Esta historia que relataré a continuación fue protagonizada por una política muy importante y renombrada de Nuevo León, a la que llamaré Enriqueta. Participa también en esta anécdota, como coprotagonista, su asistente de muchos años, más joven que ella, a la que designaré como Rufina. Entre pena y risas, las dos, cada una por su lado, me permitieron hablar de un episodio que les ocurrió hace algunos años y que solo aceptan hacer público ahora, porque se acordó mantener en secreto sus verdaderas identidades.
Este pintoresco y bochornoso pasaje de sus vidas tiene que ver con una flor que estaba en un sitio donde no deben estar flores. Y también se relaciona con un incidente doméstico insólito, que desencadenó una serie de situaciones incómodas.
Cuando era legisladora en el Congreso Local, Enriqueta fue invitada a participar en un homenaje a un grupo de ínclitos doctores en el Museo Metropolitano de Monterrey. Además de ser una guapa y distinguida política, había obtenido grados académicos elevados, por lo que gozaba de una reputación sólida en los ámbitos de la intelectualidad y los ambientes culteranos.
En representación de la Legislatura, sería la oradora encargada de felicitar a los facultativos y entregar un reconocimiento a tres de ellos, en el momento final de la ceremonia.
Esa mañana, al despertar, la distinguida dama recordó que desde un par de días antes la lavadora de casa se había descompuesto.
El marido, que madrugó para ir a su trabajo, olvidó, a causa de múltiples ocupaciones, hablar al técnico para que hiciera la reparación urgente. Por eso, la ropa que desechaban se les amontonó en el cesto durante varios días, y Enriqueta se dio cuenta, con alarma, de que no tenía ropa interior limpia para ponerse.
Con apuros abrió cajones olvidados y después de algunos minutos, para su sorpresa, encontró una vieja pantaleta que hacía mucho que no utilizaba. La prenda salvadora, color beige, tenía cosida una flor en forma de girasol, con todo y pétalos, en la parte delantera, exactamente debajo del elástico.
No recordaba cómo había llegado esa ropa íntima a su vestidor, tal vez se la regaló su madre en un cumpleaños. Quién sabe. Lo bueno es que funcionaba para reparar el faltante en esa hora crítica del inicio del día.
Apurada porque se hacía tarde para el evento, dispuso de la panti, se enfundó una falda color café claro que le gustaba cómo se le ajustaba a la cintura, y una blusa blanca y límpida, que combinaba bien.
En el trayecto al museo, se comunicó con la eficiente Rufina que, antes de que se lo pidiera, ya le había separado el asiento, en el extremo del presídium, como le gustaba sentarse, y también había comprado un juego de corbatas de seda de colores formales y serios, para regalarla al Doctor Severiano, director del sistema hospitalario de la localidad, como una atención por haberla invitado.
Los hilos tercos
Enriqueta llegó de buen humor. Estacionó el coche por un costado del museo y a paso veloz, como si partiera plaza, entró por la puerta principal. En el patio central abovedado, los tacones retumbaron como cascos de corcel, por lo que muchos voltearon a verla. Se sintió halagada, pues percibía aprobación y admiración en las miradas.

El humor le cambió al encontrar a Rufina, que, recibiéndola con gesto contrariado, ni siquiera la saludó. Cuando apenas iba a pedir explicaciones, se aproximó el Doctor Severiano con su esposa, una señora que olía a loción de cítricos y tenía el cabello fijado con espray. Con mucha discreción, Rufina le pasó la caja de las corbatas a su jefa, quien recibía el saludo del médico joven y apuesto, ante la mirada de disgusto de su esposa, a la que presentó como Doctora Soledad.
La diputada entregó las corbatas, que el médico recibió con gran entusiasmo, lo que hizo que el gesto de su esposa se amargara aún más.
