Un cuento sobre romance juvenil, por el escritor Luciano Campos
Como señas particulares, diré que tenía el cabello corto y era morena. Portaba pantalones holgados y rabones, a la moda de Flans. Cuando reía la brillaba la dentadura de enormes dientes. Me daba la impresión que estaba orgullosa de sus grandes orejas, porque las lucía permanentemente descubiertas, y con pequeños aretes.
Avanzaba la mitad de mi tercer semestre de la Preparatoria y ella era recién ingresada. Entre clases, la veía caminar por los pasillos y tenía algo que me llamaba mucho la atención. ¿Su actitud, sus pasos, la sonrisa? Quizás era porque me reconocía como amigo de su hermano, y me saludaba. La última vez que nos habíamos visto, antes de entrar al bachiller, creo que estaba en sexto de primaria y yo ya en secundaria, y no le había puesto mucha atención. Pero a sus 16 me parecía de una belleza espectacular.
Lo que fuera, detectarla entre la parvada estudiantil provocaba que se me acelerara el pulso. Había visto muchas películas teen para saber que ese tipo de atracciones eran frecuentes en la preparatoria. Así que, si bien no estaba enamorado, sí estaba enamoriscado, como decía la canción de Menudo, refiriéndose a las atracciones instantáneas que no pasan de un encantamiento repentino y, generalmente, pasajero.
Por aquel entonces mi vida había cambiado con la lectura de la novela Demian, de Hermann Hesse. En la historia, el muchacho Sinclair se había enamorado, de lejos, de una chica a la que llamaba Beatriz. Se arreglaba para llamar su atención y pensaba que quería ser mejor persona para recibir su aprobación y, quizás, gustarle. Nunca le dirigió la palabra, pero el anhelo de agradarle, lo transformó.
A diferencia del retraído Sinclair, a la hermana de mi amigo por lo menos la saludaba y me correspondía. La llamaré Mati. En Facebook vi que ya está casada y me daría pena que leyera esto. Aunque tal vez se identifique, si me lee, recordando el episodio que compartimos.
La musa
Tenía, en esos años, una timidez mortal y mis formas para socializar con las muchachas eran terribles.
Para entonces soñaba con ser escritor. Leía mucho y de todo, y ensayaba en cualquier libreta escritura de cuentos y de relatos, de todo lo que se me ocurría. Una tarde estaba tirado en el patio y cuando me di cuenta, en la panza blanca del boiler, había escrito con lápiz una descripción de Mati. Destacaba en el escrito su cabello corto sus mejillas morenas y sus grandes orejas. Me sorprendí pensando en ella.
-Mati, hola.
Estaba dando el salto al vacío. No sabía muy bien lo que diría a continuación. Sólo sabía que esa mañana cuando la encontrara en los pasillos de la prepa, en alguno de esos cambios de hora, la abordaría con un plan que había ideado. Y ahí estaba, jugándomelo todo, según yo.
Como le había hablado por la espalda, se detuvo sorprendida y al verme cambió el desconcierto por una sonrisa amistosa, y me llamó por mi nombre.
Me puso las manos suavemente en los hombros, saludándome de beso en la mejilla, con familiaridad. Su calidez hizo que la presión que bullía en mi corazón se me liberara por las orejas, como como cuando se abre el tapón del radiador ardiente.
-¿Tienes un ratito? ¿Te puedo platicar algo?
De inmediato me di cuenta que había utilizado palabras peligrosas. Platicar, entre chicos, se refiere a hablar de amor, decir palabritas románticas. Pero parece que no se dio cuenta de nada, por lo que aceptó de inmediato y nos fuimos a sentar en la banqueta afuera del Laboratorio, en un espacio separado a donde estaban los demás estudiantes ociosos. Iba bien el asunto. Era viernes y el patio de la Prepa estaba atestado, pero para mí solo existíamos los dos en el mundo.
Al acomodarse, me miró directamente con una sonrisa grande. Creo que en esa ocasión sentí por vez primera lo que es derretirse ante alguien. Me sentí una paleta de hielo de limón, dejada bajo el solazo en la cancha de basket, convertido en agua de sabor que se esparcía por el pavimento.
Le expliqué que ella me inspiraba a escribir historias. Me miró intrigada y divertida, ligeramente sonrojada, y me pidió detalles. Cada vez que la veía pasar me daban ganas de escribir algo para ella. Saber que existía me motivaba a fantasear. Al pasar se despertaban mis impulsos de ficción y quería hacerla protagonista muchos relatos. Estaba sorprendido de mi propio atrevimiento. Con voz decidida y corazón tembloroso, avancé.
