Finalizaba el sexenio de López Portillo y lo que ahora se conoce como Liconsa era un programa social de pesadilla.
Puedo recordar 1981 como un año miserable de mi vida. No es que se me haya muerto alguien cercano, o que perdiera a mi querida mascota, o que un incendio destruyera mi casa. Nada de eso. Lo que me pasó fue culpa del Gobierno Federal y su programa de abasto social de leche.
Desde 1944, por disposición oficial se produce el lácteo para las clases necesitadas, con precio subsidiado. Fue creada la paraestatal que en su tiempo se llamaba Lechería Nacional SA de CV, que derivó a Leche Industrializada Conasupo, y que ahora es simplemente el programa social Liconsa.
Un día, maldita sea la hora, mi madre se enteró, a través de sus comadres, de que en las instalaciones del DIF de Guadalupe, en la colonia La Huerta, se ofrecía la fresca leche de Liconsa a precio rebajado, “en apoyo a la nutrición de millones de mexicanos en condiciones de pobreza”, según anunciaba la propaganda. Ellas enviaban a sus chamacos a comprarla y se ayudaban en la economía doméstica.
Pues entonces mamá decidió que nosotros también acudiéramos al DIF municipal, a la leche, lo que significaba tener que levantarme a las 5:00 de la mañana, hacer un recorrido de más o menos un kilómetro y, lo peor, hacer fila durante unas dos horas, como mínimo, para que una máquina expendedora me diera cuatro litros de leche en polvo, revuelta con agua, que algunos de los vecinos de la fila creía que era “recién salidita de la vaca”.
Fue un semestre de pesadilla.
El tiempo: la moneda del programa social Liconsa
Una de las peores torturas sociales es madrugar para cumplir con una obligación. La mayoría de las personas lo hacen para ir a trabajar, pero son adultos y deben sostener hogares. Yo, en cambio, era un niño, y lo hacía para que nos ahorráramos algunos pesos que, debo decir, eran necesarios, pues mi papá era el único proveedor y todos los güercos estudiábamos. Un litro costaba la mitad de cualquier marca comercial, así que, en estrictos términos de porcentajes, sí había ahorro considerable. En casa éramos siete, más un primo que ese año se integró a la familia.
Entendí entonces que, como señalan los estudios universales de sociología, el precio que pagan los pobres por ahorrar es en tiempo. Como yo en esos días, que empleaba horas de mi existencia infantil para que alcanzara el gasto programado de mis papás.
Por ese tiempo estaba en primero de secundaria y veía a diario la serie Remi, el manga del niño sin familia que es vendido por su papá, y que, como músico ambulante, duerme en la calle y pasa por mil penurias.

Pues yo sentía que mi vida era peor que la de ese chico, porque mis tribulaciones eran reales. Ni siquiera disfrutaba mi condición de cliché, pues era de los primeros lugares de la clase.
Imaginaba que heroicamente, cuando mis compañeros dormían, yo tenía que esforzarme para derrotar la precariedad.
Cuando entregaban calificaciones, comparecía ante mi santa madre y, con ojos hundidos por la falta de sueño, a punto de desfallecer, le entregaba la boleta con manos temblorosas mientras ella veía mis dieces, y me abrazaba y llorábamos de alegría, porque el esfuerzo había valido la pena.
El camino hacia la máquina despachadora
Lunes, miércoles y viernes hacíamos turnos para ir a la leche, mis hermanos y yo. Tal vez ellos eran estoicos o tenían más capacidad para entrar al sueño profundo, y se despertaban frescos y sin rezongar, pero cuando me tocaba y mamá me palmeaba suavemente el hombro para decirme que era hora, sentía el cuerpo enervado, con una sensación tumefacta de malestar ocasionado por la falta de descanso. Tenía unos 13 años y rezongaba por tener que levantarme, y ella, comprendiendo mi rencor hacia el destino, me dejaba que refunfuñara.
Me entregaba un tarjetón, pues, hasta eso, para hacer más patético el subsidio, previamente había que inscribirse en el programa, para que el DIF municipal entregara ese cartón, que certificaba tu identidad de pobre.
Solo faltaba que me raparan las trabajadoras sociales, para ir pelón a recibir mi leche y que me dieran, de premio, un mendrugo.
Finalizaba el sexenio de José López Portillo y el país estaba quebrado. Ocupar un espacio en la apretada clase media baja era una aventura llena de sufrideras.
Todo el centro de Guadalupe estaba en su plácido sueño, cuando salía de la casa con el contenedor de cuatro litros y caminaba por las calles oscuras y a veces húmedas, y me cruzaba con otros vecinos que también balanceaban sus palanganas, como yo.
Éramos zombis que nos movíamos por reflejos. Caminábamos programados hasta llegar a la diosa máquina despachadora a la que teníamos que rendirle reverencia y tributo.
Al estilo de Nosotros los pobres
La granja de la leche industrializada estaba en las calles Bravo y 5 de mayo. Por esta calle se extendía por lo menos dos cuadras la fila, a veces más.
Cuando veía la enorme fila, el corazón se me encogía como una esponja y quedaba seco. Tenía que emplear dos o tres horas, avanzando lentamente.
Hacía cuentas y concluía que en cada servicio una persona a la que le dan cuatro litros demoraba de tres a cuatro minutos. Las señoras que manipulaban las máquinas eran eficientes, pero no había poder humano que diera celeridad al procedimiento.

