Esta historia de aviación termina bien. Prueba de ello es que aquí estoy contándola.
Pero durante una hora angustiosa creí, junto con un centenar de aterrados pasajeros, que la nave no alcanzaría a llegar a la pista de aterrizaje y se estrellaría en una montaña. En esos momentos es inevitable pensar lo que pasará luego: imágenes de TV de partes del avión esparcidas en despoblado, rescatistas recorriendo el área del siniestro, jefes de Protección Civil dando entrevistas, lista de pasajeros. Y las noticias, que certificarán que no hubo ni un solo sobreviviente.
Ocurrió hace algunos años. No diré el nombre de la aerolínea, para no afectarla, porque debo referir que trabajaban con tremendo descuido. Tras el despegue, los sobrecargos, hombres y mujeres, pasaban entre las filas y, por ejemplo, repartían refrescos o cerveza a los pasajeros que lo pedíamos. Creo que el trato con la clientela era relajado porque llevaba, mayormente, trabajadores petroleros que se desplazaban entre plataformas, y usaban esta aerolínea que rancheaba entre puertos y sobrevolaba litorales. Su trabajo rústico los hacía acostumbrarse a las incomodidades, por lo que no demandaban refinamientos. Estaban tan habituados a viajar por la aerolínea que se comportaban como si viajaran en un autobús, que hacía un trayecto largo, y buscaban formas de matar el tiempo, jugando ajedrez, dominó, cartas o, simplemente, libando en sus asientos, en espera de llegar a la siguiente terminal, luego de vuelos que, por lo general no duraban más de tres horas.
Los obreros del petróleo se desplazaban entre semana, pero de viernes a domingo abordaban, también familias, hombres de negocios, estudiantes que hacían viajes rápidos de ida y vuelta, porque el costo del pasaje era realmente barato.
Pánico
Un viernes en la tarde tomé el vuelo en un aeropuerto del sur del país, para regresar a casa, en el norte. Era temporada de otoño y el cielo estaba con nubarrones. La nave iba llena hasta su capacidad máxima. No detecté ni un solo asiento vacío. Supuse que el éxito de la aerolínea se debía a sus tarifas bajas, no por el servicio que proporcionaban.
Cuando el avión hacía el lento recorrido sobre el pavimento, antes de iniciar la carrera de ascenso, vi por la ventana que los cristales se empañaban por una lluvia ligera que, sin embargo, apenas se notaba en la pista como una tenue capa de humedad.
El despegue ocurrió sin contratiempo y el avión subió ligero, hasta que tomó velocidad de crucero. Una señorita uniformada pasó con la hielera e hizo la repartición de bebidas entre los asientos. De pronto estaba degustando una helada cerveza ligera, igual que la mitad de los señores que viajábamos.

La noche nos sorprendió en el aire. Un poco más debajo de la ventana se veían las nubes negras que presagiaban lluvia. Me sentí aliviado, porque suponía que la tormenta no nos alcanzaría, pues estábamos por encima de las turbulencias.
Comenzaba a relajarme cuando algunos truenos se descargaron. ¡Brooom! Y, de pronto, una tormenta pesada envolvió el avión. El agua golpeaba el fuselaje como tralla. Los ventanales se cubrieron por lluvia nutrida, que imposibilitaba la vista al exterior.
Pese a todo, me tranquilicé. Una vez, un piloto me dijo que los pasajeros que llevaba debían sentirse seguros, pues su trabajo como operador del enorme vehículo hacía que su suerte estuviera unida a la de todos. No había nada que no pudiera hacer el piloto, que estuviera a su alcance, para llegar al destino a salvo, pues a él le pasaría lo mismo que a la gente que transportaba.
Un rumor creciente, como una oleada que venía desde las filas traseras, llegó hasta la parte de adelante, donde me encontraba. Volteé por encima del respaldo para ver, al fondo, movimiento inusual. La gente se estaba levantando de sus asientos. Una señora gemía, horrorizada. Alguien habló a la azafata: ¡Señorita, venga pronto, por favor! El grito fue como una alarma. Pronto me di cuenta de lo que pasaba atrás. Vi que, de los compartimentos de equipajes, escurría agua, a chorros. Mientras lo pensaba, cayeron algunas gotas sobre mi cabeza. Luego sentí que sobre mi asiento caía un pequeño surtidor, que me hizo moverme al pasillo, igual que los demás afectados. Esto no pintaba bien, pues cuándo se ha visto que llueva adentro del avión.
Nunca falta el tipo que quiere tomar el control de la situación, pero sólo para empeorarla: ¡Señorita, señorita, dígale al piloto que está entrando agua por el techo, hay una brecha, si no aterrizamos pronto, el avión se partirá!
Hubo suspiros de temor, algunos grititos de angustia por el supuesto riesgo en el aire. El tipo era corpulento y blanco, de barba perfectamente afeitada, y portaba una camisa de lino. Pensé en un empresario prepotente que maltrataba a sus empleados. Si la situación fuera de aerosecuestro, seguramente sería el primero al que se despacharían los terroristas, por metiche.