Había inventado un proyecto que la involucraba. Le dije que durante los cinco días de la semana entrante, a partir del lunes, escribiría una historia sobre ella. En cada uno de los relatos sería mi heroína. No tenía claro sobre qué escribiría, pero estaba seguro de que en algún momento de cada una de las mañanas siguientes, le entregaría un texto, basado en su persona.
Mati me sonrió dubitativa, torciendo la boca, recelosa. De inmediato le aclaré que cada uno de los relatos serían sobre un tema lindo, pues escribiría cuentos bonitos. Le aseguré que no leería nada tonto, ni de mal gusto o que la avergonzara, o la hiciera sentir mal. Entonces sonrió, aliviada, remeciéndose en su lugar, donde estaba sentada, y aplaudió repetidamente aprehensiva, como si anticipara el sabor de las historias. La emoción la desbordó, y yo le había provocado eso. Iba bien el episodio.
-Me encanta. Nunca había sido la musa de nadie.
Se levantó antes que yo, me dio un beso en la mejilla y me dijo que nos veíamos el lunes.
Recuerdo que ese fue un dulce fin de semana. Escribir ficción sobre ella me hacía levitar espiritualmente. El sábado en la tarde, en una libreta escribí el primer cuento. Me salió de un tirón.
Creo que la anécdota era sobre el cabello que le había crecido inexplicablemente, y se le había enredado en un tren del que había partido y del no se podía bajar. Si mal no recuerdo, heroicamente la liberé de un hachazo, que le pasó rozando una oreja, pero que la desprendió de la maraña que la tenía prisionera.
Cuando sentí que quedó listo lo reescribí con caligrafía cuidadosa.
El lunes que la vi, entre clases, le entregué el papel doblado de una hoja garabateado por los dos lados. Ella lo recibió dándome un beso en forma de saludo y se retiró. Me quedé algo desencantado, porque esperaba que nos sentáramos, como la vez pasada. Suponía que me leería, me vería admirada, y se derretiría, ahora ella, como paleta bajo el Sol.
A la hora de la salida, en el tumulto que se formaba en la puerta de la calle, la vi de lejos. Iba con sus amigas y me reconoció. En un momento fuimos escena de un romance italiano. El día estaba nublado y por encima de las cabezas, y entre los estudiantes que pasaban, se comunicó a señas conmigo. Con un gesto se jaló el cabello e hizo como que se lo cortaba de un golpe, con su mano convertida en machete. De acuerdo, lo había leído. Se llevó las manos al pecho, dándome a entender que le gustó. De lejos agité la mano en alto, con adiós teatral. Me quedé en la banqueta, feliz, y ella siguió su camino.
En la historia del día siguiente, creo que se había metido mágicamente a un panal lleno de abejas y le había leído un cuento a las obreras que estaban muy cansadas. Igual que el anterior, lo recibió sin detenerse a charlar. Aunque me dio un beso de saludo y despedida, en ese momento me di cuenta de que seríamos amigos solo de lejos, pues no tenía interés por acercarse. Pero en vez de entristecerme, me provocó una especie de alivio raro.
En realidad, mis inclinaciones románticas hacia ella estaban circunscrita a la literatura, enteramente a mis escritos. No me imaginaba avanzando de ninguna forma, así que saber que no estaba con ganas de que hiciéramos camaradería ocasionó que aquél enamoriscamiento que sentía se fuera diluyendo lentamente. Me seguía agradando verla, cómo no, pero a partir de entonces, de otra manera. Ya sin esperanzas de que me respondiera con mayor calidez, le entregué los cuentos faltantes que, por cierto, escribí con el mismo entusiasmo, colocándola en el centro de la acción, como una protagonista noble, abnegada y audaz.
La hoja final
El viernes, después de que le entregué la hoja final de nuestro trato fue ella la que me abordó en la última hora de clases. Me dijo que había disfrutado mucho ser mi inspiración y me felicitó por cumplir mi palabra de escribirle solo historias bonitas. Creo que le sonreí con algo de resignación, quizás tristeza, porque había terminado muy pronto eso que nos unió por una semana mágica.
El resto del año nos seguimos encontrando en los pasillos. Tristemente, luego de la borrasca pasional, las aguas regresaron al nivel de la aburrida normalidad.
No puedo decir que mis progresos fueron en vano, porque nunca intenté nada. Mati volvió a ser la hermana de mi amigo y yo el chico que la saludaba con una sonrisa. Sin embargo, creo que, eventualmente, cuando coincidíamos en la cafetería, en el patio o en las escaleras, había en su mirada una luz de complicidad, como si me agradeciera que alguna vez la hice estrella de mis fantasías literarias.
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