Hace algunos años, veía en la televisión un programa de concursos. Junto al conductor, hacía bromas un payaso, con nariz roja de pelota, bombín con pelambrera azul de estambre, sacón morado, y zapatos grandes de charol rojo. En ese momento estaba en un restaurante de Monterrey, con un amigo del barrio, alistándome a comer. Me comentó despreocupadamente que el bufón que veíamos en la tele era el Mayer, nuestro amigo de la infancia, al que le habíamos perdido la huella.

Me sorprendí, pues si bien recordaba que era un tipo singular, que tocaba la guitarra, y tenía un natural talento de líder, jamás hubiera supuesto que siguió el camino de la artisteada. Lo llamaré el Payaso Pimpapas. Mi compañero de mesa me dijo que lo veía seguido en esa misma emisión de la que no tenía noticia

En un tiempo el payaso nos involucró a mí y otros chicos en un proyecto alocado, que aún hoy me sorprende, por audaz. Echando números rápidos calculé que ya tendría unos 60 de edad.

Mayer no era su nombre de pila. Ocurre que, hacía ya más de cuatro décadas, durante la fiebre del mundial de futbol de 1978, brillaba el equipo de Alemania, y nuestro amigo era rubio y lucía una cabellera larga, como la del portero teutón Josef Sepp Maier. Nuestro amigo El Mayer no era portero, por cierto; su posición era la media cancha y jugaba muy bien. Pero como lucía como el arquero alemán, el mote se le quedó.

Convocatoria

Mientras esperábamos los platos, le platiqué a mi acompañante una historia que había sepultado en la memoria, sobre el payaso, y que ahora evocaba con nitidez.

El Mayer era un entrenador adolescente y voluntarioso, con orden e iniciativa. Cuando coincidimos él tendría unos 16 años, pero se comportaba como un señor. No era mi técnico, pues él tenía su propio equipo, el Atlético Mineiro, con jugadores que se juntaban en la calle donde él vivía con sus papás, a dos cuadras de mi casa, en el Centro de Guadalupe.

Sus pupilos, que eran mis amigos, estaban fascinados con su guía. Lo admiraban porque, antes de inscribir al equipo en la Liga Municipal, tuvo el impulso de ir a una empacadora de carnes para pedirle al gerente que patrocinara el club. Le dieron el pago completo de la inscripción y los arbitrajes por adelantado, y un set de 18 uniformes con camisa, shorts y calcetas, un lujo para aquel tiempo.

Cuando no entrenaba, ni trabajaba, Mayer se sentaba afuera de su casa y tocaba la guitarra junto a su linda novia, que lo acompañaba todas las tardes. Le daba por interpretar, bien afinado, canciones de protesta, y los chiquillos que lo seguían en el equipo con frecuencia se arremolinaban a su lado, en la banqueta, para escucharlo junto a su chica. Una vez le pregunté por qué le había puesto a su equipo el nombre de un club brasileño, y me dijo que era porque seguía las tiras de Dick El Artillero, en el periódico, y que se identificaba con él.

Luego supe que la tira argentina hablaba de un muchacho, futbolista profesional que, acompañado de su novia, salía de la pobreza y se lanzaba al estrellato a base de goles, sorteando los peligros de la fama. Dick no jugaba en el Mineiro, pero como era un club sudamericano, de aquellas latitudes donde se desarrollaba el cómic, él se sentía identificado. Un poco proyectado, el Mayer.

Un noche, mi amigo Chacho, que era de su equipo, me pidió que lo acompañara a una junta muy importante que habría en casa del Mayer. Acudí llamado por la curiosidad. La sala de la casa estaba atestada de niños. Mayer hablaba. Pidió a los que estaban en la entrada que hicieran espacio para que entráramos los recién llegados. Me reconoció y dijo que era bueno para el proyecto que acudieran jugadores de otros equipos. En ese tiempo yo estaba en la gloriosa escuadra del Colegio Benito Juárez y, que me reconociera y me incluyera, me hizo sentir importante.

Conforme avanzaba su exposición me di cuenta que Mayer tenía la intención de llevarnos a jugar a Reynosa, Tamaulipas, una ciudad que, decían estaba en la frontera con Texas, a unas dos horas y media de viaje desde Monterrey, en autobús.

Él había conseguido que la empacadora le prestara uno de sus camiones, con chofer, para participar en un torneo de futbol infantil, al que lo habían invitado. Su idea era salir el sábado señalado, de madrugada, cargar con lonches y refrescos, y regresar por la tarde, cuando hubiera terminado el torneo. Estaba claro que íbamos a regresar con la copa, dijo, y todos aplaudieron.

Lo único que necesitábamos era permiso de los papás y dinero para la gasolina. Para conseguir el recurso, había planeado hacer una rifa de un televisor en blanco y negro, con perilla UHF y VHF, que nos mostró de un catálogo. Nos dijo que estaba en pláticas con el gerente de la empacadora, para les financiara el premio.

El plan en movimiento

Por lo pronto, teníamos qué inscribirnos los que queríamos ir y para eso hizo pasar una libreta donde anotábamos nombre, fecha de nacimiento y teléfono. Mientras garabateábamos nuestros nombres, nos indicó que lo primero, para llegar al éxito, era activar la voluntad. Que el que deseaba con ganas podía conseguir lo que quisiera. Nos dijo que así lo enseñaba Kalimán: “Quien domina la mente, lo domina todo”.

