Uno de los trabajos más divertidos que he tenido es el de pizzero.

Pizza man, me decían en San Antonio, Texas, donde combiné la reporteada con labores de cocinero, en un restaurante de comidas italiana y mexicana, en el mero centro de la ciudad.

Era mediados de los 90, y mientras colocaba las pizzas en el horno, me daba tiempo para echar telefonazos y levantar entrevistas, que enviaba a México, para la agencia en la que estaba.

El local se encontraba en College Street y Navarro. La ubicación a una cuadra del famoso River Walk hacía que hubiera clientela nutrida toda la jornada, desde que abríamos hasta el cierre.

En contraesquina estaba el Hotel Gran Mansión del Rio que, en ese tiempo, recibía a las personalidades que llegaban a la ciudad.

San Antonio es la capital mundial del movimiento Tex Mex así que en aquellos años recalaron en ese punto todas y cada una de las personalidades que brillaban entonces: Selena, Emilio Navaira, Jay Pérez, Ramón Ayala, Pete Astudillo, Bobby Pulido. Pero también pernoctaron por ahí los presidentes de toda Latinoamérica, cantantes mexicanos, como Luis Miguel, Juan Gabriel y El Buki, y los grandes actores de Hollywood.

Mientras hacía pizzas, por una gran ventana que tenía al lado del horno, saludaba a los transeúntes, que me veían atareado con la masa, semolina, olive oil, mushrooms, pepperoni, salami, ham. Le gustaba, a mis patrones, el trabajo que hacía y me tenían confianza, por lo que me dejaban encargado de la caja registradora.

Cruzando la calle estaba el Centro Médico de la Ciudad, así que recibía a decenas de doctores y enfermeros que comían nuestras pizzas y hamburguesas exquisitas, que ahí preparábamos.

Para ganar algunos dólares de propinas, me apuntaba una o dos veces al día, para llevar a pie las órdenes que pedían, al restaurante, de hoteles cercanos.

Los famosos

Jon Secada llegó una vez al hotel de enfrente, porque se iba a presentar en la Arena. En ese entonces el cubano estaba hot, por sus discos que pegaban con tubo entre la comunidad latina. También llegaban ahí los rivales del equipo local de hockey Iguanas de San Antonio, de ligas menores, que jugaban en el Coliseo Freeman.

Los botones y conserjes del hotel a veces nos visitaban para desayunar y nos pasaban los chismes de las celebridades que hospedaban. Uno de ellos me confió una mañana que, en ese mismo momento en que hablábamos, estaba hospedado de incógnito un expresidente mexicano, que no quería ser molestado por la prensa.

Detrás de la barra de las especias, donde hacía mis pizzas, por el ventanal de College St., por un lado, y por la vitrina de enfrente, que daba a la calle Navarro, podía ver a las personas que se arremolinaban frente a la entrada del lujoso hostal, de arcos coloniales, cuando llegaba alguien famoso.

A veces los tumultos ocasionaban que la policía hiciera operativos especiales para contener a la gente en la banqueta, o desviar el tráfico, si la multitud copaba la calle.

El periódico San Antonio Express News publicó una noticia que albortó la comunidad: se filmaría en el poblado de Hondo, 60 kilómetros al poniente de la ciudad, la segunda parte del personaje de Ace Ventura, la comedia de acción del detective de mascotas, interpretado por el entonces ya famosísimo Jim Carrey.

Hondo, por ser un lugar rural y lleno de vegetación, sería transformado en África, sitio donde se ubicaba la nueva aventura del singular amigo de los animales. En la secuela, el detective zoológico andaba en busca de un murciélago sagrado que unos malechores habían robado de una tribu, según habían dicho las noticias de espectáculos.

Durante los siguientes días desde la pizzería veíamos llegar al Gran Mansión camiones y camionetas del estudio de cine, que eran parte del equipo de producción que filmaba la película, según nos decían los empleados del hotel que nos visitaban para comer. No se había aparecido por ahí ningún integrante del casting.

