillados y con su banda de guerra impresionante y gallarda, con soldados rígidos, mortalmente serios, como robots, cargando caja y baqueta, clarinete o fusil.

Los muchachos del Pentatlón, con sus botas de casquillo, cargaban colchonetas y en cada estación se detenían para hacer pirámides humanas. También incendiaban un aro para que los muchachos hicieran el atrevido salto del tigre entre las llamas. En una de esas, un pentatleta fanfarrón quiso saltar la trompa de un Volkswagen y se fracturó el brazo, en la caída descompuesta.
Las asociaciones de karate, con chicos y chicas en karategi blanco, avanzaban con orgullo. Sus integrantes hacían katas y quebraban tablas con golpes giratorios de talón. Había escuelas que le metían producción: en los carros alegóricos, eran transportados pequeños Maderos, Pino Suarez, Villas y Zapatas. A alguno le ponían barbas de algodón y lentes pequeños, y sí parecían Venustianos.
Por esos años estaban de moda los discos LP de gimnasia en casa. Iban dirigidos a las señoras, para que dejaran un momento la lavadora o la escoba y se activaran, con la promesa de que, sin persistían, se verían como la modelo de la portada, que hacía flexiones en leotardo. Pues ese tipo de melodías eran las que nos ponían, para que ejecutáramos los números rítmicos durante el desfile del 20 de noviembre.
Aunque yo reniego del significado de aquellas marchas, por manipuladoras, mi querida suegra, la profesora Nelly Acosta, que estuvo 30 años en labor diligente dedicada al magisterio como profesora y directora, me dice que no percibía tal afán de utilizar a los estudiantes para hacer loas a los políticos, como alego.
Afirma que había un genuino interés de las autoridades educativas por hacer que, en las procesiones, los niños exhibieran habilidades deportivas, y que el sentido de celebración era por el significado de la Revolución Mexicana, que nos transformó como país. Y me comenta que cuando pasaban frente al balcón para saludar a las autoridades, simbólicamente veían en ellos reflejados a los próceres de la patria que protagonizaron aquel episodio histórico. ¿Madero, Villa, Carranza, Zapata, igualados con el presidente municipal, el diputado local, el senador, el gober? Nos guste o no, ese era uno de los aspectos del desfile, me dice la maestra Nelly.
El Sol nace para todos
A veces me encuentro al Ingeniero Chuma, unos cuatro años mayor que yo. Mi amigo es un tipo serio, dedicado a los negocios. Cuando él estaba en la primaria Eleuterio, me dice mientras reímos, en el día de la Revolución tuvo que hacer su gimnasia con la melodía de El Sol Nace para Todos, de Ricardo Ceratto. Los profes querían ser actuales y esa melodía pegó fuerte en la radio. Y más risa nos da, cuando me dice que tuvo que hacer sus rutinas, en otro desfile, con la pegajosa rola instrumental de la serie S.W.A.T, de la banda Rythm Heritage, que pasaban por aquellos años en la tele local.

Omar, mi hermano menor, alguna vez hizo la coreografía de She works hard for the money, de Donna Summer, también de moda. Por lo menos su profesor le puso algo de movimiento a los movimientos coordinados.
Las canciones que a nosotros nos tocaron fueron de gimnasia doméstica, aburridamente instrumental. Alguna vez nos sincronizamos al ritmo de la Marcha de Zacatecas, pero creo que a mis profes les faltó más inventiva. Durante toda la mañana abundaban los silbatazos para detener la procesión. Entonces se nos daba la orden y comenzábamos a hacer las progresiones de ocho tiempos, mientras sonaban los botes con escándalo de sonajero. Y así avanzábamos…
En realidad, la mitad de la diversión era porque no teníamos clases y eso, cuando uno es niño, es una fortuna inmensa. Además, nos permitían salir de la monotonía de la enseñanza cotidiana que se repetía hasta el infinito, y nos daban la oportunidad de ser otros, atléticos e integrantes de una gran colectividad que nos daba identidad como escuela, municipio, estado país.
Terminábamos el Desfile de la Revolución a eso de las 12 del mediodía. Al pasar frente al presídium, rompíamos filas y andábamos un rato en la Plaza entre el hormiguero de alumnos de muchas escuelas, que solo curioseaban un rato antes de irse a casa.
Por ahí nos encontrábamos a los amigos del barrio que estaban en otras escuelas, a los compañeros de los equipos de futbol y hasta los contrincantes de otros clubes con los que nos enfrentábamos cada temporada y a los que saludábamos, sin saber sus nombres identificándonos únicamente con una sonrisa.
Y así llegábamos a casa, felices por la actividad y por habernos liberado, aunque fuera por un día de la rutinaria jornada de clases.
(La celebración del Día de la Revolución Mexicana con un desfile se instauró desde 1936 y se canceló en el 2006, bajo el primer régimen no priísta encabezado por Vicente Fox Quesada).
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