Cuando estaba en la escuela primaria, participaba en todos los números musicales que organizaban los profesores para las asambleas y festivales.
Bailables de la escuela, les decían a esos eventos en los que teníamos que movernos sobre el foro de concreto donde se escenificaban los eventos de la gloriosa Escuela Primaria Ford 40, de la colonia Marte, en Guadalupe.
Cinco o seis veces al año tenía que comparecer en esas ceremonias en las que, de acuerdo con los docentes, se estimulaban las habilidades creativas, el regionalismo y hasta el orgullo regional. Y más o menos éramos siempre los mismos los que integrábamos el elenco en esas ocasiones.
Casualmente, nos elegían a los niños que estábamos de la media tabla para arriba de las calificaciones, en la lógica de que los ensayos no nos provocarían retraso en el aprendizaje y no nos afectarían en la boleta al final del mes.
Siempre me he considerado un tipo aburrido, irremediablemente introvertido. Y de chico lo era mucho más. No tengo gracias naturales, para nada. Quizás puedo presumir que poseo coordinación de movimientos y eso me ayudaba a que ejecutara los números de danza con aceptable coordinación. Pero nunca ni un solo maestro me dijo que con el baile podía expresarme y liberarme, que podría gozar la libertad que se puede sentir con movimientos coordinados al ritmo de acordes.
Mi historia con los bailes de la escuela
Con el paso de los años, entendí que yo participaba en los bailables de la escuela por el entusiasmo natural de mi mamá. Yo me convertí en su avatar de aquellos años y ejecutaba los movimientos que, supongo, ella pudo disfrutar únicamente de manera limitada en su niñez y muy poco en su etapa adulta.
Mamá terminó quizás la secundaria y su propia madre murió cuando era niña. Entre las muchas tareas que tenía en su casa, convertida de niña en ama de casa, deduzco que no tenía mucho tiempo para divertirse.

Cuando se casó, tuvo la mala fortuna de contar con un marido que para bailar es un palo. En eso somos idénticos papá y yo, pues estamos negados para mover los pies y en las fiestas nos tienen que sacar con tirabuzón del asiento para movernos un poco en la pista.
Crecí viendo a mamá bailando muy a gusto en bodas y quinceaños, mientras papá, eterno acompañante, solo movía deschistado los zapatos para, más o menos, seguir el ritmo. Es lo que hago ahora con Yeni, pobre de ella.
Por eso mamá aceptaba que me inscribieran en los bailables, cómo no, si se sentía muy a gusto que yo bailara, como si lo hiciera ella. Lo mismo hizo con mis hermanos, pero ellos sí disfrutaban esos protagonismos y crecieron como buenos bailadores, pero yo no, que siempre fui como el tipo deprimente de la familia.
El Pecos Bill
Esa relación rara que tuve con el baile, con mi madre como puente, empezó desde muy chiquitín, cuando estaba en el Kínder Francis. Por ahí tengo algunas fotos donde visto de karateka, con cinta negra, bailando el Kung Fu Fighting, de Carl Douglas. La coreografía era darnos caderazos una y otra vez, como la moda de ese tiempo.
Antes de salir del kínder, bailé Pecos Bill. Me compraron una bonita camisa a cuadros en Modas Paché, la tienda de ropa de moda de la zona.

Recuerdo que durante una tarde observé maravillado cómo mamá, a lo largo de unas tres horas, le cosía a mi pantalón de mezclilla favorito unas tiurtitas blancas como flecos, para lucir como un espectacular cowboy.
El sombrero se lo prestó una comadre que tenía un hijo que alguna vez también tuvo su bailable. Salió muy bien el número y fui felicitado. Bailé con Luli, la hermana de Ramiro, quien es hoy mi sensei de cine.
Por ahí tengo la foto donde estamos bailando de cachetito, yo haciendo muecas. Durante años, en mi infancia, fui atormentado por mis tías que, por esa simple imagen, me hacían insinuaciones románticas que a mí me hacían angustiarme de vergüenza.
Pero el verdadero horror de ese número musical llegó dos días después. Todos los domingos visitábamos a mi bisabuela Delia, en su casa grande, para la reunión de toda la familia ampliada. Llegábamos a juntarnos como 30 entre todos. Pues mamá me obligó a que ese fin de semana vistiera el traje Pecos Bill para que me vieran las tías. Me decía que me vía precioso, muy guapo y simpático. Yo me quería morir, suponiendo que andaría vestido así durante horas. Al final se impuso y me pasé una tarde desdichada, siendo objeto de burlas de los demás primos.