Antes de que la conversación se alargara, Rufina se disculpó y jaló del brazo a su jefa, para llevarla a un rincón del patio. Desconcertada, Enriqueta quería saber qué pasaba. Las dos se dieron cuenta que la Doctora Soledad reñía con voces ahogadas a su marido, por andar de querendón con la diputada. Pero ni siquiera comentaron el hecho, porque había asuntos más urgentes qué resolver.
Rufina le reveló el misterio: la flor de la pantaleta se le abultaba notoriamente en la falda, dando la impresión de que, precisamente, llevaba un calzón con una flor bordada a la altura del vientre.
Enrojecida, Enriqueta se puso las manos en la parte señalada y notó con horror que sí había un bulto irregular.
Se encaminó al baño, que estaba en un pasillo que conectaba con el patio, con el propósito de desprenderse de la flor maldita que le afeaba el vestido. La asistente le dijo que se apurara, que en cuestión de minutos empezaría el evento y la siguió, esperándola afuera del sanitario.
Pasaron pocos minutos, cuando la legisladora se asomó por la puerta entreabierta y, con voz suplicante, pidió a la asistente que entrara. El asunto pintaba mal.
Ya adentro, Rufina pudo contemplar la situación en toda su dimensión. Enriqueta se había levantado la falda por encima de la cintura, para dejar descubierto el girasol que, para su mala fortuna, estaba firmemente cosido con algunos puntos a la tela del calzón.
Si tan solo tuvieran unas tijeras, una navaja, algún instrumento cortante. Rufina probó con las llaves del coche y de su casa, y nada, los bordes de cobre no cortaban los hilos, como tampoco podían trozarlos las uñas afiladas de una y otra.
Afuera se escucharon micrófonos encendiéndose y las voces de quienes los probaban. Estaba por iniciar la ceremonia. Se alternaron para jalar con fuerza la flor prendada a la tela, pero fue inútil.
Sudorosa, Rufina tomó una decisión desesperada. Le pidió a la jefa que subiera un pie a la taza del baño y ella se hincó a la altura del girasol para desprenderlo con los dientes. Luego de unos instantes de acomodar en un buen ángulo la boca, se dieron cuenta que el método funcionaba.
Aplicándose con rapidez, la asistente usó los dientes incisivos y cortó hebra por hebra, hasta que la flor empezó a ceder.
Todo el cuerpo de la diputada se remecía hacia atrás y hacia adelante, jalada por los tirones a la flor. Cuando la asistente finalmente desprendió el girasol, la diputada suspiró profundamente aliviada, felicitándola con unas palmaditas sobre los cabellos lacios. Desde abajo, la ayudante la miró triunfal.
Una presencia las alertó.

De rodillas, Rufina giró la cabeza, sobre la que Enriqueta aún tenía una mano. Por entre la puerta entreabierta del baño la Doctora Soledad, las observaba con los ojos redondos y asustados. ¿Cuánto tiempo estuvo ahí? Sin reparar en el absurdo, Enriqueta le sonrió, moviendo la cabeza, amistosa. De hinojos, Rufina le dio una sonrisa luminosa. La Doctora no dijo nada y se retiró taconeando apresurada a la salida.
La jefa y la asistenta se recompusieron. El problema se había solucionado y la falda ya dejaba ver un vientre sin protuberancias extrañas. Pero el remedio había dejado un saldo por ahí irresuelto. Las dos se rieron nerviosas, por el exabrupto, y regresaron al patio, donde empezaba la ceremonia.
La entrega de reconocimientos transcurrió sin sobresaltos. Luego de los últimos aplausos, cuando se retiraban con rapidez, las interceptó el querendón Severiano. Le dio un cálido abrazo de despedida a la diputada. El momento fue aprovechado por la Doctora Soledad para contemplarlas con una sonrisa de alivio, gesto que no pasó desapercibido para la diputada.
Encaminándose a la salida, con la mirada de la Doctora Soledad en las espaldas, Rufina y Enriqueta entrelazaron sus manos, cariñosas, para darle a la señora de qué hablar, mientras reían por el incidente de la flor equivocada.
Nuestra comunidad