Emocionado, me registré, pues la ocasión se pintaba para hacer una emocionante viaje de futbol, como la gira internacional que hacían cada año los clubes de primera división. Nunca fui jugador sobresaliente. Por voluntad, más que por méritos, Mayer me incluía en su equipo y lo agradecía Digamos que, en cuestión de calidad, era de los de media tabla. No era un tronco, pero no alcanzaba las alturas que le veía al Mayer que, él sí, podía llegar a ser un profesional, si se lo proponía. Al menos por ahora, pintaba como un sagaz Director Técnico.

En alguna ocasión que me senté cerca de él, en la banqueta, durante una de esas tardeadas de guitarra. Me dijo que avanzaba bien en la Preparatoria 8, y hacía planes para estudiar Mecánica en la Uni. Su novia pronto terminaría el Secretariado Técnico, en el Benito. Ya era una experta en taquigrafía.
Esa pareja tenía un futuro brillante en el horizonte, pensé.

Una semana después fuimos a otra reunión y Mayer nos mostró la televisión Philco, con todo y moderno regulador, que se encendía con un pisotón. Se lo había cedido el patrocinador. Ahí mismo nos repartió los boletos para que nos lanzáramos por la colonia a colocarlos. A mí me dieron 10, y los vendí un domingo de visita con mi abuela. Tíos y tías y primos mayores se acomidieron a ayudarme a cumplir mi sueño.

A la reunión de la semana siguiente la casa de Mayer estaba a reventar. Acudimos los chicos con adelantos de la venta. La mitad ya los habíamos saldado todos y el resto estaba en el proceso. En una semana más seguramente tendríamos ya pagado todo el boletaje. La novia era la encargada de recolectar los dineros, anotándonos en una libreta con la cantidad de boletos que habíamos entregado, con su respectivo monto.

Antes de despedirnos, nos dijo que la empacadora ya había mandado a hacer los uniformes nuevos a Guadalajara, que estarían listos la próxima semana, por lo que, en cuanto tuviera reunido el dinero de los boletos, enviaría un giro postal para pagar las garras y que nos las enviaran en paquetería a la Central de Autobuses, donde iría a recogerlas.

La moral entre la tropa estaba alta. Faltaba menos de un mes para el torneo. Nunca había jugado con esos chicos del Mineiro, pero no veía problema en integrarme al once inicial, pues había jugado con la mayoría en retas callejeras.

Para la siguiente reunión todos los boletos habían sido colocados y la televisión se rifaría al día siguiente, martes, de acuerdo al sorteo mayor de la Lotería Nacional. El ganador fue un profesor de la Primaria Eleuterio González, ubicada cerca de la casa del Mayer.

El sábado, el afortunado fue a recogerla a la sala de las reuniones, y se le entregó el mismo DT en medio de aplausos de los chicos que acabábamos de terminar esa jornada sabatina, y que seguíamos vestidos con trajes de futbolistas.

A la semana siguiente, el día acordado para afinar el plan de Reynosa, encontré a una veintena de chicos reunidos en el exterior de la casa del Mayer. Su mamá, desde la puerta, había dicho a los primeros que llegaron que su muchacho no iba a estar ese día, que seguramente él les avisaría cuando estuviera disponible. Eso era inesperado, pues el técnico no era incumplido. Faltaban menos de quince días para la cita y el líder se había ausentado. Todos notamos que la señora tenía gesto de preocupación.

Un muchacho adelantado

En el restaurante, mientras comía el bistec empanizado, en la TV veía al Pimpapas organizando un concurso de saltos, entre niños, y recordaba el abrupto final de la gira proyectada.

Días después estaba reunido con la palomilla de mi barrio y llegó un amigo del Mayer, que estaba con él en la Preparatoria. Nos informó que desapareció unos días y nadie supo de él, porque se había escapado con su novia. Se la robó, como decían entonces y se refugiaron en Villa de Santiago unos días, antes de regresar. Los papás de la pareja se enteraron, hasta entonces, que la chica estaba embarazada, por lo que acordaron casarlos de inmediato.

Por causas comprensibles, el entrenador abortó el plan de la gira, De cualquier manera entregó buenas cuentas a la empacadora, según supimos. Saldó los uniformes que se quedó la empresa, aunque de nada sirvió la rifa de la TV. Al sábado siguiente, en las canchas de la Ciudad de los Niños, donde jugábamos, me topé a los amigos del Mineiro, que me saludaron, pero sin tocar el tema del plan frustrado.

Supe, luego, que Mayer tuvo una boda exprés por el civil y se fue con su esposa a una casita que rentaron en la Colonia Talleres, de Monterrey. Con el paso de los meses, ya estabilizado, y estrenado como papá, regresó a la querencia y se hizo cargo, de nuevo, del Deportivo Mineiro, al que siguió llevando a jugar cada fin de semana

No había vuelto a pensar en él hasta ese momento que volví a verlo en la pantalla. Pensé, por vez primera, que no me dolió la cancelación del viaje. El sentimiento que prevaleció en esos días fue de pesar por el Mayer, por el broncón en el que se había metido, por el embarazo. No podía acusarlo de deshonesto, pues no obtuvo beneficios de la rifa. Fue tonto, eso sí, por adelantarse en las etapas de la vida. Pero, bueno, estaba visto que había madurado anticipadamente en todos los aspectos.

En la parte final del show, y mientras pedíamos la cuenta, el payaso cogió la guitarra y cantó una canción infantil de despedida. Pensé que disfrutaba su trabajo, aunque no se parecía nada a Dick el Artillero, es personaje heroico de las canchas al que alguna vez aspiró ser.