En quinto año, bajo la coordinación de la maestra Blanca, bailé El Ratón Vaquero. Pensaba que ya estábamos grandecitos para esas gracias, y se lo expresé, pero ella, muy metida en su papel de formadora de futuros buenos ciudadanos, me dijo que había que preservar las tradiciones y que Cri-Cri era un tesoro nacional. Pues bailé con Josefa en una ceremonia que salió redonda.
El Palomo y la Paloma
En sexto grado fue como una consagración para todos, porque ensayamos El Palomo y la Paloma para el concurso de primarias de la zona.
Otra vez fuimos a Paché y mamá me compró una guayabera blanca de seda. El Señor Paché, con su voz aflautada, nos explicó que era tejida con hilos de seda y mamá tuvo que comprarla cara, porque no había de las ordinarias, de la marca Gacela. También me compró mocasines blancos.
Estuvimos ensayando durante un par de meses, bajo la guía del profesor de danza externo, Eduardo, que nos enseñó unos pasos de taconeo muy padres, que aún hoy recuerdo. Entre mis compañeros de tablado estaban Miguel, Rolando, Guillermo y René, que recuerde, y entre las chicas, Rosario, Patricia, Martha, Hilda, y Norma.
Paty fue mi pareja en esa tardeada en la que nos lucimos en la escuela federal Rafael Ramírez, en la colonia Polanco. ¡Y obtuvimos el primer lugar! Para festejarme, mi mamá me compró ahí mismo en la escuela un vasito de nieve blanca de vainilla, de un carrito de paletas que estaba a un lado del patio donde ejecutamos el número.
Pero el lunes siguiente, cuando llegamos a la escuela como campeones, la directora Hortensia nos notificó que nos habían descalificado, porque no se permitía que un entrenador que no fuera profe de la escuela nos enseñara los pasos.
Nunca supe quién fue el de la idea de reclutar a Eduardo para que nos enseñara los taconazos. Es lo más cerca que estuve nunca a ser reconocido por mis nulas habilidades en la pista y en los bailables escolares.
De aquella aventura, me quedaron unos mocasines que tuve que pintar de negro para usarlos de diario. Y la guayabera también la usé como ropa dominguera, pero integrada al guardarropa ordinario, sin que mamá me volviera a exhibir en atuendos de danzarín.
El Gato de Barrio
Creo que, de los bailables de la escuela, el que más recuerdo es el del Gato de Barrio, en sexto grado.
Integraba el programa de la ceremonia de fin de cursos, entrega de diplomas y salida de la escuela. Mi amigo de toda la vida, David, que ahora es mi compadre, nunca salía en los bailables escolares, aunque tampoco mostraba interés por integrarse a una de esas convocatorias.
Pero en esa asamblea, la maestra Tere pidió voluntarios y yo lo animé. Recuerdo que, como diablo, le dije al oído que era una oportunidad única para lucirse, como yo lo había hecho antes, frente a toda la escuela pero, sobre todo, frente a nuestras mamás.
Entonces David levantó la mano, y comenzó a ensayar. Siempre ha sido un gigante corpulento, mi compadre. Era muy raro verlo moviéndose en el escenario. Yo, que era un veterano en esas campañas, lo veía como a un bebé que daba sus primeros pasos. Percibía que se veía algo incómodo, moviendo las caderas, como si no tuviera noción de lo que hacía, contoneándose.
Inesperadamente, como al segundo ensayo, la maestra me pidió que participara en otro número. Creo que era para una declamación a las madres presentes, o algo así. Entonces dejé a su suerte a mi amigo, que siguió con los ensayos.
La asamblea ocurrió por la noche. La velada era esplendorosa y mágica. Marcaba nuestro fin de cursos, el fin de una época, y el número estelar era el del Gato de Barrio.
Como yo me había desapegado totalmente de los ensayos, ya no supe en qué quedó. Recuerdo muy bien que vi con asombro a David que salía del baño, donde se había cambiado. Aún ahora siento que estaba presenciando la aparición de un fantasma o de un ser espectral que se materializaba en la realidad.
David caminaba hacia el foro con un mameluco gris de gato, con capucha y orejas. Me llamaron la atención su panza blanca, la nariz pintada de rojo y unos lindos bigotes gatunos en las mejillas. Le colgaba una linda cola que se le balanceaba entre las piernas.
Cuando sonó el tocadiscos, yo, abajo del foro, no paraba de reír ahogando carcajadas, mientras mi amigo me veía con cara de apuro, tratando de seguir los pasos de su pareja.
“A lo lejos, por los cerros, ladran juntos veinte perros, y no dejan las chicharras de cantar…”
La parte mejor fue cuando cogió su cola, tiesa por un alambre curvo, y la hizo girar, mientras movía grácilmente el trasero, dando una vuelta completa. Frente a él, en la primera fila, me retorcía de carcajadas.
En secundaria, entrado en la adolescencia y ya con la respectiva rebeldía instalada en la cabeza, mamá ya no tuvo poder sobre mí para obligarme a los bailables escolares y di por terminada para siempre esa etapa de mi vida que ahora recuerdo con algo de nostalgia, porque fue la única en la que bailé con un propósito.
Y también fue la ocasión inolvidable para ver a David vestido de tierno minino.
Excelentes relatos que evocan mi infancia, soy del Fraccionamiento Marte 3er sector, al igual, estuve en la Ford 40, tuve de maestros a la profe Leticia, al profe David y a la profe Lupita. En secundaria la 12.
Gracias por hacernos recordar todas esas bonitas vivencias.