A finales de los 90, comenzó a crecer en México la simpatía por el movimiento LGBT. Como buen acierto colectivo, la sociedad dejó de perseguir -por lo menos, abiertamente- a la comunidad homosexual. Anteriormente, eran objeto de burlas crueles, persecución y acoso, eso que ahora, como término nuevo, se conoce como bullying.

Para entonces ya había respeto para las personas de cualquier preferencia. Era un mal ciudadano quien los incordiara. Era mal visto tratar con desprecio a lesbianas, gays, bisexuales, transgéneros. Los derechos humanos también empezaban a difundirse y conocerse, lo que les daba derecho a las personas con orientación de género diferente a la heterosexual a defenderse y a reclamar por la vía legal los insultos y agresiones.

En ese tiempo trabajaba de reportero en Reynosa, justo en la frontera tamaulipeca. En respuesta a la apertura social, fue inaugurado un antro gay, popular y concurrido, en la zona centro de la ciudad, en el área del Puente internacional.

El sitio le hizo mucho bien a la gente de ambiente, como algunos se llamaban entre ellos. Numerosos amigos que se ahogaban en secreto, pudieron finalmente salir y respirar con libertad porque ya era aceptable que cada quien se expresara y viviera a su manera, sin respingos de los conservadores y mochos, siempre recelosos de lo diferente y lo que se desapega de las tradiciones.

Ese viernes coincidí con Luis, mi compañero de periódico, en la Presidencia Municipal. Mientras hablábamos de la apertura del nuevo bar, fuimos a la oficina de Pasaportes, en el segundo piso, donde también se atendían asuntos de reclutamiento del servicio militar. Ahí me atendió Ernesto, a quien entrevisté a través de la ventanilla para que me diera la nota sobre la próxima fecha del sorteo para determinar cuáles reclutas tenían que marchar.

Ernesto, siempre amable, me dio detalles sobre los horarios de apertura del campo militar, y los requisitos para acudir a pedir información sobre el servicio. 

Luis aprovechó para pedir información sobre los pasaportes, porque quería renovar el suyo. El funcionario le entregó un folleto y le ofreció, como atención, que podía tramitarle el documento de manera expedita, sin que tuviera que hacer fila, si es que la había el día que acudiera a su cita.

El resto de la mañana Luis fue a hacer su recorrido de fuentes y yo me puse a entrevistar a síndicos y regidores para sacar las notas del día. Por la tarde, a la hora de regresar al periódico a redactar el material, retomé con Luis el tema del nuevo bar que se llamaba, digamos, Rainbow. De novedosos, según nosotros, se nos ocurrió ir al antro a hacer una crónica sobre cómo es un bar gay, por dentro, como vivían su libertad los homosexuales.

El pecado de Sodoma

En mi idea, quería exhibir, ante la sociedad, que esos nuevos sitios de la comunidad LGBT eran seguros, y que no eran lugar para la degeneración, como había espetado recientemente un pastor de la localidad, que predicaba alguna de esas religiones nuevas y poco conocidas, y que veía las preferencias alternativas como pecaminosas, perversas y diabólicas. Afirmaba el dichoso pastor que el que entraba a un antro gay se perdía en las debilidades de la carne, pues adentro se hacía ejercicio normalizado del pecado de Sodoma.

Esa noche fuimos caminando al antro, que estaba cerca del periódico, buscando una crónica audaz sobre un tema de actualidad, que ya no tenía por qué ser tabú. 

Como era el inicio del fin de semana el Rainbow estaba repleto. Entramos juntos a una atmósfera parecida a la de cualquier cantina. El sitio estaba a media luz, en las mesas departían chicos y chicas. Nadie hacía escándalo, ni buscaba llamar la atención sobre su preferencia. Nadie se manoseaba ni se ensalivaba con lubricidad. De estar ahí, el Pastor sabría que sus terrores eran infundados.

Mientras tomábamos una cerveza íbamos tomando nota mental sobre lo que había en el sitio, lo que ocurría, el comportamiento de la clientela.

A la segunda cerveza nos dimos cuenta que la aventura en el bar LGBT no tenía nada de extraordinaria, que estábamos en un establecimiento donde la gente se divertía mientras libaba y donde convivían jóvenes de todos los géneros. La mezcla de personalidades era más o menos como la que había en cualquier lugar.

En un rincón apartado, al lado derecho de la barra, había un par de mesas de billar donde hombres y mujeres jugaban y, en lado opuesto, una puerta que comunicaba a una salita con terraza donde la clientela salía a fumar. Acordamos dividirnos para husmear, buscando novedades, un ángulo pintoresco para la crónica, que pintaba desabrida.

Me fui a la sala de billar y me senté en un sitio apartado, desde donde podía ver completo el escenario. Durante varios minutos, me esforcé desesperado por encontrar alguna anomalía, una singularidad, algún exabrupto que pudiera darme la nota, pero la velada transcurría tranquila. En medio de la decepción sentí necesidad de ir al baño. Me introduje y me encontré precisamente a Luis que efectuaba la micción en la misma barra. Mientras obrábamos lado a lado, comentamos que la crónica iba a ser solamente una confirmación de que no había nada extraordinario en ese nuevo bar gay friendly.

Inesperadamente vi que el gesto de Luis cambió. Algo estaba pasando. Al voltear, a mi lado, encontré a Ernesto, el muchacho de los pasaportes. Su mirada era vivaz y pícara. Creo que solo atiné a sonreír, moviendo la cabeza, reconociéndolo.

-Hola- me dijo viéndome primero a mí y moviendo ostensiblemente la cabeza para dirigirse a Luis, como si no estuviera suficientemente visible-. Aquí uno de relax, ¿verdad chicos?

-Sí –creo que le respondí.Quise hablar para hacer las aclaraciones que creía necesarias. Sentí la necesidad de pedirle que no fuera a pensar que Luis y yo, o sea, que andábamos en una misión periodística, o sea que nada que ver nosotros y ese antro, o sea, que había mucha gente hetero ahí, o sea. Pero supe que si abría la boca me hundiría más, o sea.

-No sabía que les gustaran estos lugares, Luis –dijo Ernesto, con una sonrisa más amplia y dulce.

Luis cabeceó con una sonrisa deformada, entre nerviosa y aterrada.

Mientras se subía el cierre del pantalón se despidió Ernesto:

-A la otra inviten, canijos.

El sitio estaba mal iluminado, así que solo puedo decir que creo, sin estar seguro, que nos lanzó un guiño, antes de volver a su mesa.

Luis y yo nos miramos, como si hubiéramos hecho una fechoría y nos hubieran atrapado.

Estuvimos unos pocos minutos más en el lugar, y nos retiramos, carcajeándonos nerviosamente, por lo que estaría pensando el muchacho de los pasaportes.

Al día siguiente escribimos la crónica a cuatro manos que salió publicada el domingo. El lunes cuando encontramos a los compañeros reporteros, recibimos muchas cuchufletas sobre la publicación. Me decían que si ya había salido del armario, que si ya había tramitado credencial LGBT y cuestiones de esas, que tomé de buen humor. Igual me felicitaron, porque la crónica que escribimos, sin escándalo, ayudó a desmitificar el ambiente de los antros gays.

Creo que tardé un par de semanas para volver a pasar frente a la ventanilla desde donde despachaba Ernesto quien, al verme luego del encuentro en el bar, me saludó cordialmente, pero con un brillo singular en la mirada, como si fuéramos cómplices de algo secreto, pero lindo.