Una tarde nublada preparé un par de pizzas tamaño familiar para que fueran enviadas a uno de los hoteles cercanos. Cuando ya estaban empaquetadas y listas, no había quien acudiera a entregarlas. Como no tenía pedidos por delante, le dije a la señora de la registradora que yo iría. No me caería mal una buena propina para el fin de semana.

Así que metí las cajas en la bolsa térmica, y caminando me adentré entre los numerosos edificios que hay en la ciudad. Batallé un poco para encontrar la ubicación, pero finalmente llegué al hotel indicado. Subí al piso diez y entregué debidamente el pedido. El señor que lo recibió en bata elegante saldó la cuenta y me dio un tip de cinco dólares. Un cliente generoso.

De regreso, me di cuenta que había un tumulto, pero no en la puerta del Gran Mansión, si no del restaurante. Me abrí paso a codazos, entre la gente, y me coloqué del otro lado del mostrador. La señora de la registradora, las cocineras y la lavadora de platos estaban alborozadas. Ni podían hablar.

La señora me explicó que Jim Carrey, protagonista de Ace Ventura, había llegado al restaurante y en el mostrador pidió hamburguesas para llevar. La gran estrella de la pantalla grande, como cualquier mortal, cruzó la calle para visitarnos. De inmediato fue reconocido por los comensales y transeúntes que saturaron el local. Mientras contaban la experiencia, el corazón se me contraía por la angustia.

El actor se había comportado muy amable con todos. Nunca perdió la sonrisa, dijo bromas en español mocho, se tomó fotografías, autografió camisas y servilletas, estrechó las manos de quienes se la pidieron, repartió abrazos, se dejó besar por las fans. En persona era tan simpático como en las películas, me dijo la cocinera. Era tan linda gente como el muchacho que interpretaba en La Máscara. Hacía unos cinco minutos que se había retirado. ¡Diosito santo americano, y yo entregando una pizza!

Me quería morir a causa de mi mala suerte. Carrey fue uno de los actores más famosos de esa década. Un año antes había pegado tres megaéxitos en fila: Ace Ventura: Detective de Mascotas, La Máscara, y Una pareja de Idiotas.  Y yo me perdí la oportunidad de verlo, tocarlo, tomarme una fotito que me hubiera durado toda la vida para presumir la experiencia. En cambio, cumplí con mi deber de repartidor y me gané cinco dólares que hubiera cambiado, fácilmente, por la experiencia de estar frente al comediante del momento.

Al día siguiente y los que siguieron estuve esperando que el famoso canadiense volviera a aparecerse. Nada. Luego de varias semanas, el periódico un día publicó que había terminado la filmación y que el crew y el elenco se retiraron muy agradecidos de la ciudad.

Meses después se estrenó Ace Ventura: un loco en África (Ace Ventura: when nature calls, 1995). La cinta era muy divertida, pero yo ni pude reír, por el malestar que sentía al recordar la oportunidad que la vida me puso en una charola dorada, y que dejé pasar, por una maldita jugarreta del destino.

Al año siguiente dejé ese restaurante y entré a trabajar como valet parking en otro que era de los más lujosos de Texas. Era tan refinado que hasta la familia Bush tenía ahí su cava propia, que se abría cuando andaban de visita por la ciudad. El lugar recibía gente famosa. Una vez le estacioné el Audi a David El Almirante Robinson, entonces estrella de la NBA, de los San Antonio Spurs. Me entregó la llave en la mano. Fue emocionante, aunque el basquetbol no es mi hit.

Un domingo descansé. El lunes, cuando me presenté al turno de la tarde, me dijo el encargado, un árabe, que la tarde anterior había ido Julio Iglesias, y que repartió CDs, sonrisas y autógrafos entre la gente que lo reconoció en el breve trayecto que hay desde la banqueta, a donde bajó de la limosina, hasta la puerta del restaurante. El español puso su firma en las camisas blancas del uniforme de algunos de mis compañeros que estacionaban los coches a esa hora.