La azafata no se dejó contagiar por el miedo del alterado pasajero. Le pidió guardar silencio, y le ordenó que no diera opiniones que causaban más estrés, o que generaran sensaciones de riesgo. Ese día aprendí que las aeromozas son trabajadoras aéreas que tienen una función más allá de la de servir los platos plásticos de mala comida. Cada una es como un alguacil del aire, con poder del Gobierno Federal para dar órdenes entre los pasajeros y, si se da el caso, ordenar arrestos en los trayectos.
Un piloto alto y canoso, ojoazul, como salido de una película, caminó apresurado por el pasillo, para analizar en persona la situación. Su gesto era grave y de preocupación. Ante las solicitudes y reclamos, levantó la mano para que todos se callaran.
El agua caía con chorritos por las junturas de los compartimentos altos. Abrió uno para inspeccionarlo. Yo hice lo propio con el que estaba sobre mi cabeza. Efectivamente, ya se había hecho un charco que empapó la parte baja de mi back pack, en la que llevaba mi ropa sucia. Saqué mi grabadora de cassette para que no se me arruinara y la puse en la redecita que había en el respaldo de enfrente.
Señores, faltan unos 20 minutos para llegar, anunció el piloto, ya iniciamos el descenso, pronto descubriremos qué está pasando, pero los sensores no indican fallas del exterior. Les pido, por favor que se tranquilicen.
Pero hasta yo ya estaba preocupado. Suponía que, si había una pequeña grieta en la recubierta de acero, la tremenda fricción con el aire del exterior, mezclada con la lluvia, podría hacer que se ensanchara, hasta arrancar una placa y, luego, hacer que el avión perdiera alguno de sus protectores superiores. Vendría desestabilización, luego afectaciones en un ala, giros descontrolados, como de papalote, y kaput. ¡Podía ocurrir lo peor!
Se escuchaba un susurro de rezandería. Algunas señoras recitaban el Padre Nuestro por aquí, otras el Ave María por allá. Los relámpagos cruzaban las ventanas como señales ominosas del fin de los tiempos. La lluvia acribillaba el avión por sus flancos. El piloto regresó a la cabina y fue como si el guía nos dejara desamparados.
La voz de la azafata llamó nuestra atención. Comenzamos el descenso, favor de tomar asiento y enderezar los respaldos. Luego dijo que teníamos que soportar la molestia de los chorros que nos caían encima, pero era preferible mojarnos a que ocurriera un accidente en el aterrizaje. Pensé en el cliché de la azafata que habla a la tripulación por la bocina del teléfono, pero sin colocarse el auricular en el oído. ¿Por qué la comunicación no se hacía con esos apartitos de radiofrecuencua, hechos para la función oral? Tal vez fuera más interesante el cliché, porque así se veía en el cine.
No había señal para hablar por teléfono celular. Así que quienes intentaban comunicarse a casa, o a la policía, solo mascullaban frustrados.
El avión tembló terriblemente y descendió un poco. Hubo gritos, Dios mío, ampáranos. Te lo suplico, señor, ayúdanos. Las voces de las señoras eran de desesperación. Luego de estabilizarse, la nave bajó un poco más y entre todos entendimos que eran maniobras previas al aterrizaje.

Adentro, el agua caía ya como un goteo, pero no cesaba. Por entre el zarandeo que provocaba el movimiento de los alerones, dos azafatas mujeres y un asistente hombre, sosteniéndose bien firmes en el piso del pasillo, comenzaron a abrir los compartimentos del equipaje para revisarlos. Movían las maletas y bolsas, y cerraban. Hicieron un barrido empezando por la parte de enfrente de la nave, hasta que llegaron a la última parte.
¡Quién metió este chingado garrafón!, rugió una de las señoritas uniformadas, mientras levantaba, en señal de triunfo, un porrón de agua escurrido, que ya estaba casi vacío.
Un murmullo de alivio cubrió a los viajeros con un suave manto de serenidad. La señorita repitió la pregunta, pero sin decir la palabrota. Sus compañeros respiraron, intercambiando sonrisas.
Mientras la azafata caminaba por el pasillo hacia la cabina, hubo aplausos sedantes, para liberar la crispación acumulada. Al pasar a mi lado vi que el objeto del terror era un contenedor de 20 litros de agua purificada, que estaba roto por la parte de abajo y que aún seguía escurriendo.
El líquido que chorreaba del porrón fue el que nos cayó encima, y que nos hizo suponer, en un pacto de ficción colectiva, que era agua de lluvia, que entraba por el techo agrietado del avión.
Mientras el avión descendía, agitándose sobre una pista ruda y peligrosamente anegada, la azafata insistía en saber quién colocó ahí el contenedor de agua. Pedía que levantara la mano el responsable, que no habría sanciones. Que solo quería conocer la verdad. Un pasajero le aclaró a la señorita lo evidente: no pueden pasar líquidos de esas dimensiones por los controles de seguridad, por lo que seguramente el responsable era alguien de la aerolínea.
El avión se detuvo y recuperamos nuestro equipaje empapado. Al bajar, no se conocía aún quien había sido el responsable de colocar ahí el garrafón, y la causa por la cual se fisuró.
Descendimos por una escalera hacia un costado de la pista.
Y yo que imaginaba que, por vez primera en mi vida, y seguramente la única, bajaría del avión en un tobogán inflable.
Lástima. Será para la siguiente situación de riesgo en el aire.
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