Pancho es un tipo bastante normal, pero su carácter es uno de los más extraños que he conocido. Parece que nació señor. De niños, aunque jugábamos al Burro bala o a los quemados, su actitud era la de un adulto. Es un alma de Dios y parece que heredó genes de mentor.

Hace más de medio siglo, su padre, el profesor Francisco, se colocaba en la esquina de las calles Hidalgo y Rayón, en el Centro de Guadalupe, para recibir a las decenas de alumnos que cada día, de lunes a viernes, acudían al Colegio Comercial Lic. Benito Juárez (hoy Instituto Universitario Lic. Benito Juárez), donde era director.

Hace un par de décadas, Don Francisco, ya fallecido, legó su puesto en la escuela a Pancho, quien continuó con la tradición de colocarse en la banqueta para recibir a la muchachada que a diario ingresa a las aulas. Pero son tan similares en el físico y en el carácter circunspecto, que parece que, aunque cambió la persona, el lugar está designado, como desde el principio, para el encargado de vigilar como pastor a los futuros profesionistas. Está visto que, en ocasiones, el liderazgo se hereda.

Cuando pasamos por el Colegio Benito Juárez, para saludarnos Pancho levanta la mano izquierda,pues es zurdo. Antes le decíamos ¡Pancho!, con camaradería, pero ahora que ya es el director del Colegio, le decimos respetuosamente Profesor.

Un muchacho grande

Me ha de llevar unos siete años, Pancho, por lo que compartimos juntos, de chiquillos, juegos callejeros. 

Pero aún desde entonces, cuando él tendría 12, se comportaba como un chaval maduro. Nos correteábamos, jugando a los números, o rivalizábamos en retas de futbol, y festejaba los goles a gritos y reímos como los niños que éramos. 

El patio del Instituto Universitario Lic. Benito Juárez de Guadalupe, en la actualidad.

Pero, de una manera inexplicable, desde entonces él ya tenía modos de adulto, muy parecido a su padre, quien fuera historiador de Guadalupe y quien en 1956 fundó El Benito como conocemos al colegio, que se ha transformado en moderno instituto universitario, en el centro de ese municipio.

Pancho era el mayor de la palomilla. Alto y moreno, tenía el cabello partido por un lado y desde chico usó grandes lentes cuadrados que le daban aire intelectual. Desde primaria y hasta que obtuvo la licenciatura de Contador, fue de los alumnos más aplicados.

Los sábados, los niños del barrio íbamos al cine Tropical. En algunos casos, los grandes tenían que ir a nuestras casas a pedir permiso a los papás. Pancho era el que encabezaba la delegación. Mi mamá nos dejaba ir, porque confiaba en ese muchacho que irradiaba formalidad y tenía mirada inteligente.

El alguacil del patio

Como joven autoridad, Pancho marcaba directrices cuando jugábamos en el patio del Benito, donde vivía, allá en los 70, con su familia, los Arredondo. 

Pancho estableció en el futbolito la regla del “baño”, como penalización para el jugador abusivo que, en lenguaje de la calle, es conocido como “bañado”. 

El precepto, impuesto por Pancho como alguacil del patio, establecía que era anulado el gol que se anotaba con excesiva fuerza, porque podía romper, como ocurrió alguna vez, uno de las decenas de cristales o focos que había en los salones y pasillos que rodeaban nuestra cancha pavimentada. El gol no valía, porque el que lo metió se fue al baño, y disparó con imprudencia.

Cuando se organizaban las retas para los partidos, Pancho era de los capitanes que echaba el volado y elegía a los jugadores para su equipo.

En temporada de vacaciones, había reparaciones generales en el Colegio. Como parte de esas actividades, los bancos de paleta eran remozados con una buena mano de pintura. Cada mueble estaba hecho de acero y lámina, fabricado para durar eternamente. 

Pancho con su hermano, Rigo.

Los diez chicos habituales que acudíamos a diario a jugar futbol, éramos los encargados de la tarea. El profesor Francisco nos pagaba dos pesos por cada banco pintado, con esmalte verde o café, según fuera el caso. 