No existían teléfonos inteligentes, por lo que no había forma de matar el tiempo. Hace poco tardé como cuatro horas en la fila para donar sangre, pero bien pude soportarlo porque vi en mi celular, por Youtube, las películas La Choca y El Imperio de la Fortuna, que me debía.
Y aunque al final me dijeron que no era apto, sentí que había empleado bien mi tiempo. Pero en la fila de la leche no había nada que me ayudara a apurar el reloj.
Al principio intenté llevar un libro para leer, pero como la fila se movía constantemente no pude concentrarme, así que tenía que aguantar el trámite viendo el rostro de personas desmañanadas, en su mayoría señoras. Había muy pocos niños como yo, por lo que tampoco podía platicar o hacer nuevos amigos
Mientras dormitaba de pie, con la hilera detenida, creo que alguna vez soñé esa imagen en la que le daba llorando las calificaciones a mi jefita, vestidos los dos con pingajos, mientras nos miraban con ternura Chachita, Marga López, El Camellito y otros personajes del arrabal.
Puro Estocolmo asistencial
Somnoliento, atestiguaba cómo la noche se deslizaba lentamente para anunciar el día, pero no había nada romántico en esas alboradas. Lo que quería era largarme.
En la novela Papillón, el narrador dice que, en La Isla del Diablo, las celdas de castigo conducían a los prisioneros a la locura, porque no les permitían hacer nada más que estar con sus pensamientos. Lo que sentía en la hilera era algo más parecido a la angustia, la desesperanza, una desesperación llena de impotencia, porque no tenía escapatoria.
Cuando finalmente daba vuelta en la esquina y me enfilaba a la puerta del módulo donde estaban las máquinas, sentía algo de alivio. Aturdido por la desvelada, entregaba el bote, la trabajadora social lo colocaba en el nicho y presionaba el botón del galón. El líquido se descargaba en un chorro blanco. Recuerdo que veía hipnotizado el procedimiento aborrecible que, sin embargo, me provocaba alivio. Puro Estocolmo asistencial.
Después de que perforaban la tarjeta en el cuadrito correspondiente al día, regresaba a casa con mi carga preciosa.
Eran como unos 15 minutos de camino, con el sol ya bañando el municipio, mientras los coches y camiones cargaban gente que salía a las calles para ir a sus trabajos y escuelas. Para entonces, ya no tenía noción de la realidad. Un instinto animal, como una memoria genética, me activaba un sensor que me guiaba hasta mi cama. En mi mente se encendía y se apagaba el letrero rojo: Dormir. Dormir. Dormir.
Al llegar a casa dejaba el balde sobre la mesa y me metía bajo las sábanas. En automático me desconectaba. Estaba en la Secundaria 12 de turno vespertino y el ingreso era a las 12:30. Un despertador interno me hacía levantarme poco antes del mediodía. Para hacer más dramática la escena, a veces me vestía sin bañarme y pasaba a la mesa para comer, antes de coger mis libros y salir volado a la escuela.

El ahorro que todos buscamos
La rutina debió durar unos seis meses. No recuerdo en qué momento mi madre suspendió esas jornadas que me hicieron perder todos los sabores de la vida en ese tiempo.
Ya de viejo, una vez le reclamé a mamá por aquellos tratos inhumanos y ella, con algo de pena, me expresó pesar por lo que le dije que me había provocado, aunque defendió su punto. Me dijo lo que yo estoy obligado a entender, que en esos tiempos había muchas estrecheces y escamotearle un peso al gasto era un logro que se agradecía a fin de mes.
Ahora que soy papá y tengo familia, la comprendo. No creo que envíe a mis infantas a hacer fila para comprar productos subsidiados, pero sí, por ejemplo, en el mercado comparo precios de tortillas, salsas, detergentes para ahorrarme unos pesos. Voy por la barbacoa los domingos, porque el que me la trae me cobraría 20 pesotes. Y así, veo que cada uno ahorra como puede.
Con el paso de los años, nunca he vuelto a tener horarios tan atroces como aquellos. Ahora, eventualmente debo madrugar por alguna encomienda laboral y cuando me apresto a salir, veo de reojo y con un escalofrío la mesa, esperando ver la vasija de cuatro litros que jamás volví a utilizar para llenarla de leche.
Nuestra comunidad