Pancho chico era el encargado de supervisar los trabajos y contabilizar las unidades remozadas. Se encargaba de revisar la calidad de la obra y llevar la cuenta, para saldarnos el pago al final de la jornada. Pero tenía una cláusula especial: si faltaba alguna parte del banco que por descuido no alcanzaba la brocha -como un borde, un rincón de soldadura, un lado interno de alguna pata- la penalización era de 50 centavos. Astuto y estricto, el capataz.

El conductor

Un día, apareció frente al portón del Colegio un viejo coche Fiat compacto, de palanca en el piso, con una horrible coloración entre gris y verde, que tenía los bordes romos. Se parecía a los de esas películas europeas que veíamos en el cine. Era el regalo del profesor Francisco para Pancho, que ya había entrado a la Prepa.

Para enseñarle a conducir, el Profesor llevó el coche a las canchas de la Ciudad de los Niños, un espacio abierto con canchas, donde había niños jugando futbol y con algunas vías pavimentadas, en las que se podía practicar el manejo. Para acostumbrar a Pancho a llevar pasajeros, el Profesor nos invitó a unos cuatro niños para que nos metiéramos en el asiento trasero del auto.

Entusiasmados, veíamos cómo Pancho grande le indicaba a Pancho chico la forma de meter los cambios, sacar el clutch, frenar, desacelerar. 

Fuimos como cuatro tardes seguidas, antes de que Pancho se graduara de conductor, recorriendo las calles de La Villa como si anduviera sobre un alambique ruidoso. 

En una de esas, cuando Pancho se aventuraba, con la chaviza, por calles lejanas, el Fiat se mató de regreso, faltando unas diez cuadras antes de llegar al Benito. Ya no anduvo. Tenía gasolina, pero se le había bajado el voltaje a la batería. Era cuestión de empujar, para encenderlo con el envión. Y así estábamos puchando y puchando, y Pancho haciendo la maniobra y sacando el clutch, sin que echara a andar el condenado armatoste. Hasta que, de puros empellones llegamos al destino, solo para que Pancho se diera cuenta de que, apenado por su inexperiencia, no había accionado la llave de encendido, para echarlo a andar.

El novio

Francisco hijo dejó de ser niño mucho antes que todos nosotros. La certificación de que había crecido fue que renunció a los pantalones de mezclilla Lee, que estaban de moda, para cambiarlos por los Portefino, de terlenka fea, de colores cafés o anaranjados, sin presillas. No requerían cinturón, y daban al portador un estiramiento en la figura, para hacerlo ver como un tipo que se ocupa de asuntos importantes.

Pancho también fue de los primeros en casarse. Todo el barrio acudió al pachangón celebrado en el que fue nuestro patio de juegos, y que se convirtió en la sede de una fiesta memorable. 

Ya matrimoniado, cambió el Fiat por un Rambler azul de dos puertas. El cristal del lado del piloto, ahumado como espejo, solo bajaba unos cinco centímetros, por lo que, cuando pasaba por la esquina donde estábamos como vagos, nosotros le gritábamos ¡Pancho!, y él asomaba los dedos para saludarnos. 

Convertido en hombre de hogar, con mayor variedad de Portefinos y ataviado con formales camisas Manchester, nunca dejaba de saludarnos, aunque ya lo hacía como el señor que ve a los muchachos sin quehacer y que le dan colorido a la calle.

El profesor Pancho, en compañía de amigos.

En la esquina del Colegio Benito Juárez

Con el paso de los años, Pancho se convirtió en el director del Colegio Benito Juárez, en sustitución de su padre. Hasta la fecha, le ayuda en la tarea su esposa Carmen. Han tenido hijos estudiosos y ya son abuelos. 

La matrícula en el instituto se ha incrementado considerablemente, pues, como centro universitario, ya se ofrecen carreras profesionales, y no solo la preparación de bachillerato para los conocidos oficios relacionados con la Contabilidad y el Secretariado.

Por estos días, Pancho ha tenido la salud afectada y sus hermanos me comentan que hace esfuerzos cotidianos por recuperarse.

Con frecuencia, paso por la esquina donde algún día saludaba a Francisco grande, el fundador. Por ahora está el sitio solo, y no hay quien reciba a los muchachos que acuden al Colegio, y que ingresan ordenadamente por la puerta de la Dirección.

Si alguna vez lo vuelvo a ver por ahí a mi amigo, me voy a aguantar las ganas de gritarle ¡Pancho!, y simplemente lo saludaré llamándolo Profesor.